Cultura
[ADELANTO EDITORIAL] ‘La doble jornada’, de Arlie Russell Hochschild
La editorial Capitán Swing publica este ensayo sociológico en el que la autora explora la carga del trabajo doméstico. El libro ha sido traducido por María Luisa Rodríguez Tapia.
La doble jornada. Familias trabajadoras y la revolución en el hogar sigue siendo relevante más de treinta años después de su publicación original. La editorial Capitán Swing publica ahora este ensayo sociológico en el que Arlie Russell Hochschild explora la carga del trabajo doméstico y el mundo laboral con una perspectiva de género y clase. El libro ha sido traducido por María Luisa Rodríguez Tapia y llegará a las librería el 1 de marzo.
A continuación puedes leer un extracto del ensayo, correspondiente al primer capítulo: La aceleración familiar.
No es la misma mujer en todos los anuncios de las revistas, pero es la misma idea. Tiene ese aspecto de madre trabajadora que avanza decidida con la cartera en una mano y un niño sonriente agarrado a la otra. Va hacia delante, en sentido literal y figurado. Su cabello, si es largo, es una melena que le cae por la espalda; si es corto, está peinado hacia atrás, en una imagen de movilidad y progreso. No tiene nada de tímida ni pasiva. Parece segura de sí misma, activa y «liberada». Lleva traje de chaqueta oscuro, pero con un lazo de seda o un volante de color que anuncia: «Debajo de estas ropas, soy muy femenina». Ha triunfado en un mundo masculino sin sacrificar esa feminidad. Y lo ha conseguido sin ayuda. Con un esfuerzo personal, sugiere la imagen, ha conseguido aunar lo que ciento cincuenta años de industrialización habían separado: hijo y trabajo, el adorno y el traje de chaqueta, la cultura femenina y la masculina.
Cuando enseñaba una fotografía de una supermamá como esta a las madres trabajadoras con las que hablé durante mis investigaciones para este libro, muchas reaccionaban con una carcajada. Una empleada de una guardería, madre de dos hijos de tres y cinco años, echó la cabeza hacia atrás: «¡Ja, ja, ja! Bromean. Míreme, completamente despeinada, las uñas rotas, nueve kilos de sobre- peso. Por las mañanas tengo que vestir a mis hijos, dar de comer al perro, preparar las tarteras con la comida, hacer la lista de la compra. Esa señora tiene una criada». Ni siquiera las mujeres trabajadoras que contaban con ayuda en casa podían imaginarse compaginando el trabajo y la familia de forma tan despreocupada: «¿Sabe lo que supone un bebé para su vida, con la toma de las dos y la de las cuatro?». Otra con dos hijos afirmó: «No lo muestran, pero va silbando —imitó a una mujer que silbaba y miraba al cielo— para no oír todo el ruido». Todas envidiaban el estilo de la mujer con la melena al viento, pero no se parecía a nadie conocido.
Las mujeres a las que entrevisté —abogadas, ejecutivas, procesa- doras de textos, cortadoras de patrones, empleadas de guarderías— y la mayoría de sus maridos tenían diferentes opiniones sobre algunas cuestiones: hasta qué punto estaba bien que una madre con niños pequeños trabajase a jornada completa o cuánto trabajo debía asumir el marido en casa. Pero todos estaban de acuerdo en lo difícil que era criar a los hijos para una pareja en la que los dos trabajan.
¿Cómo se las arreglan las parejas? Cuantas más mujeres trabajan fuera de casa, más importante es esta pregunta. El número de mujeres que realizan un trabajo remunerado ha aumentado sin cesar desde finales del siglo XIX, pero se ha disparado desde los años cincuenta del siglo XX. Ese año, en Estados Unidos, el 30 por ciento de las mujeres se había incorporado a la fuerza laboral; en 2011, la cifra era del 59 por ciento. Más de dos tercios de las madres, casadas o solteras, trabajan fuera de casa; de hecho, de las mujeres con trabajo remunerado, son mayoría las madres. Las mujeres constituyen la mitad de la fuerza laboral y los matrimonios en los que trabajan los dos son las dos terceras partes de todas las parejas con hijos.
Ahora bien, el mayor incremento, con mucho, ha sido el de las madres con niños pequeños. En 1975, solo el 39 por ciento de las madres con hijos menores de seis años estaba en la fuerza laboral civil, trabajando o en busca de trabajo. En 2009, esa cifra había subido al 64 por ciento. En 1975, el 34 por ciento de las madres con niños menores de tres años estaba en la fuerza laboral; en 2009, el 61 por ciento. Y lo mismo con madres de hijos menores de un año: el 31 por ciento en 1975 y el 50 por ciento en 2009. Si ahora hay más madres con hijos pequeños trabajando, sería de esperar que hubiera más a media jornada, pero no es así: en 1975, el 72 por ciento de las mujeres trabajaban a jornada completa y en 2009, un porcentaje ligeramente superior. De todas las madres trabajadoras con hijos menores de un año, en 2009 el 69 por ciento tenía jornada completa.
Si hay más mujeres con hijos pequeños que trabajan fuera de casa y si la mayoría de las parejas no puede permitirse tener empleada doméstica, ¿hasta qué punto colaboran más los padres? Cuando empecé a investigar esta cuestión, encontré muchos estudios sobre las horas que hombres y mujeres dedican a las tareas domésticas y el cuidado de los hijos. Por ejemplo, una muestra aleatoria de 1.243 padres trabajadores llevada a cabo entre 1965 y 1966 por Alexander Szalai en cuarenta y cuatro ciudades estadounidenses descubrió que las mujeres trabajadoras dedicaban una media de tres horas diarias a las labores domésticas, mientras que los hombres dedicaban diecisiete minutos; las mujeres pasaban cincuenta minutos diarios dedicadas en exclusiva a sus hijos y los hombres, doce minutos. Por otra parte, los padres trabajadores veían la televisión una hora más que sus mujeres y dormían media hora más cada noche. Una comparación de esta muestra de Estados Unidos con otros once países industrializados de Europa occidental y oriental revelaba las mismas diferencias entre hombres y mujeres. En un estudio de 1983 sobre familias blancas de clase media en el área metropolitana de Boston, Grace Baruch y Rosalind Barnett descubrieron que los hombres trabajadores casados con mujeres trabajadoras solo pasaban con sus hijos pequeños tres cuartos de hora más a la semana que los hombres casados con amas de casa.
El trascendental estudio de Szalai documentaba la situación, hoy conocida pero todavía alarmante, de la «doble jornada» de la mujer trabajadora, pero me hizo preguntarme qué pensaban verdaderamente los hombres y las mujeres al respecto. Szalai y sus colegas estudiaron cómo empleaba la gente su tiempo, pero no, por ejemplo, qué le parecía a un padre pasar doce minutos con su hijo ni qué le parecía a la madre. Su estudio reveló la superficie visible de lo que descubrí que eran unos aspectos muy emocionales: ¿qué deben aportar un hombre y una mujer a la familia?, ¿hasta qué punto se siente valorado cada uno?, ¿cómo responde cada uno a los cambios sutiles en el equilibrio de poder conyugal?, ¿cómo desarrolla cada uno una «estrategia de género» subconsciente para afrontar el trabajo en casa, el matrimonio y hasta la propia vida? Estos eran los problemas esenciales.
Empecé, no obstante, con algo que se podía medir, que era el tiempo. Sumando el tiempo dedicado al trabajo remunerado, las tareas domésticas y el cuidado de los hijos, obtuve un promedio aproximado de los grandes estudios realizados en los años sesenta y setenta, y descubrí que las mujeres trabajaban aproximadamente quince horas más a la semana que los hombres. Al cabo del año, trabajaban un mes más, con jornadas de veinticuatro horas. Al cabo de doce años, un año entero de jornadas de veinticuatro horas. Si todas las mujeres sin hijos dedican a la casa mucho más tiempo que los hombres, las que tienen hijos dedican mucho más tiempo a la casa y a los niños. Igual que en el trabajo hay una brecha salarial entre hombres y mujeres, en casa existe una «brecha de ocio». La mayoría de las mujeres trabajan su turno en la oficina o la fábrica y un «segundo turno» en casa.
Los estudios muestran que las madres trabajadoras tienen más autoestima y sufren menos depresión que las amas de casa, pero, en comparación con sus maridos, están más cansadas y enferman más a menudo. En el análisis que hizo Peggy Thoits en 1985 de dos amplios sondeos, cada uno de aproximadamente un millar de hombres y mujeres, preguntó a cada persona con cuánta frecuencia había experimentado la semana anterior veintitrés síntomas concretos de ansiedad (mareos o alucinaciones, por ejemplo). Thoits concluyó que las mujeres trabajadoras eran el grupo con más probabilidades de sentir esa «ansiedad».
En vista de estos estudios, la imagen de la mujer con la cabellera al viento parece una tapadera optimista que oculta una triste realidad, como aquellas imágenes de los tractoristas soviéticos que miraban a lo lejos con una sonrisa radiante mientras pensaban en el plan quinquenal. El estudio de Szalai se realizó entre 1965 y 1966. Yo quería saber si la brecha de ocio que encontró entonces seguía existiendo o si había desaparecido. Dado que hoy en la mayoría de los matrimonios trabajan los dos, que lo harán más en el futuro y que la mayoría de las mujeres de esas parejas trabajan ese mes de sobra al año, yo quería comprender qué significa ese «mes extra» para cada persona, para el amor y el matrimonio en esta época con tan elevado número de divorcios.
Mis investigaciones
Mis colegas Anne Machung, Elaine Kaplan y yo entrevistamos minuciosamente a cincuenta parejas y yo llevé a cabo observaciones en una docena de hogares. Empezamos con artesanos, estudiantes y profesionales en Berkeley (California) a finales de los setenta. Era el apogeo del movimiento feminista y muchas parejas estaban realizando un esfuerzo serio y deliberado para modernizar las normas esenciales de sus matrimonios. Muchos, con horarios laborales flexibles y un intenso apoyo cultural, lo consiguieron. Como sus circunstancias eran poco frecuentes, se convirtieron en nuestro «grupo de comparación» mientras buscábamos otras parejas más representativas de la sociedad habitual de Estados Unidos. En 1980 utilizamos la nómina de una gran empresa urbana de manufacturación y enviamos al nombre que aparecía cada trece puestos un cuestionario sobre el trabajo y la vida familiar. Al final de las preguntas, preguntábamos a los miembros de parejas con hijos menores de seis años en las que los dos trabajaban si estarían dispuestos a acudir a una entrevista más detallada con nosotras. Las conversaciones que mantuvimos entre 1980 y 1988 con esos matrimonios, sus vecinos y amigos, los profesores de los niños, el personal de las guarderías y las niñeras forman la base de este libro.
Cuando llamábamos a las niñeras, muchas respondieron en línea con lo que nos dijo una de ellas: «¿Nos van a entrevistar a nosotras? Me parece bien. También somos humanas». O como esta otra: «Me alegro de que piensen que esto es un trabajo. Mucha gente cree que no». Nos enteramos de que muchas empleadas de guarderías, a su vez, tenían dos trabajos e hijos pequeños que las obligaban a hacer malabarismos, de modo que también hablamos de esas cuestiones.
Además, entrevistamos a hombres y mujeres que no formaban parte de parejas con dos empleos remunerados, padres divorciados que habían acabado hartos de ese tipo de matrimonios y otras parejas más tradicionales; nuestro propósito era ver hasta qué punto las tensiones visibles se debían específicamente al hecho de que trabajaran los dos miembros de la pareja.
Mi interés se centraba en las parejas casadas heterosexuales con niños menores de seis años, sus niñeras y otras personas de su entorno, en todo el recorrido de la escala social. Pero la doble jornada también es un problema crucial en muchos otros tipos de hogares, con parejas de hecho, gais, lesbianas, sin hijos y con hijos mayores. En particular, las parejas homosexuales parecen compartir con más frecuencia esa segunda jornada; en el caso de los gais, especializándose cada uno en determinadas tareas y en el caso de las lesbianas, llevando a cabo tareas similares.
Asimismo, observé la vida diaria en una docena de hogares al terminar la jornada laboral, el fin de semana y durante varios meses cada vez que me invitaban a salir o a cenar, o simplemente a hablar. Esperé muchas veces a la entrada de una casa mientras unos padres cansados y unos hijos hambrientos salían corriendo del coche familiar. Iba de compras con ellos, visitaba a sus amigos, veía la televisión y comía con ellos, paseaba por parques, los acompañaba cuando iban a dejar a sus hijos en casa de la canguro y muchas veces me quedaba con la niñera a observar cuando los padres se despedían. Cuando estaba en su casa, me sentaba en el suelo del cuarto de estar a dibujar y jugar a las casitas con los niños. Les observé mientras sus padres los bañaban, les leían cuentos en la cama y les daban las buenas noches. Casi todos querían acogerme en el entorno familiar y me invitaban a comer y hablar con ellos. Cuando se dirigían a mí, yo les respondía y a veces les preguntaba, pero no solía iniciar la conversación. Intentaba pasar tan inadvertida como un perrito. A menudo me sentaba en el salón y me limitaba a tomar notas sin decir nada. A veces seguía a la mujer arriba o abajo, acompañaba a un niño cuando salía a «ayudar a papá» a arreglar el coche o veía la televisión con ellos. En ocasiones me salía de mi papel y me unía a las bromas que solían hacer sobre su interpretación de la pareja de profesionales «modelo». O puede que bromeara con ellos como forma sutil de favorecer que se sintieran más a gusto y actuaran con más naturalidad. Durante un periodo de entre dos y cinco años, telefoneé o visité a esas parejas y permanecí en contacto con ellas, incluso cuando empecé a estudiar la vida cotidiana de otras —negras, chicanas, blancas— de diferentes estratos sociales.
Una de las cosas que preguntaba era lo que hacía cada uno de diversas tareas domésticas. Quién cocinaba. Quién pasaba la aspiradora. Quién hacía las camas, cosía, cuidaba las plantas, enviaba postales de Navidad y tarjetas de Janucá. ¿Quién lavaba el coche, arreglaba los aparatos, presentaba la declaración de la renta, cuidaba el jardín? También preguntaba quién se encargaba de la organización doméstica, quién se daba cuenta de cuándo había que cortar las uñas al niño, se preocupaba más por el aspecto de la casa o estaba pendiente de los cambios de humor infantiles.
Dentro del mes extra
Las mujeres con las que hablé parecían sentir un desgarro mucho mayor entre las demandas del trabajo y la familia que sus maridos. Hablaban con más agitación y más detalle que ellos sobre los conflictos que entrañaban. A pesar de lo ocupadas que estaban, solía gustarles más la idea de tener otra sesión de entrevistas. Sentían el problema de la doble jornada como algo propio y sus maridos, en general, estaban de acuerdo. Un marido al que llamé para concertar una entrevista, cuando le expliqué que quería preguntarle cómo organizaba su vida laboral y su vida familiar, me respondió en tono animado: «Ah, esto le va a interesar mucho a mi mujer».
Fue una mujer la que me propuso por primera vez la metáfora, tomada de la vida industrial, del «segundo turno», la doble jornada. Se resistía con todas sus fuerzas a la idea de que ocuparse del hogar fuera un «turno». Su familia era su vida y no quería equipararla con un trabajo. Sin embargo, como ella decía, «en el trabajo estás de guardia. Llegas a casa y estás de guardia. Luego vuelves al trabajo y estás otra vez de guardia». Después de ocho horas de ocuparse de reclamaciones de seguros, iba a casa a hacer el arroz para la cena, cuidar de sus hijos y poner lavadoras. Pese a su resistencia, la vida en casa era una jornada laboral más. Esa era la realidad y el auténtico problema.
Los hombres que compartían las tareas de casa parecían disponer de tan poco tiempo como sus mujeres y sufrir el mismo desgarro entre las exigencias de su profesión y las necesidades de los hijos, como veremos con las historias de Michael Sherman y Art Winfield. Pero la mayoría de los hombres no compartían la carga. Algunos se negaban directamente. Otros mostraban una actitud más pasiva, ofrecían un hombro sobre el que llorar y toda su comprensión cuando su mujer, también profesional, se enfrentaba a un conflicto que ambos consideraban exclusivo de ella. Al principio pensé que el problema de la doble jornada era solo de la mujer. Pero después me di cuenta de que, en muchos casos, los maridos que ayudaban muy poco en casa sufrían las consecuencias tanto como sus esposas, por el rencor que se creaba en ellas y por su necesidad de armarse de valor frente a ese resentimiento. Evan Holt, un vendedor de muebles al por mayor del que hablaremos en el capítulo 4, hacía muy poco en casa y jugaba con su hijo de cuatro años, Joey, cuando le venía bien. Al principio parecía que compaginar el trabajo y la familia era un problema de su mujer. Sin embargo, Evan también sufría los efectos secundarios del problema «de ella». Su mujer era la que tenía la doble jornada, pero odiaba tener que hacerla y su forma semiconsciente de expresar esa frustración y esa rabia consistía en la pérdida de interés por el sexo y en vivir completamente dedicada a Joey. La mayoría de los hombres con los que hablé, de una u otra forma, sufrían las graves repercusiones de lo que, en mi opinión, era una fase de transición en la vida de las familias estadounidenses.
Un motivo por el que las mujeres se interesaban más que los hombres por los problemas de compaginar el trabajo con la vida familiar era que, incluso cuando los maridos compartían de buen grado las horas de trabajo, ellas se sentían más responsables del hogar. Ellas estaban más pendientes de las citas médicas, las citas para jugar con amigos, la vida de los familiares. Las madres se preocupaban más que los padres por la cola del disfraz de Halloween de un niño o el regalo de cumpleaños a un compañero de colegio. Cuando estaban en el trabajo, ellas eran más proclives a llamar por teléfono a la niñera.
En parte por eso, más mujeres se sentían divididas entre los sentimientos de obligación en uno y otro sentido, entre la necesidad de aliviar el miedo de un niño a quedarse en la guardería y la de demostrar a su jefe que se tomaba «en serio» el trabajo. Las mujeres se preguntaban más que los hombres si eran buenas madres o, si no lo hacían, se preguntaban por qué no se lo preguntaban. Las mujeres oscilaban con más frecuencia que los hombres entre cumplir sus ambiciones y distanciarse de ellas.
A medida que las mujeres se han incorporado en masa a la economía, las familias se han visto afectadas por una «aceleración» del trabajo y la vida hogareña. El día tiene las mismas horas que cuando las esposas se quedaban en casa, pero hay el doble de tareas. Y esa «aceleración» recae sobre todo en las mujeres. En mi estudio, el 20 por ciento de los hombres compartía las tareas domésticas a partes iguales. El 70 por ciento hacía una cantidad considerable (menos de la mitad, pero más de un tercio) y el 10 por ciento realizaba menos de un tercio. Incluso en las parejas que tienen un reparto más equitativo, las mujeres hacen dos terceras partes de las tareas cotidianas, como cocinar y limpiar, y eso las encierra en una rutina rígida. La mayoría de las mujeres prepara la cena y la mayoría de los hombres cambia el aceite del coche. Pero, como señaló una madre, la cena hay que hacerla todas las noches a una hora concreta, mientras que el aceite del coche se cambia cada seis meses, el día que sea y a la hora que sea. Las mujeres cuidan de los hijos más que los hombres y estos arreglan más aparatos caseros. Pero a un niño hay que cuidarlo a diario, mientras que el aparato que hay que reparar la mayoría de las veces puede esperar «hasta que tenga un rato». También vimos que los hombres podían escoger más sus aportaciones. Por mucho que se ocuparan de la familia, siempre controlaban más su tiempo, igual que el ejecutivo que le dice a su secretaria que «retenga sus llamadas». El papel de la madre trabajadora se parece más al de la secretaria, es la que «contesta el teléfono».
Otro motivo por el que las mujeres pueden estar más presionadas que los hombres es que es más frecuente que hagan varias cosas al mismo tiempo; por ejemplo, escribir un cheque y devolver llamadas de teléfono, pasar la aspiradora y vigilar al niño de tres años, doblar la ropa y hacer la lista de la compra. Los hombres, más bien, suelen cocinar o llevarse a los niños de paseo. En realidad, las mujeres suelen combinar tres esferas —trabajo, hijos y tareas domésticas—, mientras que los hombres, en general, manejan dos: el trabajo y los hijos. Las mujeres tienen que compaginar el tiempo que dedican a los hijos no con una cosa, sino con dos.
Además de trabajar más en casa, las mujeres dedican proporcionalmente más tiempo a las labores domésticas y menos a los hijos. Los hombres dedican más parte de todo lo que hacen en casa a los niños. Es decir, las esposas que trabajan pasan más parte de su tiempo «cuidando de la casa» y los maridos pasan más tiempo «cuidando» de los hijos. Dado que la mayoría de los padres prefiere estar con sus hijos a limpiar la casa, los hombres hacen más lo que les gusta. Salen más con los niños a hacer cosas «divertidas», como ir al parque, el zoo, el cine, mientras que las mujeres dedican más tiempo al mantenimiento, a dar de comer y bañar a los niños; actividades agradables, sin duda, pero que suelen ser menos tranquilas o menos especiales que ir al zoo. Y los hombres participan menos en las labores más «desagradables»; limpian menos los baños, por ejemplo.
Como consecuencia, las mujeres tienden a hablar con más énfasis de que están exhaustas, hartas y «emocionalmente agotadas». A muchas mujeres con las que hablé no había forma de apartarlas del tema del sueño. Hablaban de cuántas horas necesitaban para «ir tirando»…, seis y media, siete, siete y media, menos, más. Hablaban de personas conocidas que necesitaban más o menos. Se disculpaban por necesitar tantas horas —«Me temo que necesito ocho horas de sueño»—, como si de verdad fueran demasiadas. Hablaban de cómo no quedarse desveladas cuando les llamaba un niño por la noche, de cómo volver a dormirse. Hablaban del sueño de la misma forma que una persona hambrienta habla de la comida.
En conjunto, si en este periodo de la historia de Estados Unidos la familia en la que trabajan los dos padres está sufriendo la aceleración de la vida laboral y familiar, las víctimas fundamentales son las madres trabajadoras. Resulta irónico, entonces, que muchas veces sean ellas las «expertas en moverse y llegar a tiempo» de la vida familiar. En las casas que observé, me di cuenta de que solía ser la madre la que apresuraba a los niños: «¡Deprisa, es hora de irse!», «Acábate los cereales», «Eso puedes hacerlo des- pués», «¡Vámonos!». Cuando había que encajar un baño en el cuarto de hora entre las 19.45 y las 20.00, solía ser la madre la que animaba: «¡A ver quién se baña más rápido!». Lo habitual es que el niño más pequeño salga corriendo para ser el primero en acostarse, mientras que el mayor, más sabio, se resiste y pierde tiempo, y a veces se queja: «Mamá está todo el rato metiéndonos prisa». Por desgracia, las madres son casi siempre los pararrayos de la agresividad familiar suscitada por la aceleración de la vida laboral y familiar. Son las «malas» en un proceso en el que además son las víctimas principales. Y ese es, más que las jornadas interminables, la falta de sueño y el desgarro, el precio más triste que pagan las mujeres por ese mes de más que trabajan al año.