Opinión

Sentirse tonto

"Supongo que todo egoísta y trepa, todo infame fullero de esta competición diaria que nos tiene bajo epidemia emocional necesita su coartada para no odiarse de madrugada, para no aceptar la monstruosidad de la que es militante".

Una de las zonas comerciales y financieras de la capital andorrana. FOTO DE ARCHIVO

De niño un compañero de clase me quitó un muñeco de aquellos pequeños de PVC, de Spiderman o el Capitán América, creo. A mí me había desaparecido en clase, él lo encontró y decía que era suyo porque él –decía, yo tampoco se lo había visto nunca– también tenía uno igual. Recuerdo aquel momento no por el robo, sino porque la profesora debió darse cuenta de la escena y yo acabé sintiéndome mal. Mal porque se formó allí un revuelo que me incomodaba más a cada segundo, una especie de protagonismo repentino con una expectación del resto de la clase por ver quién cedía. Cedí. Sabía que era mío pero dije que ya estaba, que se lo quedara. Ni siquiera pensé “que te den por culo” o “cómetelo” o algo así porque era demasiado pequeño.

Me sentí seguramente eso, pequeño, débil, engañable y de hecho engañado, poca cosa. No era el muñeco, aunque también me daba vergüenza la idea de explicar en casa por qué ya no tenía el muñeco. Además se me juntaba con un pudor que todavía mantengo acerca de cuidar especialmente las cosas que te regalan porque –al principio lo intuía y enseguida lo supe– hay mucho cariño de quien te quiere ahí detrás. Fue la primera vez que me sentí tonto.

Puede que la última, ahora que lo pienso. Porque el resto de las veces que me han intentado tangar he conseguido despegarme de mí mismo. Funciona especialmente bien cuando hay dinero en juego. Me pasó cuando un amigo de hacía años escapó por fin de una casa opresiva, mi familia le acogió en la nuestra y acabó reconociendo que robaba a mi hermana y mi madre. O cuando una empresa destruye empleo a bulto y tú estás por medio. Pensar de más en lo poco que te mereces algo es tiempo que pierdes en organizarte con tus compañeros y compañeras. Dejé hace tiempo, quizá cuando el hurto de aquel muñeco de goma, de poner el foco sobre mí cuando me ocurría una cabronada que pudiéramos llamar injusticia. Me da mucho apuro el victimismo –una de las puntas de lanza de la actual extrema derecha, como sabemos–, y creo que, en un plano más personal, ese egocentrismo del agraviado que se tiente especialmente único.

No me educaron para creer que el mundo me debía algo, sino para hacer las cosas bien más allá de cualquier retorno que esas acciones tuvieran sobre mí. Recuerdo a mi padre insistir en que no había nada más feo que compararnos si a mi hermana y a mí se nos ocurría, en un cumpleaños, medir con ánimo acusatorio la cantidad de Fanta que le habían echado en el vaso a cada uno. Recuerdo que bajo las piñatas la lucha era fingida porque siempre había tantas bolsitas de chuches como niños y niñas había en el cumple.

Me gustaría pagar muchos impuestos, o al menos más de los que pago ahora. Significaría, lo primero, que puedo. No ha visto el ser humano un régimen político que “quite” dinero a sus ciudadanos como para que estos no puedan vivir medianamente tranquilos y lo demás es histeria neoliberal. Significaría por supuesto que ese dinero en principio será usado –porque sí, tampoco me enseñaron a ser un cínico desconfiado– para un bien común quizá más necesario que nunca. Y como tercer punto adicional, creo que hasta dormiría tranquilo. Todo ventajas.

Se me cae toda esta fantasía al suelo cuando leo a un conocido youtuber hablar de que Hacienda le tiene “en el punto de mira desde el día uno”, de que siempre han intentado “putearle” a pesar de ser “el único tonto que se ha quedado en España”. De que es el único youtuber exitoso que queda tributando aquí, cosa que no es verdad y nos sirve como recordatorio para valorar la cabal y pedagógica figura pública en que se ha convertido Ibai Llanos. “El único tonto, por así decirlo, que se ha quedado aquí pagando impuestos”, vuelvo a leer.

Amenaza con una mudanza fiscal que ha cumplido y parece hablar de una persecución que tampoco explica para lectores ajenos a esta, por lo visto, colosal injusticia. No necesito entenderla. Supongo que todo egoísta y trepa, todo infame fullero de esta competición diaria que nos tiene bajo epidemia emocional necesita su coartada para no odiarse de madrugada, para no aceptar la monstruosidad de la que es militante. Pero disfrazado de tonto no suele construirse nada bueno.

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Comentarios
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