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¡Cómete a tu perro!
"¿Por qué los carnívoros comemos animales sin sentir nada?", se pregunta Mario Crespo en este artículo sobre el consumo de carne
El hermano de mi abuelo tenía gallos, gallinas, pollos y cerdos en el corral de la casa de pueblo donde residía, y en navidad solía regalar un pollo a cada miembro de la familia. Dos días antes de la Nochebuena llevaba un ejemplar al piso de mis abuelos metido en una caja de cartón, donde el animal descansaba hasta que mi abuela lo mataba a sangre fría.
Pero el par de días previos a su muerte suponían para un niño como yo una buena oportunidad para tener una mascota temporal, un ser vivo al que observar y con el que jugar en la medida de sus posibilidades, pues habitaba enjaulado —o encajado, más bien— en un espacio reducido.
Como tanta gente de su generación, mis abuelos habían emigrado a la ciudad desde sendos pueblos durante los años del éxodo rural. En el agro, las familias todavía se alimentaban de animales criados en granjas pequeñas o explotaciones familiares. El pollo que nos regalaban en navidad era uno de esos animales; era lo que hoy se conoce como un pollo de corral —aunque todos lo serían si no existiera la ganadería industrial—.
La primera y única vez que contemplé su muerte fue el año en que bauticé al ejemplar con el nombre de Rodolfo. Supongo que no me quedaron ganas de asistir nunca más a tan sangriento espectáculo; me impactó tanto que aún pervive en el archivo de mi memoria como un trauma infantil.
Mi abuela, mujer de entonces y ducha en las lides de la alimentación de la prole, de fajarse en la cocina como profesional de la casa que era, sacó al pollo de la caja agarrado por el cuello, lo puso sobre borde de la enorme pila de mármol donde se fregaban los platos, le retorció el pescuezo y le metió un hachazo que seccionó la cabeza; ésta cayó a la pila sin vida y sin embargo el resto del cuerpo siguió moviéndose unos instantes hasta que se quedó sin fuerza, sin espasmos nerviosos, sin interactuar en el espacio-tiempo que le había concedido el privilegio de la existencia.
Aquella Navidad no comí pollo; creo que ni siquiera comí. Sin embargo, los miembros de mi familia no solo estaban dispuestos a engullir a la que había sido mi mascota, mi primera y única mascota, sino que encima lo celebraban; con alegría, con jolgorio: “qué bueno está el pollo”, “qué rico”, “qué carne”, “qué calidad”; hablaban del difunto Rodolfo como si fuera una simple bandeja de pechugas envasadas de las que vendían en el supermercado. Un horror.
Con el paso de los años, el hermano de mi abuelo dejó de enviar el pollo como regalo; los tiempos fueron cambiando, las tradiciones evaporándose y la familia perdiendo a sus miembros bajo los estragos del tiempo. Mientras tanto, yo olvidé el episodio de la matanza, olvidé a Rodolfo y, sobre todo, olvidé que cuando comía pollo o lomo o filetes de ternera estaba comiendo una parte de unos animales que habían estado vivos y habían convivido con otros animales y con otras personas.
En la actualidad, ya sin abuelos, y en la labor de padre de un niño de cinco años, un día me vi aprisionado por una de esas deducciones lógicas con las que te sorprenden los críos; mi hijo me preguntó primero que si el muslo de pollo que estaba comiendo era de un pollo de verdad. Le respondí que sí, que el animal había tenido vida y luego lo habían matado para el consumo de su carne, para podernos alimentar. Entonces el muchacho fue un poco más lejos y me cuestionó si, por el mismo motivo, podríamos comernos a Patty —nuestra gata, nuestra mascota—
Y la pregunta no es cuestión baladí, pues encierra tras de sí una reflexión compleja que cuestiona el sistema alimentario capitalista y que, de hecho, provocó que me embarcara en una búsqueda de información gracias a la que descubrí un libro que me hizo replantearme todo lo que comemos, toda nuestra alimentación. Me refiero a Comer animales, de Jonathan Safran Foer (Booket, 2015); un ensayo donde el autor, con gran pericia narrativa, lleva a cabo una investigación sobre la ganadería industrial que deja al descubierto las prácticas antinaturales, bárbaras, crueles y salvajes que se producen durante el proceso de cría de los animales cuya carne consumimos los occidentales a diario.
Foer se adentra en el mundo de las granjas industriales para explicar y relatar que «los animales —a menudo alojados por decenas o cientos de miles— son criados genéticamente, se encuentran restringidos en su movilidad y son alimentados a base de dietas antinaturales (que casi siempre incluyen fármacos como los antimicrobianos)».
Este trato, o maltrato que se les infringe en nombre del beneficio económico provoca una desnaturalización de las especies que nos conduce a creer que lo que comemos los carnívoros no son animales muertos, sino trozos de alimentos, piezas que no pertenecen a nada ni a nadie en concreto, que son autónomas, como lo es una patata frita de bolsa.
En parte, esto se debe a que el noventa y nueve por ciento de los animales que consumimos proceden de granjas industriales, donde se les maltrata o, más bien, ni siquiera se les trata como seres vivos —pollos incapaces de andar o mover las alas—, sino como los productos que serán y que servirán para generar un beneficio: «más que un conjunto de prácticas, la granja industrial es todo un concepto, que se basa en reducir los costes de producción casi al mínimo e ignorar sistemáticamente, o “externalizar”, costes como la degradación ambiental, las enfermedades humanas y el sufrimiento animal. Durante miles de años, los granjeros siguieron las leyes de la naturaleza. Las granjas industriales consideran la naturaleza un obstáculo al que vencer».
Es decir, a diferencia de lo que sucedía con la cría tradicional en granjas, mayoritaria hasta hace dos generaciones, en la que las familias convivían con los animales, los criaban, los alimentaban e incluso los apreciaban como compañía, hoy día no sabemos de dónde procede la carne que consumimos. Un hábito que maximiza el significado de la conocida expresión “dar gato por liebre”, pues uno puede creer que está comiendo rabo de toro cuando en realidad el rabo es de canguro.
Pero la cuestión que nos ocupa en este texto es ¿por qué los carnívoros comemos animales sin sentir nada? Y con nada me refiero no solo a la lástima, la pena o la empatía, sino también al asco; una repugnancia producida por las hormonas y los fármacos que se les proporciona, el engorde artificial, la manipulación genética; por comer en muchos casos bichos de laboratorio, mutaciones, engendros cuyos huesos no son capaces de sostener su musculatura y que podrían estar produciendo enfermedades desconocidas en el ser humano: «no sólo diabetes juvenil, sino enfermedades inflamatorias y autoinmunes a las que muchos médicos no saben ni darles nombre».
Resulta evidente que en los procesos mentales que tenemos asumidos, interiorizados o asimilados, no constan los pensamientos hacia animales que no hemos conocido o con los que no hemos convivido. Comemos lo que desconocemos; no sabemos lo que masticamos, no tenemos referencias; un pasado, una visión, una imagen, un recuerdo, un cariño —como tenía yo del pollo Rodolfo—.
Buen ejemplo de ello es que no nos comeríamos a nuestro perro, a cualquiera de nuestras mascotas. Aunque los perros no son animales de compañía en todos los países; de hecho, en muchas zonas de Asia su carne se vende y se consume. Así pues, lo que en realidad no hacemos los occidentales es comer animales con capacidades mentales significativas. No comemos perros porque son inteligentes y sensibles y comunicativos y nos dan cariño. Pero, sobre todo, no comemos perros porque es un tabú cultural; comer perros sería una muestra de barbarie, de incivismo, comer al mejor amigo del hombre sería el paso previo a comer al propio hombre, pensamos.
Y, sin embargo, desconocemos que otros animales como los cerdos, cuya carne aprovechamos al máximo, tienen capacidades muy similares a las de los perros —de hecho, cada vez más gente los utiliza como mascotas—. Según Foer: «los científicos han documentado que los cerdos tienen su propio lenguaje; acuden a las llamadas (ya vengan de los humanos o sus congéneres), juegan con juguetes (y tienen sus preferencias), y se ha observado que van en ayuda de otros cerdos cuando se les necesita». En definitiva, los cerdos «no pueden saltar a la parte trasera de un Volvo, pero son capaces de ir a por algo, de correr y jugar, de ser traviesos y proporcionar afecto».
Así pues, la indiferencia ante la carne que comemos se sustenta sobre la conversión de la cría tradicional en un proceso industrial. Hemos sustituido la supervivencia por el ocio; la ganadería se industrializó para que la clase media pudiera comer ilimitadamente. Comemos lo que queremos y cuando queremos; comemos porque tenemos ansiedad, porque sentimos tristeza, porque hemos dejado de fumar; comemos a deshoras, comemos para socializar; platos envasados, macerados e incluso precocinados. Y en nuestra abundancia, los animales muertos que nos sirven de alimento ya no son seres vivos con los que hemos convivido, como el pollo Rodolfo, sino unos trozos de carne sobre una bandeja envuelta en film. Y nadie alberga pensamientos —y mucho menos sentimientos— sobre un trozo de plástico.