Cultura
Sobre la muerte del padre, la orfandad y María San Miguel
"Se puede conservar la fantasía de seguir siendo joven hasta que muere el padre o la madre. Entonces, el tiempo se estanca de tal manera que nunca fue tan rápido, y se vuelve tan evanescente que ya nunca más lo darás por descontado. Por siempre jamás serán ausencias, por nunca más, testigos de lo importante".
Este artículo llega tarde. O, al menos, tarde por ahora. Pero trata sobre el duelo, ese proceso que hace estallar el concepto del tiempo por los aires; y sobre la muerte del padre, que siempre llega pronto, demasiado pronto. Y el padre de María San Miguel murió hace un año, y el de la cantante Sofía Comas hace cinco, y el de su compañera Sílvia Pérez Cruz hace una década. Entonces ella escribió y grabó su primer disco en solitario, 11 de Novembre. Y yo, sin haber escuchado nada de él aún, viajé a Barcelona para asistir a su presentación en el Palau de la Música. La voz de la cantante de Palafrugell me provocaba sensaciones muy atávicas y quería saber más sobre aquella capacidad para deshacer nudos en las gargantas ajenas a través de su voz. Cantó Diluvio Universal y yo creí experimentar el desgarro de quedarse huérfana.
Ay, no me quites el pañuelo
cuando me veas llorar,
porque grandes son mis penas
y llorando me consuelo…
Ay, vidrieritas de cristal,
si mi corazón tuviera
vidrieritas de cristal,
te asomaras y lo vieras,
chorros de sangre llorar.
No sé qué tiene la hierbabuena
que tanto huele…
Ahora es la dramaturga María San Miguel la que se sube a escena junto a su madre, María José Santos, para afrontar juntas la muerte y el duelo por la muerte de Bernardo San Miguel, su padre y esposo, respectivamente, superviviente de tres cánceres, de un acoso laboral –que le provocó una depresión–, y que terminó muriendo por lo débil que le dejó sobrevivir también a la COVID-19.
Ya no la pueden ver, porque se acabó su tiempo en la sala madrileña Mirador, pero volverá a esta o a otras, y estarán avisados. Y mientras, quienes vivan en Madrid pueden ir sacando su entrada para su siguiente espectáculo, Y llegar hasta la luna, un “un experimento basado en la belleza y en la libertad sobre la relación de nuestros cuerpos con el espacio”, como anuncia en sus folletos el Centro Dramático Nacional, donde se estrenará.
San Miguel crea obras escénicas a imagen y semejanza de cómo piensa: un teatro en el que las dudas, las inseguridades, las contradicciones y los conflictos con una misma ocupan el lugar central. Porque es desde los nudos de este enredo que es la vida desde donde nos muestra nuevas perspectivas desde las que mirarla. Y es esa honestidad de saberse una “trabajadora de la cultura”, como se presenta, la que le permite ser vanguardia sin pretenderlo, abrirse en canal no solo sin resultar narcisista, sino consiguiendo que al adentrarnos en sus entrañas seamos nosotras quienes nos vemos.
En I’m survivor, María San Miguel reconstruye junto a su madre la búsqueda de un nuevo sentido que sigue a la muerte de un ser querido. Como explicó en el coloquio posterior el actor Juan Diego Botto, también huérfano por la desaparición de su padre por parte de los responsables de la dictadura militar argentina, y gestor de la sala Mirador, “en esta obra somos testigos de cómo vais haciendo el duelo a la vez que lo hacéis”.
Por eso esta obra tiene algo de catarsis colectiva, pero sobre todo porque a través de la muerte del padre en plena pandemia se desarrolla un retrato de los miedos, la soledad, la parálisis y la ansiedad que han determinado la vida de millones de personas el último año. Y hay una pregunta que sobrevuela toda la obra: ¿recuperaremos algún día esa sensación de alegría despreocupada y cotidiana que nos acompañaba algunos días? ¿O no habrá manera de despegarnos del cuerpo esta pena tan grande que parece anegarlo todo?
Cuando la muerte es el punto de partida, como en esta obra, es cuando nos damos cuenta de que la vida iba en serio, como comenzaba aquel mazazo de poema de Gil de Biedma, en el que nos recordaba que siempre comprendemos demasiado tarde que nunca volveremos a ser jóvenes. Y se puede conservar la fantasía de seguir siendo joven hasta que muere el padre o la madre. Pero entonces, el tiempo se estanca de tal manera que nunca dio tanto vértigo y se vuelve tan evanescente que ya nunca más lo das por descontado. Por siempre jamás serán ausencias; por nunca más, testigos de lo importante.
“El próximo espectáculo, si tengo hijos… Antes pensaba que sería un día muy feliz y ahora soy consciente de que lo será, pero también muy triste porque él ya no estará para verlo. Me he sentido estafada porque creo que no se habla de la muerte en esta sociedad”, me explicaba María al día siguiente de ver su obra. Hasta el salón nos llegaba el olor a las verduras que la madre asaba en la cocina, mientras el sol entraba en el salón del apartamento en el que se quedan.
Porque María se ha vuelto a vivir a Valladolid tras la muerte del padre, aunque siga yendo a Madrid para trabajar. “Tiene que ver con estar más cerca de él, de las raíces”. Y tuvo clarísimo que la vida no volvería a ser la misma, aunque siguiese transcurriendo, y a ratos todo le parezca “una chorrada”, y otros, todo se le haga más difícil, sienta que ha perdido “el control” o que hay cosas que no concuerdan con quién es ella, cómo ha sido educada y con lo que debería sentir. “Echo de menos una figura masculina cerca, y eso me vuelve loca porque no me han educado así, soy feminista, pero sí que lo relaciono con esa protección que he perdido al quedarme huérfana”.
Antes de cada representación, María quería largarse del teatro y, después de cada una, su madre se preguntaba por qué lo hacía si se le quedaba un nudo de dolor dentro. Y, al mismo tiempo, seguían, porque en el caso de la hija, “el teatro es mi vida, porque creo que puede ayudar a otras personas a hacerse preguntas sobre lo que estamos viviendo, porque creo que aún no somos conscientes de la magnitud de lo que nos está pasando…”. Y su madre, porque tenía que hacer posible que su hija cumpliese con lo comprometido: estrenar esta obra en el Festival de Otoño de Madrid.
Y lo hicieron: María se puso la camisa hawaiana de su padre y María José un vestido rojo, como con el que le gustaría haberse casado en aquella celebración que fue la primera que ofició un alcalde en España desde la II República. Porque I’m a survivor también es un homenaje a quienes se dejaron la piel y la juventud construyendo una democracia en los pueblos y provincias olvidadas, lejos de los focos y de las grandes remuneraciones: hacer, llevar, amasar, enseñar la democracia como las maestras y maestros hacen, llevan y enseñan el conocimiento en el colegio, como los panaderos y panaderas hacen posible el pan: desde el principio, desde la base.
El texto de San Miguel, que escribió en poco más de una semana, recoge una sucesión de frases que son como disparos de sal: “Ahora sé que ningún hombre me va a querer tanto y de manera tan libre y altruista como mi padre”, “Mi padre ha muerto”, “Ya no le voy a volver a ver”… Y, en realidad, no haría falta decir mucho más. Pero, si algo consigue María, es transmitir un respeto total hacia su público, al desdramatizar el mayor de los dramas e, incluso, llevarle a esas situaciones incómodas en las que, por fin, los automatismos dejan de funcionar: como cuando ella baila zumba –como hizo compulsivamente durante el confinamiento–, mientras observamos cómo su madre se abandona a la tristeza.
“Detesto ir al teatro o leer un libro y encontrarme con que hay un momento que está puesto ahí para que me emocione. Me parece obsceno decirle a alguien lo que tiene que pensar o sentir. Yo propongo esto y tú, si te apetece o puedes, te lo llevas a tu casa y piensas lo que quieras. Por eso me parece indigna la pornografía emocional, esa posición de superioridad respecto a quien te está viendo”, me explicaba en esta conversación que puedes escuchar completa y para la que no hay fechas de estreno ni de última función.
María sabía bien que los duelos que no se aceptan y dejan brotar, se gangrenan y pudren. Lo aprendió con su trilogía sobre la violencia en Euskadi conformada por los montajes Proyecto 43-2, La mirada del otro y Viaje al fin de la noche. Una indagación sobre el terrorismo de ETA, del GAL y de la violencia policial en la que lleva trabajando una década. Por eso María, cuando nos sentamos a hablar, es como una catarata sobre la que va deslizándose palabras, ideas, preguntas… en ese pensar juntas que es una conversación, en esa vocación pública de la conversación que es una entrevista.
Porque si todavía queda tanto por explorar en cuestiones tan universales como la muerte de padre, el duelo y la orfandad, es porque seguimos sin entender que solo desde la experiencia individual, la subjetividad y la imaginación podremos ahondar en su verdadera comprensión. El duelo, dicho así, en abstracto y global, no es nada. El duelo es María San Miguel preguntándose si algún día podrán echar las cenizas en el mar Cantábrico, Sofía Comas subiéndose a un escenario para cantarle a un padre que nunca verá cómo de vivos nos hace sentir a los vivos su hija, o Silvia Pérez Cruz haciéndonos cantar al Pare meu en catalá, brasileiro o gallego.
Porque no debería hacer falta acumular toda esta pena para darnos cuenta de que o paramos y atendemos a la vida o la vida nos pasará por encima sin que nos demos cuenta. Y, entonces, será demasiado tarde. Y las cosas importantes siempre pasan demasiado pronto.
Aunque siempre nos quedará la memoria.
Ja fa tant temps que no estic sol
Que no tinc temps de mirar enrere,
Però de vegades el passat
Se’t fa present quan menys l’esperes
I et salta a la memòria,
I et salta a la memòria,
El record que no has cridat.
El pare m’omple el got
Amb un bon vi de la Rioja
O des del cotxe em desitja sort
Moments abans d’entrar a l’escola.
Me ha encantado. Muchísimas gracias.