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La liberación de las impostoras

En la represión del patriarcado de la que apenas comenzamos a ser conscientes hay elementos especialmente indignantes. De los golpes, los asesinatos y las violaciones, de los agravios y la discriminación al menos se habla –nunca lo suficiente, porque si no, no se perpetuarían– pero otros factores permanecen tan interiorizados que pasan desapercibidos, minando la confianza de esa mitad de la población femenina desbordada por tantas luchas simultáneas.

Tomar conciencia, poner nombre y verbalizar la sutil campaña de desprestigio que acompaña a la mujer es el punto de inicio obligado para el cambio. Han sido demasiados siglos sin saber cómo describir la humillación del toqueteo, del abuso verbal al que se mal llama piropo y de los intentos masculinos para dirigir nuestras vidas. La condescendencia paternalista, la invisibilización de la mujer a lo largo de la Historia y el silenciamiento, aún hoy, de las voces femeninas –miren los cargos directivos, miren los medios de comunicación– no son inofensivos, sino una estrategia secular diseñada para que el poder de los hombres no se sienta amenazado y para que las mujeres asuman su condición de sometidas.

Pero la toma de conciencia, acelerada por #MeToo, está cambiando esa realidad. Hace unas semanas tuve la oportunidad de entrevistar a la periodista Elisabeth Cadoche y la psicoterapeuta Anne de Montarlot, autoras de El síndrome de la impostora (Península), un libro esclarecedor sobre cómo se ha inculcado social y culturalmente a las mujeres un sentimiento de inferioridad –el síndrome en sí– que afecta a un vasto número de féminas en todas las facetas de su vida.

Resulta desolador comprobar que el bombardeo de estímulos de inferioridad –los micromachismos familiares que nos inoculan, sin saberlo, la diferencia frente a los varones, el cine que nos cosifica, la publicidad que idealiza cuerpos imposibles, el discurso machista que nos predestina a la supervisión– se ha enraizado tanto que casi resulta genético.

“En 2018, un estudio de investigadores de las universidades de Princeton, Illinois y Nueva York demostró que desde los 6 años las niñas piensan que son menos brillantes e inteligentes que los chicos y por tanto son menos proclives a llevar a cabo ciertas actividades que ellos. Eso está cambiando, pero demuestra que el síndrome está anclado en nuestro ADN sin que nos demos cuenta. Incluso criando hijas en la autoconfianza, la realidad es que somos herederas de siglos de dominio e historia masculina, herederas de pautas sociales que siguen existiendo”, explicaba Elisabeth Cadoche. 

El síndrome del impostor no está concebido exclusivamente para las mujeres –como el resto, fue descrito en masculino– pero sí afecta a muchas más mujeres que hombres. Ellas dudan más de sí mismas porque hemos sido criadas para ser un imposible: extraordinarias, inmaculadas, serviles e infatigables. “Está tan integrado en el inconsciente que comienza desde el colegio, y también en la forma en que los padres educan a sus hijos”, apunta De Montarlot.

“Cuando escribimos el libro nos dijeron que es un problema generacional, que solo afecta a mujeres de más edad porque habían sido educadas de cierta forma mientras que las jóvenes sí tienen confianza en sí mismas, pero a medida que entrevistamos a mujeres nos dimos cuenta de que no es así. Las más jóvenes tienen más complejos y falta de confianza en aspecto, ese cuerpo femenino víctima del marketing. A partir de los 16 años son sometidas a acoso en las redes sociales y eso les hacer perder autoconfianza. El mundo está cambiando, se están creando comunidades de pensamiento positivo y podemos integrarnos en ellas, pero la otra cara de la moneda nos muestra que hay jóvenes que frecuentan las redes para verse reflejadas en la vida soñada y eso va atacando su autoconfianza de forma importante. No es un problema generacional, sino de percepción”, prosigue Elisabeth.

En la percepción de nosotras mismas radica el cambio, pero el desafío de pensar contracorriente no es fácil de asumir. Es complicado reparar en el doble rasero con el que ellos nos perciben y que nosotras hemos asimilado durante toda la Historia, inconscientes de que podíamos rebelarnos.

Nos percibimos cuestionadas, y eso nos lleva a un extremo ejercicio de superación para demostrar que estamos a la altura de ellos –y no, nunca lo estaremos ante sus ojos porque no somos hombres– que genera diferentes tipologías de impostoras: la perfeccionista (un intento desesperado para que no salga a flote nuestra ineptitud que abarca cualquier esfera, desde la profesional a la doméstica y que nos lleva a niveles de perfección absurdos), la experta (la sensación de que sólo somos competentes si tenemos un control total de nuestra especialidad), la independiente (que prefiere demostrar en solitario que puede hacer lo mismo que todo un equipo para reafirmar su capacidad), la superdotada (no solo tiene que ser la mejor, también la primera y con el menor esfuerzo), la entregada (víctima del espíritu de sacrificio que nos presuponen) y la falsa confiada, que presume de una desbordante confianza en sí misma para esconder sus dudas.

Todo en aras de ser aceptadas por ellos como iguales aunque eso solo será posible con décadas de educación de los hombres, los únicos que dudan de ello. Nos percibimos inferiores incluso sabiendo y reivindicando que somos iguales, sin saber -aunque quizás intuyendo- que nunca estaremos a la altura de las expectativas creadas precisamente para mantenernos a raya, sin amenazar al patriarcado.

Eso implica que nos creamos menos preparadas para un trabajo: el libro cita una tesis realizada en 2018 para examinar la relación entre género y la carrera de Medicina: a la pregunta de ¿Dudas de tus capacidades para hacer una carrera en un hospital universitario?, el 62,4% de las mujeres respondió sí, mientras que solo el 17,7% de sus compañeros varones dudaban de sí mismos. En el subgrupo de quienes afirmaban querer desempeñarse en un hospital universitario, el 54,5% de las mujeres dudaban de sí mismas frente al 0% de los hombres. Seguramente esa falta de confianza explica que aceptemos –a regañadientes, pero siempre educadamente– que se nos calle en las tribunas públicas.

Según el Instituto Nacional del Audiovisual francés, las mujeres hablan la mitad del tiempo que los hombres en los medios de comunicación, habitualmente porque son interrumpidas por ellos: hace algunas semanas una reputada experta en constitucionalismo norteamericano me confesaba cómo le habían callado al grito de “histérica” en un debate cuando puso de manifiesto que la democracia en Estados Unidos está en riesgo. El inculcado sentimiento de inferioridad también ayuda a comprender por qué no nos atrevemos a mostrar autoridad o hacer uso del humor en público, esferas históricamente asignadas a hombres, los mismos que copan la Historia a fuerza de anular a cualquiera que ensombrezca su monopolio del poder. 

Las mujeres hemos sido criadas en la fragilidad, queremos mantener un perfil bajo para que no nos juzguen. Hay un doble lenguaje: a las mujeres se nos comenta el aspecto físico mientras que a los hombres se les comentan sus acciones, y ocurre a todos los niveles. Si son autoritarios, es porque tienen mucho carisma; si son autoritarias, es que son arrogantes”, explica Elisabeth. “Debemos tener mucho cuidado con el lenguaje que utilizamos, porque muchas veces criticamos nuestro aspecto físico, y debemos parar de hacerlo. Debemos ser más indulgentes porque si no, participamos de esa tendencia de la sociedad. Si nos castigamos nosotras mismas, ¿cómo no lo van a hacer los hombres?”, añade. 

“Tendemos a ser invisibles porque siempre hemos sido invisibilizadas. Tuvimos que esperar a Michelle Perrot y a su Historia de las Mujeres en Occidente para tener una historia de las mujeres, antes era la historia de los hombres y a nosotras se nos pedía que no ocupásemos lugar. La vida y la sociedad estaba hecha por y para hombres y sólo hoy vemos un relato distinto. Hay estudios sobre la Prehistoria que rebaten la imagen de mujeres pasivas, encerradas en cuevas y a las que arrastran del pelo es falsa: ahora se sabe que participaban y eran cazadoras recolectoras como los hombres. En la Edad Media compartían responsabilidades pero en el siglo XVII los hombres decidieron que las esferas de poder eran de su propiedad, y se relegó a la mujer a la esfera privada, a hacer hijos, ocuparse del hogar mientras que ellos dirigían la esfera pública”, detalla Elisabeth.

“Sigue habiendo poca representación en la esfera pública y mientras persista, las niñas seguirán sin modelos. Cuando Kamala Harris llegó al poder y dijo que no será la última, niñas y jóvenes de todo el mundo descubren que ellas también pueden ser eventualmente presidentas o vicepresidentas y eso es importantísimo. La invisibilidad ha durado mucho tiempo, hay aún muchos hombres que se aferran al poder y hasta que no lleguemos a una verdadera igualdad, las chicas jóvenes no sabrán que tienen su propio lugar en la sociedad”. Ante el juicio permanente de los demás –nunca se es demasiado joven, demasiado experta, demasiado eficaz, demasiado delgada ni demasiado inteligente– surge la tentación de ser invisibles, una salida desesperada ante la agresión social permanente que juzga desde nuestros cuerpos hasta nuestro tono de voz.

“Hay que huir de la autoinvisibilización y la autocensura. Cuando una mujer se expresa de forma firme es una histérica, si lo hace un hombre demuestra su capacidad de liderazgo. Los clichés de género siguen muy activos incluso entre mujeres, que han interiorizado el patriarcado. Es corriente sentirse fuera de lugar incluso cuando no lo estamos, porque nos critican. Es un proceso aún por ganar”, lamenta por su parte Anne de Montarlot. El demonio está demasiadas veces dentro de nosotras, juzgando nuestros cuerpos, cuestionando nuestro talento y nuestro carácter, maximizando nuestros errores. Naos lleva a cambiar para satisfacer a los demás, no a nosotras mismas.

“En el libro, citamos el caso de una mujer que tomó clases de entonación para que su voz fuera más grave, porque se la criticaba porque su voz era demasiado aguda”, recuerda Elisabeth, antes de que Anne mencione el caso de Margaret Thatcher, que recibió clases para adquirir una voz de mando acorde al estándar masculino. El demonio de la falta de confianza rebaja nuestros éxitos y amplifica nuestros fracasos, lo cual nos lleva a ser más cautelosas y menos ambiciosas.

“Los hombres adoptan más riesgos porque consideran que si se equivocan no es tan grave. Tienen integrado el fracaso como parte del aprendizaje, mientras que las mujeres perciben el fracaso como algo destructivo que nos paraliza. No concebimos fracasar, y tenemos tanto miedo del fracaso que nos hacemos perfeccionistas. Y luego está el problema de la atribución. Un hombre que suspende un examen achaca el suspenso a su profesor, si lo aprueba se considera un genio. En cambio, si una mujer suspende se dice a sí misma que es nula, pero si aprueba se dice ‘qué suerte he tenido’”, recuerda Elisabeth. 

El libro alberga varios tesoros: descubrir que nuestro peor enemigo está en nosotras mismas y que una mínima introspección y algunas reglas básicas pueden poner límites al destructivo síndrome que nos caracteriza a tantas mujeres. Resulta desasosegante saber que esa conciencia suele venir con la edad –a partir de los 60, establece un estudio del Psychological Bulletin, cuando nos liberamos de esas rígidas normas culturales que nos subyugan– pero siempre llega. Y el proceso se puede acelerar mirándonos de forma amable. Uno de los grandes enemigos es el culto al cuerpo femenino, campo de batalla en el que ni nosotras nos damos tregua.

“Muchas mujeres odian su cuerpo, estamos en permanente lucha con el mismo. Por eso es tan importante cesar las comparaciones, comprender que las imágenes con las que nos bombardean no son reales sino fotos retocadas. Hay que pasar por la aceptación, que es muy difícil porque la sociedad nos mantiene en un total estado de ansiedad para que compensemos mediante el consumo nuestra inseguridad. Hay que ser más compasivas con nosotras mismas, conocer nuestros valores, encontrarnos para poder aceptarnos”, aduce Anne.

Estamos intoxicadas con el veneno de la perfección –del que se aprovecha el sistema para que produzcamos el doble a la mitad de precio– y de la discreción que nos impedía –hasta ahora– denunciar el doble rasero. “La toma de conciencia creemos que viene del #MeToo, porque ya existía información del problema pero no había una denuncia activa. El hecho de que nos atrevamos a denunciar nos permite comprender que no debemos tener vergüenza y ser conscientes de que no podemos permitir determinadas cosas. Se nos dijo que no debíamos hablar de ciertas cosas, y es al contrario: cuanto más hablamos, más nos apropiamos de la narrativa y más podemos denunciar”, propone Cadoche. 

No hay que olvidar que el veneno es bidireccional. Nos dañamos rebajando nuestros méritos y dañamos a otras mujeres a las que juzgamos en un pueril intento de reafirmarnos, de considerarnos mejores que ellas, cayendo en la trampa patriarcal que ridiculiza al género femenino para preservar la pretendida superioridad del masculino y esconder sus propias carencias. Nos han engañado para ser nuestro peor enemigo y de esa forma debilitarnos, porque mientras no seamos fuertes juntas y no creamos en todas nosotras, seremos pasto de vulnerabilidad.

Por eso Elisabeth afirma que “no debemos transmitir esa imagen que tenemos de nosotras mismas, porque sería como asesinarse. No podemos recomendar a nuestras hijas que hagan régimen, porque puede acabar con su autoestima. Debemos dejar de juzgar a las mujeres, de meternos en sus vidas, de inmiscuirnos en los asuntos de los demás y eso se aplica a todos. Hay que educar a la sociedad, a hombres y mujeres, para cambiar las miradas”. 

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