Internacional

¿Por qué ya no se podrá volver a los EEUU de antes?

"A pesar de todas las pruebas en sentido contrario, muchas personas creyeron que este país era invencible. Dicha fantasía se ha destruido", reflexiona Daniel Denvir en este artículo.

El presidente de EEUU, Donald Trump, antes de una sesión informativa sobre la pandemia en la Casa Blanca, 13 de agosto de 2020. REUTERS / KEVIN LAMARQUE

Este artículo fue publicado en Jacobin antes de las últimas elecciones de EEUU.

Los Estados Unidos ya no son un modelo para envidiar, emular o admirar por parte de otros países. La pandemia –y la respuesta del Gobierno a la misma– ha dejado al descubierto una sociedad marcada por una profunda desigualdad y un Estado cuyas capacidades básicas han sido socavadas después de décadas de reformas neoliberales. Aunque estos hechos parecen obvios ahora, vale la pena detenerse un momento para recordar el prestigio de los Estados Unidos antes de que el coronavirus matara a 180.000 personas en el país. El estilo de vida estadounidense ejerció una atracción centrífuga que fue para nuestro imperio un complemento clave de la cruda coacción ejercida mediante guerras o golpes de Estado. Un imperio neocolonial, como afirman Aziz Rana y Ash Bâli, no puede gobernar solo a través de la intervención directa. Y no lo ha hecho: ganar apoyo ideológico ha sido tan importante como el uso de las armas.

Está claro que el modelo estadounidense ha sido motivo desde hace mucho tiempo de resentimiento y desconfianza por parte de las personas en todo el mundo que luchan por la libertad. Lo que hay que señalar es que el coronavirus ha expuesto no solo la falsedad de la virtud estadounidense, sino los propios límites de su poder. Se asestó un golpe a la reputación del país con ocasión de la crisis financiera de 2008, pero el Gobierno resultó todavía indispensable, junto con China, para impulsar la recuperación global posterior. La presidencia de Trump y todo lo que aconteció a continuación supuso un bochorno aún mayor al plantear preguntas sobre qué tipo de superpotencia elevaría a su cargo más alto tan absurda mediocridad.

Sin embargo, esta primavera, muchos de los detractores liberales de Trump seguían pidiendo una vuelta a la ‘normalidad’ al confiar en que Joe Biden –el vacilante abanderado de un centrismo agotado– pueda exorcizar los demonios de Trump. Incluso si Biden lleva el Partido Demócrata hacia la victoria por defecto, la pandemia ha expuesto lo que quedaba de velo.

Además, los Estados Unidos han perdido su lustre de cara a la población doméstica. Se debilita la confianza de los estadounidenses en su excepcionalismo. El coronavirus ha arrodillado a este país no solo a causa de las innumerables debilidades de nuestro sistema, sino también por el delirio de cómo se percibe a sí mismo: a pesar de todas las pruebas en sentido contrario, muchas personas creyeron que este país era invencible. Dicha fantasía se ha destruido.

Desde Vietnam 

Las opiniones preponderantes dentro y fuera de EEUU convergen cada vez más: este país es un fracaso. Un sistema decrépito de sanidad privada, una deficiente red de protección social y las persistentes desigualdades de clase marcardas de forma racial. El excepcionalismo estadounidense lleva mucho tiempo en crisis. La noción de que EEUU fuera un país lo suficientemente poderoso para reordenar el mundo se desmoronó en Vietnam y, de nuevo, cuando el Ejército se sumergió en la aventura cada vez mayor del antiterrorismo. Y sin embargo, como escribe Greg Grandin, hemos resuelto siempre las contradicciones de nuestro imperio avanzando un paso más. 

Nuestra obsesión bipartidista con la vigilancia de las fronteras nacionales, el encarcelamiento de los enemigos internos y las guerras contra las amenazas en el extranjero han tenido un efecto bumerán con la construcción de fronteras internas que limitan los viajes entre Estados. Recientemente, no pude viajar a los estados cerca de mi casa, en el diminuto Rhode Island (el más pequeño del país), sin guardar la cuarentena o presentar el resultado negativo de una prueba COVID. Se prohíbe asimismo a los estadounidenses viajar a gran parte del resto del mundo. “Desde descansar en playas caribeñas a hacer turismo en Serbia, los estadounidenses tienen ahora opciones para sus viajes internacionales”. Un reciente artículo en Travel + Leisure anunciaba así, felizmente, un conjunto de destinos vacacionales todavía disponibles para viajeros desesperados. Cualquier nación que se lo pueda permitir nos deniega la entrada. Incluso cuando Trump sigue clamando en contra de la supuesta amenaza inmigrante desde fuera, la frontera asume un nuevo significado: los residentes en EEUU estamos encerrados. Fingimos que mantener a ‘los malos’ fuera o luchar contra ellos ‘en otro lugar’ nos mantendría a todos a salvo mientras se abandonan y se retiran los fondos correspondientes a todos los programas sociales, sanitarios y económicos que habrían protegido de verdad a la población.

La noción de que los EEUU era un país bueno y recto fue siempre un pretexto hueco: ¿por qué si no encerraríamos a tantos estadounidenses en nuestras cárceles? Después de décadas de ejercer los poderes de un estado policial en toda la frontera del suroeste, la patrulla fronteriza se desplegó recientemente para reprimir a los manifestantes en Portland, Oregón. La línea divisoria entre las personas que están dentro y las que están fuera se redibuja continuamente. Los grandes fracasos requieren una multitud de enemigos.

El fin del excepcionalismo 

En el extranjero, el declive de la legitimidad estadounidense fortalece a los diversos contrincantes del orden liberal, aunque, por desgracia, es la derecha nacionalista la que con demasiada frecuencia ha ganado más terreno. En casa, la crisis del excepcionalismo estadounidense ha turboalimentado una larga polarización entre la izquierda y la derecha pero, en los EEUU, las personas que nos situamos en la izquierda por fortuna también nos hemos beneficiado, aunque demasiado despacio. 

La crisis doméstica en el excepcionalismo estadounidense es la brecha entre lo que nos enseñan a creer y la dolorosa realidad que experimentamos. En la izquierda, esta desilusión ha generado un amplio apoyo público en favor de la justicia racial y un movimiento en contra de la Policía que supone el movimiento de protesta más grande de la historia del país. La acción de derribar las viejas estatuas de los antiguos responsables de la esclavitud y el genocidio es resultado no solo del despertar de un grito colectivo por la justicia racial, sino también el cuestionamiento de los cimientos de este país. Dicho cuestionamiento ha constituido el sentido común para muchos estadounidenses oprimidos y disidentes a lo largo de la historia. Pero este año, se percibe que ha sonado una campana que ya no va a dejar de hacerlo.

Sin embargo, en la derecha, la polarización empuja a la minoría que expresa su apoyo al presidente Trump a defender con más virulencia la nostalgia violenta que representa el Trumpismo. ¿Cómo podemos “mantener la grandeza del país”, como ahora canta el lema de su campaña, si los Estados Unidos de Trump lideran el mundo en muertes por COVID? ¿Cómo podemos exigir que los Estados Unidos recuperen su supuesta grandeza (MAGA, el lema de la primera campaña de Trump) si no hay liberales en la Casa Blanca a los que responsabilizar por la falta de grandeza?

La repetida e insensata negación por parte de Trump de la gravedad de la pandemia sirve para amplificar las teorías de conspiración que afirman que el virus es un engaño o que Bill Gates conspira para utilizar las vacunas como pretexto para implantar microchips de vigilancia en pacientes incautos. Este absurdo no es un accidente. De hecho, es la única manera para muchos defensores del Trumpismo de reconciliar el principio ideológico con la realidad empírica. Para la derecha, cuanto mayor sea la distancia entre la promesa estadounidense y su existencia, mayor debe ser la explicación conspirativa. Así, Pizzagate, la teoría conspirativa que se conoció en las elecciones de 2016, según la cual Hillary Clinton y otras élites liberales organizaron una red pedófila desde una pizzería en Washington, se ha convertido en QAnon, la teoría conspirativa según la cual Trump y el Ejército están organizando una operación secreta que cerca con sigilo a los pedófilos liberales de élite. Lo creamos o no, este es uno de los principales temas de la política estadounidense de hoy.

Un seguidor creyente de QAnon está cerca de ganar el escaño por Georgia en la Cámara de Representantes. Recientemente, Trump alabó el movimiento de QAnon como “gente que quiere a nuestro país”. Un periodista le pidió que  aclarara si apoyaba “esta creencia de salvar en secreto al mundo de este culto satánico de pedófilos y caníbales”. Trump respondió: “¿Y eso es malo? Si puedo salvar al mundo de algunos problemas, estoy dispuesto a hacerlo”.

El fracaso de un remedio de la derecha para curar la enfermedad requiere que tanto el diagnóstico como el tratamiento propuesto sean cada vez más descabellados. Pero el tema recurrente del Pizzagate no es fortuito. El pánico en torno a la seguridad de los niños delata una tremenda ansiedad en torno a la idea de que una nación imaginada del pasado no se reproducirá en el futuro. El pánico sobre la reproducción ha alentado durante décadas las políticas contra el aborto, el crimen y los inmigrantes. A medida que se intensifica la sensación de que EEUU no tiene futuro, prosperará la obsesión por las amenazas demoníacas en el entorno de los niños. El caos climático que traen los incendios que destruyen casas, las inundaciones y las migraciones forzadas en masa empeorarán esta dinámica de manera inimaginable.

Es difícil analizar bien la demografía de la división ideológica en Estados Unidos, sobre todo teniendo en cuenta las diferencias regionales, raciales y religiosas. Muchos estadounidenses blancos de clase media y acomodados están experimentando la irrealidad de un país en el que las vacaciones, el deporte y gastar dinero en bienes y servicios no esenciales son imposibles o difíciles. En una sociedad a la que se le niega la libertad real, el consumo es la práctica que define la misma. Después del 11 de septiembre de 2001, George W. Bush dijo a los estadounidenses que “se fueran de compra” e incluso “que se fueran a Disney World”.  

Esta es la religión estadounidense, incluso para muchos creyentes. La cifra abrumadora de evangélicos blancos que constituyen el núcleo duro de los seguidores de Trump, soldados de Cristo y la familia tradicional, encuentran en el varias veces divorciado y fanfarrón de la agresión sexual la espada y el escudo de la guerra cultural librada durante décadas. Juega el papel perfectamente porque las guerras culturales se han vaciado de contenido y cristalizado en forma pura: agravio y rencor contra sus enemigos liberales.

Este es un país en el que las políticas de urbanizaciones de solo blancos han intensificado las antiguas divisiones sociales, replicándolas en zonas metropolitanas donde cada persona es una isla, con una isla en la cocina. El coronavirus expone las conexiones entre las personas, borrando las divisiones espaciales y atravesando las relaciones de diferencia, explotación y dominación.

La idea central de la ideología libertaria se ha revelado como un fraude. El problema con las mascarillas no es que coarten la libertad individual, sino que nos recuerdan que esta broma fallida de sistema nos ha condenado a una plaga sin fin. Las mascarillas y la distancia social deben rechazarse para proteger una negación mayor: no llevar mascarilla significa que EEUU va bien, gracias. Mientras tanto, muchos liberales ricos y profesionales odian a Trump, o quizá con menos generosidad, les abochorna. Han abrazado asimismo a Black Lives Matter, en parte para expresar su rechazo a Trump, pero de manera algo conceptual, colocando una pancarta en el jardín de sus espaciosas casas en vecindarios segregados. 

Pero la otra cara de la polarización -de izquierda- es decididamente más esperanzadora. Muchas personas de clase trabajadora que han perdido su empleo exigen cada vez más una sociedad nueva.

No hay vuelta atrás

El asesinato de George Floyd por parte de agentes policiales dejó al descubierto las principales contradicciones del neoliberalismo estadounidense al exponer a EEUU como un Estado basado en la seguridad que no trae protección sino la muerte. La revuelta es contra un Estado que mata en vez de cuidar. Tenemos un Estado grande para mantener el orden, las cárceles, las patrullas fronterizas y las guerras, pero no para rastrear contactos y los cuidados sanitarios.

Desde Black Lives Matter y los activistas que piden la libertad para los migrantes a los Socialistas Democráticos de los Estados Unidos (DSA) y el Sunrise Movement, muchas personas, especialmente los jóvenes, luchan por crear un nuevo concepto amplio del pueblo estadounidense con la esperanza de crear una mayoría que pueda gobernar en un país refundado. Es lo que ofreció la campaña de las primarias de Bernie Sanders: una idea más humana de lo que podría ser este país, una vía de salida de la carretera de la muerte que representa el declive del imperio.

Biden, por supuesto, no ofrece una verdadera salida. Encarna el variante liberal más blando de la nostalgia en color sepia de Trump, una falsa promesa de que podemos volver a un pasado imaginado que EEUU nunca tuvo. Biden ha escogido a Kamala Harris, que entró en política como fiscal de mano dura, como su compañera de candidatura, en medio de una movilización de protesta contra el sistema racista de justicia criminal. Es obvio que elige la representación superficial por encima de la sustancia verdadera. Es una celebración tan superficial de las demandas de las protestas que realmente supone la negación de las mismas. Dicho esto, Harris es ante todo un camaleón político y una oportunista. El gobierno de Biden será consecuencia tanto de las condiciones sobre el terreno, la existencia continuada de una oposición organizada en los lugares de trabajo y las calles como de las ideologías agotadas o incipientes que surjan en el Despacho Oval.

La nueva conciencia política no es en absoluto sólo de izquierdas. La idea estadounidense se ha fragmentado en mil pedazos, muchos de ellos reaccionarios y peligrosos. Pero las circunstancias y la conciencia popular cambiarán antes de que lo haga el sistema en su conjunto. Y después de 2020, no se podrá volver a los Estados Unidos de antes. Para bien o para mal.

*Daniel Denvir, periodista en Jacobin

Traducción de Christine Lewis Carroll

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