Cultura
V Centenario Comuneros: los muertos siguen haciendo política
'Comuneros. El rayo y la semilla', el nuevo ensayo del vallisoletano Miguel Martínez, editado por Hoja de Lata, arroja claves para leer con ojos actuales el significado de la derrota en Villalar.
La esencia comunera ha sido, desde siempre, la celebración de una derrota. Convertir en fiesta la frustración de la voluntad para cambiar las cosas desde abajo solo está al alcance de quien se considera pueblo, de quien ha visto cómo la historia ha tratado de reinterpretar, sin entenderlos realmente y desde numerosos puntos de vista, los acontecimientos que culminaron aquel 23 de abril de 1521. De quien respira que estas épicas solo se comprenden con la perspectiva de quien está acostumbrado a fracasar.
El vallisoletano Miguel Martínez ha publicado este año en la editorial Hoja de Lata el ensayo Comuneros, pertinentemente subtitulado El rayo y la semilla en homenaje a unos versos de Antonio Gamoneda. En el libro, prologado por Xavier Domènech, el autor pasa revista a los acontecimientos que marcaron el antes, el durante y el después de la gran revolución que pretendieron las Comunidades, acelerando el ritmo en los capítulos más narrativos y deteniéndose en necesarios contextos sobre la vida en las ciudades, los orígenes, los nombres de aquellos hombres y algunas mujeres, su voluntad de (re)construir el sistema establecido y el legado que dejaron en el imaginario común español.
Con el lema recientemente repopularizado, ‘la historia no se repite, pero rima’, y con la tesis explícitamente heredada de Walter Benjamin que reza que «los muertos pueden hacer politica y hay que disputar los sentidos que los vencedores dan siempre a la Historia», Martínez brinda la oportunidad de encontrar ecos de nuestro día a día contemporáneo en el relato comunero. El primero de ellos empieza en las razones de la revolución: la reacción contra Carlos I de España y su privado Guillermo de Cröy, que quisieron hacer de las Castillas su negocio particular para vaciar las arcas públicas mediante tramas corruptas, todo ello bajo el paraguas del reinado del territorio. Su estrategia no se sostendría sin la connivencia de las noblezas y clases altas, que ante la disyuntiva de luchar por la injusticia, la ilegalidad y el bien común o aprovechar la situación para enriquecerse y aumentar sus patrimonios aún más a costa de los más desfavorecidos, queda históricamente clara cuál es la elección por la que optan.
Un legado en disputa
El legítimo cuestionamiento de la Corona, más allá de una voluntad realmente antimonárquica, fue una de las avanzadillas de este movimiento. Una postura que, como bien se cuida de subrayar el historiador vallisoletano, jamás puso sobre la mesa la posibilidad de un reino sin Rey o una república tal y como la entendemos ahora, a diferencia de lo que posteriores cronistas, contrarios a los Comuneros, adujeron para deslegitimar al movimiento.
Sin embargo, pese a las numerosas crónicas contrarias a la derrota de las Comunidades, la trágica hazaña de los comuneros ha influido en numerosas revoluciones posteriores; como referencia más o menos velada en el siglo XIX para los liberales (de verdad) constitucionalistas de Cádiz, federalistas, republicanos y socialistas; y también para nombres de la talla de Pi i Margall y Manuel Azaña, en la centuria posterior, como base inexcusable para proyectar una España republicana. Todos ellos entendían que los comuneros trabajaron, aunque fracasasen, por la construcción de un nuevo orden cuando el ‘establishment’ era un caos que se asomaba al abismo de su propia corrupción putrefacta.
Sin embargo, los reaccionarios cercanos y lejanos a las Comunidades han tratado a su vez de desvirtuar las aspiraciones comuneras, algunos con admiración más o menos velada, hacia los revolucionarios. También el contexto franquista hizo por reinterpretar esta historia a su antojo, recoge el autor de ‘Comuneros’. José María Pemán los comparó con «la desbandada de las turbas ante los pelotones de la Guardia Civil»; para Ramiro Ledesma fueron, en una pirueta mortal triple hacia atrás, la «manifestacion reaccionaria contra el hecho verdaderamente revolucionario que fue el Imperio» (unas reivindicaciones ‘imperiofílicas’ que, recordemos, han tenido también su eco editorial, mediático e ideológico bien recientemente), y según Gregorio Marañón su lucha no fue otra que la «última convulsión del feudalismo».
Algunas claves para asaltar los cielos
Con todo, el consenso parece dejar claro que la derrota comunera dejó en Castilla un legado incuestionable; «el odio implacable entre hidalgos y plebeyos, caballeros y comunes, ciudades y nobles». En el que es probablemente el mejor capítulo de Comuneros, el quinto, Martínez desgrana varias de las claves de la retórica ‘asaltacielos’, a partir de varios conceptos que resuenan también de otros grandes acontecimientos históricos.
De una parte, la libertad, hoy de reencontrado protagonismo político, que si bien en alguno de sus usos más tradicionales significaba «exención fiscal, prerrogativas judiciales o privilegios otorgados» (inténtese no pensar en la capital), a lo largo de la revolución comunera se fue cargando de matices y con «un sentido más democrático». Dicha libertad iba además asociada a ese otro gran concepto abstracto que es la patria, y que sirve para distribuir, sin problema; quién, de acuerdo a nuestro juicio político, es traidor, y quién libertador.
De otro lado, cabe destacar la muy mejorable igualdad, que en los sectores menos radicales de las filas comuneras no se plantea la abolición de la desigualdad estamental, y deja fuera a las mujeres; aunque el libro de Martínez destaca la labor de varias comuneras; entre ellas, la muy reivindicable María Pacheco. Finalmente, la fraternidad del republicanismo moderno que, en palabras de Antoni Domènech, solo resulta comprensible si se mira a cuándo la Historia plantó cara en abierta revolución a los señores del Antiguo Régimen. Matar al padre, al sistema paternalista y patriarcal; y en su lugar abrazar al hermano, a la compañera, al vecino, para participar juntos de la vida política.
Con todo, aquí destaca la tesis más brillante del libro, la que viene a demostrar que los revolucionarios supieron entender «la necesidad de cambio social, que la injusticia es sistémica y no coyuntural, y que el tiempo es inventor y descubridor de cosas, no solo reproductor de lo ya conocido». Solo esta visión, su herencia y su memoria, justifica que el legado de los comuneros haya seguido vigente aún después de cinco siglos, y que muchos de los resortes que apelan de su revolución sigan funcionando en el pueblo y en quien está acostumbrado a fracasar. Porque los muertos, lo queramos o no, siguen haciendo política.
… «las razones de la revolución: la reacción contra Carlos I de España y su privado Guillermo de Cröy, que quisieron hacer de las Castillas su negocio particular para vaciar las arcas públicas mediante tramas corruptas, todo ello bajo el paraguas del reinado del territorio. Su estrategia no se sostendría sin la connivencia de las noblezas y clases altas»….
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Una y otra vez se vuelve a repetir en el tiempo y en todos los pueblos la misma guerra y siempre la ganan los opresores, los codiciosos.
Lxs sencillxs, lxs de abajo, somos muchos más, pero estamos manipulados, dormidos, divididos. Necesitamos despertar sabiduría y valores.
Los Comuneros no fracasaron, moralmente fueron los vencedores, luchar por una causa justa, aunque no la ganes, nunca es fracasar. Hicieron camino, otros lo continuarán.
Igual que los republicanos españoles, en las cunetas están los vencedores morales. En palacios y grandes mansiones, los cerdos.