Opinión
El misterio del Ministerio de Cultura
"El ministerio no es ni mucho menos el único lugar desde el que llevar a cabo iniciativas culturales que hagan de cortafuegos al avance de unas derechas integristas, pero es uno, y no le vemos hacer nada al respecto".
Vivimos un momento político en el que las derechas han entendido que movilizar lo simbólico da votos. Han entendido la importancia de la cultura para hacer política. La cultura en un sentido amplio, como todo el conjunto de símbolos y percepciones de la realidad que otorgan significado a nuestra vida un común y le dan propósito.
En el último lustro, y en parte como reacción a la llegada de Podemos a las instituciones –partido nacido de una movilización ciudadana en pro de la resignificación y transformación del consenso del 78–, las derechas se han comprometido con lo que suele llamarse la “batalla cultural”. El partido populista de ultraderecha Vox, por ejemplo, ha nacido para darla, y está avanzando posiciones gracias a ello. La mayor parte de su discurso público se centra en la remoción de los consensos que identifican la democracia con las culturas del pluralismo, la integración y los derechos humanos. Sus propuestas programáticas son endebles y a la contra. Su orientación económica es tan conservadora, regresiva y neoliberal como la de cualquiera de las otras dos formaciones de derechas, Partido Popular y Ciudadanos.
En lo que Vox es propositivo y donde está logrando liderar a las derechas en España –como suele decirse, imponiéndoles su agenda–, es en el terreno de lo simbólico/cultural. Para el populismo de ultraderecha es prioritario proteger la bandera, el himno, la corona, la lengua española y la identidad nacional en aras de reformar el Estado español en unitario, suprimiendo las autonomías y cualquier expresión de diversidad cultural que amenace la soberanía nacional y la integridad del Estado.
El Estado que Vox propone no solo se delimita sobre una idea de integridad que responde a la falacia de que hay un diseño territorial eterno de una España que estaría bajo la amenaza de inmigrantes e independentistas, sino que es un Estado integrista porque su existencia se fundamentaría en la supresión de la diversidad; de toda manifestación de diversidad. Vox propone un integrismo de Estado que se resolvería en la supresión de todos aquellos y aquellas que manifiesten discrepancia, falta de lealtad y acuerdo con su idea de lo que, culturalmente, es España.
Para garantizar esta reconceptualización del Estado necesitan recurrir a dos instrumentos aglutinantes: la historia –manipulada en línea con la tradición franquista y presentada en forma de gesta– y la religión católica –esencia misma de lo hispano–. Se propone el fomento de tradiciones que conforman la identidad nacional española que Vox imagina –en clave integrista– y de devolver a España su condición de liderazgo en la forja de la civilización occidental. Ahí es nada. Una España integrista y neoliberal, dentro de la Europa que propone el grupo de Visegrado, con el que la ultraderecha española se identifica y alinea. Una Europa donde ni las feministas, ni los inmigrantes, ni los pobres, por poner algunos ejemplos, ni ninguna forma de identidad al margen de la impuesta desde el Estado, en suma, tienen cabida. En ese mundo paralelo, todas somos el judío; todas somos el otro, el enemigo.
En resumen, el populismo de ultraderecha ha venido para hacer las mismas políticas que las derechas tradicionales en materia económica, revistiéndolas de una épica civilizatoria para lo que se presenta como un proyecto político con una importante dimensión cultural.
Conforme el partido Vox avanza posiciones con un discurso que a algunas nos puede provocar estupor pero que en los oídos de millones de votantes tiene resonancias promisorias –hacer España grande otra vez–, las izquierdas se han enfrascado en un supuesto debate entre quienes rechazan de pleno la importancia de las identidades –manifestaciones culturales de relaciones de poder– para hacer política y quienes, pareciendo entender que las identidades están ahí y a la altura de la segunda década del siglo XXI no necesitan el permiso de nadie para existir, se conforman con darles una discreta carta de naturaleza. En ese debate absurdo, las izquierdas pierden tiempo y ventajas. Para colmo, el gobierno de coalición integrado por Podemos y el PSOE parece haber dejado la cultura “en suspenso”.
Podemos resulta de la condensación de las energías de una “indignación” ciudadana sin precedentes. El 15-M es el espejo en el que la sociedad española se vio obligada a examinar sus cicatrices más profundas. Recordemos: había que revisar los consensos vigentes para que cupiéramos todas en un nuevo orden que pasaría –entre otras cosas– por la reforma constitucional. Había que cambiar el marco cultural en el que se pensaba la democracia española. Sin embargo, en este momento, Podemos, muy descapitalizado de cuadros vinculados al mundo de la universidad y de la cultura, en los que se apoyó en origen el proyecto, ha concentrado sus energías en gestionar las políticas de emergencia que puede diseñar y ejecutar desde su posición de socio minoritario del gobierno de coalición en el contexto de la pandemia. La cultura no está en el centro de su acción de gobierno y el ministerio correspondiente cayó del lado del PSOE.
Por su parte, el PSOE, instalado en una creciente moral de discreta victoria, ha lanzado un mensaje claro con relación a la cultura cuando, por ejemplo, ha tenido que nombrar ministros. Hasta tres desde el triunfo de la moción de censura que desalojó a los populares del gobierno de España. El nombramiento de Maxím Huerta y el de José Manuel Rodríguez Uribes –con el paréntesis de un profesional de la gestión cultural de trayectoria interesante, como fue José Guirao, nombrado por presión tras la salida de Huerta– son la prolongación más ochentera de un PSOE que no termina de creer en la cultura como un espacio de intervención social y democrática pero tiene muy buena sintonía con una parte del sector, la que comprende el mundo del cine y, por supuesto, los grandes grupos editoriales. Hoy en día el ministro del ramo, al que –todo apunta– Sánchez le dio la cartera en agradecimiento por el apoyo a su candidatura desde Madrid, y al que no se le conoce vinculación alguna con las industrias culturales ni sensibilidad de izquierdas en materia de gestión cultural, está parcialmente desaparecido.
Es cierto que las políticas culturales están transferidas en una medida importante, pero también lo es que el Ministerio de Cultura maneja un presupuesto de 1.148 millones de euros para 2021 y que le corresponde la gestión de instituciones estratégicas como el Prado, el Reina Sofía o el INAEM. El ministerio no es ni mucho menos el único lugar desde el que llevar a cabo iniciativas culturales que hagan de cortafuegos al avance de unas derechas integristas, pero es uno, y no le vemos hacer nada al respecto. La acción de este ministerio es, hoy por hoy, un misterio. ¿Estamos a tiempo de darle un rumbo a la política cultural de este país que anticipe y presente un proyecto de España democrática, diversa y participativa? Estamos, pero habría que hacer cambios, sobre todo, habría que hacer política cultural.
El Gobierno reconoce que las inscripciones eclesiásticas pueden ser inconstitucionales pero no las anulará y dejará que particulares y ayuntamientos litiguen con la Iglesia en los tribunales. Las asociaciones patrimonialistas sostienen que el Estado no puede eludir su responsabilidad en la recuperación de cientos de bienes de dominio público.
En el listado de los 34.961 bienes inmatriculados por los obispos entregado anteayer por el Gobierno al Congreso de los Diputados, habrá un buen número que le pertenezcan con seguridad. Pero otros cientos, quizás miles, serán propiedad de particulares o forman parte del ingente legado cultural español. En contra del compromiso de Pedro Sánchez contraído en su investidura hace justo ahora un año, su Ejecutivo no impulsará ninguna reforma legislativa para anular las inscripciones eclesiásticas, practicadas en virtud de un privilegio supuestamente inconstitucional, ni protegerá por ley aquellos bienes de valor histórico que puedan ser categorizados como dominio público…
https://laicismo.org/diez-ejemplos-que-prueban-que-las-inmatriculaciones-de-la-iglesia-son-una-cuestion-de-estado/239021