Opinión

Las palabras elementales

"Acallados por un rato los debates sobre el significado de la palabra 'democracia', oiríamos nítidamente a quién le dicen sí y a quién le dicen no cada una de las personas que quieren convencernos de que les dejemos tomar el timón de este barco en el que para bien o para mal nos toca navegar juntas", reflexiona Laura Casielles.

Estela de coches en Madrid. EDUARDO ROBAINA.

Dice un poema de Kirmen Uribe: “No se puede decir Libertad, no se puede decir Igualdad, / no se puede decir Fraternidad, no se puede. / (…) La ley antigua ha sido olvidada”.

Cuando hay una conversación importante que no se quiere tener en serio, las estrategias posibles para la huida son muchas. Pero una, muy inmediata y muy fácil, consiste en cambiar los nombres de las cosas. Tergiversar el significado de las palabras para que acaben por decir lo contrario de lo que la otra persona cree. 

Otra, por supuesto, es meter en juego la violencia y ensuciarlo todo.

Claro que lo político –la tarea de ocuparse de cómo vivimos en común– tiene que ver con nombrar. Con no dar por hechas las categorías que establecen el orden en el que nos movemos y con encontrar los adjetivos adecuados para los problemas que requieren ser resueltos. Con saber qué palabras tienen que pesar más y menos en la balanza que decide nuestra forma de estar en el mundo.

Pero eso no se parece en nada a este trumpismo que nos ha caído encima y que disputa los nombres sagrados como si fueran discutibles, haciendo juegos de trilero para que nunca sepamos dónde está la pelotita de lo que importa. Igual que intenta hacernos creer que los principios básicos de la convivencia son debatibles, también nos vende que se le puede dar la vuelta a las palabras como un calcetín y que acaben por señalar lo contrario de lo que habíamos convenido que significaban. Hasta vaciarlas por completo. “No se puede decir Libertad, no se puede”. Porque ya no significa nada a lo que podamos agarrarnos. 

Dice también Kirmen Uribe, al final de ese poema en el que se pregunta por tantas palabras que se gastaron de puro manoseo: “Sin embargo, si me dices ‘mi amor’, / siento un escalofrío, /sea verdad o sea mentira”. 

Y eso es cierto. Pese a todo el ruido, pese a todos los intentos de manipulación, si hay algo que sabemos todas las personas es que hay palabras que resuenan como risas o como bombas. Palabras que dan en el hueso y a las que nadie puede robarles la verdad que están nombrando. Esas que, por terror o por placer, nos provocan un escalofrío.

Sueño con que pase una cosa, en estos pocos días que faltan para que acabe la campaña esta que nos ocupa. Sé que no es muy probable, pero lo que sueño es que de pronto, como en una aparición milagrosa, sobrevuele Madrid un enjambre apretado o una bandada de no sé qué pájaros y, a su paso, se queden en silencio los mitines y las tertulias y las discusiones de manual de politología. Y que, en ese súbito silencio, escuchemos algo así como un súbito coro de verdades sencillas, de palabras sin ínfulas que no se pueden esconder ni discutir.

Se oiría entonces, en un eco de hace meses, el “gracias” que se dio con sinceridad a quienes nos curaban y nos surtían y nos acompañaban. Y, a la vez, el “mecagüendios” que muchos, muchas de ellas decían a gritos o en susurros algunos días o algunas noches antes de echarse a llorar. 

Se oirían incontables “no puedo más” y algunos “tengo miedo”. Y al tiempo, como los gritos con los que las madres llaman a los niños para que suban del parque, resonarían de casa en casa por cada barrio voces diciendo: “pasa”, “¿qué necesitas?”, “¿te puedo ayudar?”.

Se oiría entonces llamar ladrones a los ladrones, sin eufemismos. Justo después de cada vez que oyésemos, sin escapatoria, a alguien diciendo: “No, cielo, no lo podemos comprar”. 

Escucharíamos con claridad quién pronuncia las palabras“fuera de aquí”. 

Y la rica algarabía de los nombres que tienen estas calles en wolof, en dariya, en rumano, en quechua, en chino, en caló: las alegrías y los problemas de cada día en la lengua de cada una de nuestras vecinas. 

Se oiría como un golpe de luz sonar en público por primera vez el nombre que una persona ha elegido para símisma.

Y retumbaría, dejándonos paralizados a todos en mitad del día, la frase “lo siento, no hay ninguna cama libre para tu padre”. 

Acallados por un rato los debates sobre el significado de la palabra “democracia”, oiríamos nítidamente a quién le dicen sí y a quién le dicen no cada una de las personas que quieren convencernos de que les dejemos tomar el timón de este barco en el que para bien o para mal nos toca navegar juntas.

Sí, sueño con eso. Con que por una extraña magia se acalle el barullo previsto y se escuchen esas palabras, las que no pueden gastarse ni aceptan convertirse en consignas. Miro a cada rato a la ventana a ver si llega ya esa extraña bandada que al pasar volando nos deje oír lo que decimos cuando tenemos la vida sobre la mesa, para recordar de qué demonios estamos hablando.

A estas alturas ya no sé si va a ocurrir. Así que, por si acaso, traigo una propuesta: que seamos nosotras los pájaros esos. Que nos dejemos ya de las palabras grandes y su regateo inane y recordemos más bien estos días cuáles son las que nos siguen dando un escalofrío, alegre o terrible.

Y que las pronunciemos hacia dentro, y que se las digamos a otros.

Porque ante una palabra verdadera no cabe la indiferencia.

Ni la duda, me parece a mí.

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Comentarios
  1. Nunca des el timón a alguien que sea peor que tú, Laura.
    Se puede luchar individualmente. Como canta Pablo Guerrero «El poderoso teme a los lobos sin dueño». Muchos lobos sin dueño le harían pupa.

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