Cultura | Sociedad

Edurne Portela: “El gran peligro de la literatura sobre la violencia es la manipulación sentimental del lector”

Entrevista a la escritora y colaboradora de 'La Marea' Edurne Portela, quien acaba de publicar su nuevo libro 'Los ojos cerrados'

La novelista Edurne Portela, autora de 'Los ojos cerrados'. CEDIDA

Hace cinco años, Edurne Portela (Santurtzi, 1974) hizo un salto al vacío. Después de casi dos décadas en Estados Unidos, donde ocupaba una cómoda posición universitaria como experta en literatura latinoamericana y directora de un centro de humanidades, decidió volver a España e intentar sobrevivir como escritora.

Mal no le ha ido, aunque quizá el mayor beneficiado de su apuesta haya sido el público lector español. Nada más volver, Portela publicó un ensayo incisivo sobre la representación cultural del conflicto vasco (El eco de los disparos, 2016). En los años siguientes escribió dos novelas que tuvieron una excelente recepción. Mejor la ausencia (2017) narra las experiencias de una niña vasca nacida en 1974 que se cría en el ambiente política y socialmente sofocador de la Euskadi de los años 80 y 90. Formas de estar lejos (2019) retrata la erosión de una relación amorosa destruida por la violencia de género.

Estos días ha salido su esperada tercera novela, Los ojos cerrados, que relata los devastadores legados de la Guerra Civil en “Pueblo Chico”, una pequeña comunidad serrana. 

Portela es licenciada en Historia por la Universidad de Navarra y doctorada en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Carolina del Norte. Además de novelista, ha sido columnista en El País, publica una tribuna mensual en los diarios de la agencia Copisa y colabora en la radio (Cadena Ser, RNE). En La Marea se ocupa, junto con José Ovejero, de la sección “Libros y susurros”.

Una de las protagonistas de su última novela se muda a Pueblo Chico después de la muerte de su padre, en busca de pistas que le clarifiquen su genealogía. Cuénteme un poco sobre la suya. 

Mi padre nació en 1940 en Navallos, un pequeño pueblo de Lugo. Era un niño muy listo y aplicado y le pasó algo insólito: se lo llevaron con una beca a un internado de jesuitas de Barcelona. Para mi padre fue una experiencia tremenda: pasar de una aldea a una ciudad como Barcelona y a un colegio en el que la mayoría eran niños ricos. ¡Ni siquiera hablaba castellano!

Pasó allí la infancia y la adolescencia. Como mi abuelo se murió joven, muy pronto tuvo que hacerse cargo de la familia. Cuando acabó el colegio e hizo la mili se mudó a Euskadi, donde conoció a mi madre. Acabó trayendo a sus cinco hermanos y a mi abuela a Bilbao. 

¿Cómo les afectó la Guerra Civil?

Como muchos gallegos, mi abuelo paterno había sido forzosamente reclutado por el ejército franquista. Mi abuelo materno, en cambio, luchó con los nacionalistas vascos en defensa de la República. Cuando los fascistas entraron a la ciudad, no tuvo más remedio que huir. Mi abuela, que vivió con nosotros toda la vida, siempre contaba cómo ella tuvo que salir corriendo por los montes hacia Cantabria con una hija de pecho y otra de la mano, atacada por los aviones. A una hermana de mi abuela la raparon. En fin, la experiencia típica de los perdedores. Mi madre nació ya después de la guerra, en el año 46.

La generación de sus padres, ¿cómo vive el franquismo en Euskadi? 

Aunque igual hay zonas en España donde las cosas se tranquilizaron de alguna manera durante la dictadura, evidentemente no fue el caso en Euskadi, concretamente en mi zona, que es Bilbao y la margen izquierda, por la represión no solo del nacionalismo vasco sino también del movimiento obrero. Mi abuelo materno, además de ser nacionalista trabajaba en los astilleros, donde hacía huelgas junto con sus compañeros obreros andaluces, extremeños o gallegos. Mi madre recuerda siempre que pasaba meses en casa o que tenía que salir a la mar para traer un jornal.

En Euskadi, el clima de violencia no termina, precisamente, con la Transición. 

Así es. Si hablamos de los años 80, por ejemplo, no solo está la violencia de ETA, de la policía en torno al conflicto vasco, o de los GAL; también está esa otra violencia que fue la represión de todas las huelgas obreras en contra de la desindustrialización. 

Ese es el ambiente que sale retratado en Mejor la ausencia y en el que usted nació y se crio. ¿Cómo afectaba las relaciones interpersonales y de familia?

Mucho. Hay que recordar que no estamos hablando de un conflicto que se libre solo entre los grandes actores. Incluso en el caso del de terrorismo, no se trata solo de una lucha entre las células terroristas y el aparato policial del Estado. No, en Euskadi estamos hablando de una conflictividad que permea absolutamente todas las relaciones sociales.

Eso, claro, lo sientes cuando estás adquiriendo conciencia política en el colegio o el instituto. ¿Con qué grupo de amigos o amigas estás? Allí se empiezan a marcar las diferencias políticas que pueden llevar a un desgarro de las amistades. También puede dar pie a una convivencia, o incluso una amistad más allá de las diferencias políticas. Pero esas diferencias siempre están ahí. Lo mismo ocurre a nivel familiar. Hubo familias que se rompieron absolutamente.

¿En su casa se hablaba de política? ¿Sabía a qué partidos votaban sus padres?

No, la verdad es que no. Bueno, lo que sí sabíamos es a quién votaba mi abuela porque siempre votó al PNV. De hecho mis hermanos y yo siempre la chinchábamos por su lealtad al partido. Pero mis padres nunca hablaban de política con nosotros, tampoco discutían, a pesar de que políticamente mi padre siempre ha sido bastante más conservador que mi madre. Igual se debía también a que los dos trabajaban fuera de casa con horarios muy esclavos. Mi padre tenía un restaurante y mi madre una tienda; cuando ella cerraba la tienda, se iba a trabajar al restaurante con mi padre.

El tema de la violencia es central en los cuatro libros que publicó desde su regreso a España hace cinco años, sea en torno al conflicto vasco (en El eco y Mejor la ausencia); la violencia de género, también psicológica (en Formas de estar lejos); y ahora, en Los ojos cerrados, la violencia de la Guerra Civil. ¿Hasta qué punto para usted esas diferentes formas de violencia acaban siendo manifestaciones de un fenómeno que, en el fondo, es el mismo?

Es una pregunta complicada. Aunque las formas de violencia están interrelacionadas y obviamente hay estructuras que se repiten, creo que es necesario diferenciar entre ellas. En el caso del conflicto vasco y de la Guerra Civil, por ejemplo, es muy claro el papel de los procesos políticos e históricos, así como de los diferentes poderes públicos —los grandes actores— en el ejercicio de la violencia. Lo que ocurre es que identificar a los grandes responsables de la represión no es suficiente para entender o explicar la violencia y sus consecuencias, precisamente porque se va reproduciendo a nivel individual e interpersonal.

La violencia entra en la vida cotidiana; entra a los hogares, a los cuerpos. En el caso de la Guerra Civil y del franquismo esto se ve claramente en la represión contra la mujer, cuyo cuerpo se convierte en el objeto de venganzas y humillaciones. La violencia política contra la mujer es violencia de género. Ahora, esa represión sistemática no es comparable con el maltrato en el ámbito privado que describo en Formas de estar lejos. Son fenómenos diferentes. Sin embargo, lo que les une es una concepción de la mujer como un ser inferior, como objeto de violencia y de descargo de las frustraciones. Y esa concepción responde a un patrón de comportamiento que es social y cultural: un comportamiento aprendido. 

Casi más que en la violencia en sí, sus libros se ocupan de las huellas que deja: sus legados en las personas.

Ahí también hay paralelismos. Por ejemplo, el papel del silencio. Las actitudes de indiferencia que silencian a la víctima, que la arrinconan, las describo con respecto al conflicto vasco en mis primeros dos libros. Pero se ve una lógica similar en Los ojos cerrados. Fíjate que todo esto no lo pienso así cuando estoy escribiendo ficción, pero es verdad que mis tres novelas tienen un fondo común. 

En El eco de los disparos investiga cómo la imaginación artística —el cine, la ficción— puede ayudar a una comunidad a superar los legados de violencia. Sus tres novelas son casi una puesta en práctica de lo que describe analíticamente en El eco

Cuando acabé El eco, me daba cuenta de que el ensayo no llegaba a muchas cosas donde a mí me interesaba llegar. Descubrí que la ficción te abre caminos que el ensayo no te permite seguir. Y no tardé mucho en convertirme en una yonki de la ficción. [Risas] Es que me ayuda a acceder a lo que más me interesa, que es el plano de la experiencia. La ficción me permite imaginarla desde un punto de vista íntimo: imaginar esas vidas rotas desde los afectos y desde los cuerpos. 

En El eco también deja claro que no toda creación artística es igual de exitosa en ese sentido. Critica obras que se dejan tentar por la sentimentalidad y el moralismo. A la hora de escribir, ¿cuánto le cuesta evitar esas trampas, que por otra parte son tan comunes en la literatura sobre los episodios violentos de la historia española?

Las tengo muy presente. Soy muy consciente del cliché y de la manipulación sentimental. Para mí es uno de los grandes peligros de la literatura, sobre todo cuando estás escribiendo sobre este tipo de temas. Yo escribo con mucha meticulosidad y trabajo mucho la reescritura. Hay un largo proceso de destilación en el que me esfuerzo por no caer en el melodrama o el exceso sentimental. No puede haber la más mínima manipulación sentimentaloide del lector, ni el más mínimo tufillo a cursilería. 

Tener narradores niños —como la niña Amaia en Mejor la ausencia o Pedro en Los ojos cerrados— ¿complica o facilita ese proceso?

Lo complica. Con narradores niños es fácil caer en la cursilería de los diminutivos, en la simplicidad del pensamiento o el sentimentalismo. Por tanto, hago un trabajo muy consciente de ponerme en su cuerpo, en su mirada, en su lenguaje, pero sin pensar que son más tontos que yo por tener menos edad. Ni tampoco son inocentes del todo. Yo creo en la inocencia de las niñas y los niños, pero también creo que ven cosas que igual a los adultos se nos escapan. Y aunque pueden no ser capaces de procesar lo que viven en un lenguaje narrativo tan coherente como el nuestro, sí son capaces de narrarlo de su manera. 

Si la violencia y sus legados son una preocupación central suya, también lo son las formas de superarlas. ¿Qué paralelos ve allí entre el conflicto vasco y el legado de la Guerra Civil y el franquismo? Como sabemos, las víctimas de ETA tienen un estatus legal que la judicatura y legislación españolas aún se les niega a las víctimas del franquismo. Y mientras la derecha española suele subrayar la necesidad de la memoria en torno a Euskadi, la minimiza con respecto a la guerra y la dictadura. Usted misma, en El eco de los disparos, escribe “Sin un reconocimiento de responsabilidad colectiva en el conflicto será imposible una restauración real”. En el contexto de la Guerra Civil, en cambio, hablar de responsabilidad colectiva nos llevaría al odioso terreno de la equidistancia…

Son dos procesos bastante diferentes. Con la Guerra Civil y el franquismo tenemos un responsable máximo que busca el exterminio de toda disidencia, y una Transición en la que no ha habido ni verdad ni justicia ni reparación para las víctimas. Ahí no tiene sentido hablar de responsabilidad colectiva. El conflicto vasco es más complicado porque está, por un lado, la responsabilidad de ETA y el entorno que la apoyó y, por otro, el terrorismo de Estado y la violencia policial.

Pero después está también la responsabilidad que tenemos como sociedad, cuya mayoría mantuvo un silencio con respecto a las víctimas de una u otra parte. En El eco, me pregunto cómo podemos articular esa responsabilidad a través de la cultura. ¿Qué podemos hacer para, de alguna manera, reconocer nuestras complicidades? Abogo por la creación de espacios hospitalarios para el debate público sobre estas cuestiones. 

Como extranjero, aprecio la diversidad de miradas que genera la plurinacionalidad del Estado español. Políticos como Mertxe Aizpurua o Aitor Esteban, me parece, puede permitirse formular verdades en Madrid que a los madrileños les resultarían tabú, por más que después, en la propia Euskadi, se topen con sus propios tabúes. Su mirada, ¿es una mirada vasca en ese sentido?

La verdad es que me cuestan las definiciones identitarias, vasca no vasca… Sí creo que tengo una mirada externa, periférica a todo. Me fui de mi pueblo con dieciocho años. Después, me pasé casi otros dieciocho en Estados Unidos. Por un lado, he vivido y sentido la realidad vasca como propia y me ha afectado y me sigue afectando todo lo relacionado con ella; por otro, también la veo desde un grado de separación. En mi mirada creo que también influye mi formación académica.

Hablando de formación académica, me impresiona —bueno, me inspira cierta envidia— la valentía que supuso abandonar su carrera universitaria. Cuando decidió regresar, ¿consideró presentarse a una plaza en España?

[Risas] Eso ni me lo planteé. 

Su regreso, por tanto, también ha supuesto una reinvención de sí misma, de académica a escritora e intelectual pública. 

Eso es. Ha sido y sigue siendo otra universidad. He tenido que aprender a escribir de otra manera, por ejemplo. También el trabajo en la radio está siendo un aprendizaje que disfruto muchísimo. Pero bueno, también me he llevado alguna hostia que otra. [Risas] Hay muchos juegos de poder, muchos intereses que desconoces cuando llegas de nuevas y de vez en cuando pisas un callo o metes la pata. Pero bueno, eso no hace que me autocensure ni que me frustre demasiado. La verdad es que me estoy divirtiendo mucho.

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