Opinión

Decídselo a los muertos

"Exceptuando alguna pequeña placa u homenaje, las pérdidas que la pandemia nos ha legado están siendo asumidas con una naturalidad pasmosa", escribe Azahara Palomeque

Vista general del funeral de Estado por las víctimas de la COVID-19. SERGIO PÉREZ / REUTERS

“¡Escribid en las tumbas, tallad en las lápidas que todo fue en vano! Decídselo a los muertos…” –recogía Svetlana Alexiévich en Los muchachos de zinc. Era el grito desesperado, repetido hasta lograr esa voz coral a que acostumbra la Premio Nobel, de los familiares de aquellos caídos en la Guerra afgano-soviética (1978-1992). En torno a la caída del Muro de Berlín y frente a un socialismo fallido como el de la URSS, decenas de testimonios se lamentan no necesariamente de haber perdido a su seres queridos, sino de que la pérdida fue inútil.

En mitad de lo que muchos críticos han llamado ‘la fractura de la postmodernidad’, morir anclados a una causa como la patria había dejado de ser heroico, por lo que los cadáveres –y heridos y mutilados nunca integrados en la convivencia civil– que circulan por estas páginas durísimas no sólo son carne banal y olvidada, sino la prueba de unos ideales que ya no convencen a nadie.  

Alexiévich es una arqueóloga del dolor como pocas ha dejado la literatura universal. En sus escritos sobrecogedores, entre los que destaca Voces de Chernóbil, se describe al milímetro un sufrimiento que se agarra al lector más aún porque no se ornamenta para el deleite intelectual. Lejos de caer en adulteradas artimañas esteticistas, la ilusión de que las palabras provienen de personas reales, de que la autora es más periodista o compiladora que literata, produce un impacto indeleble en quien se acerca a ellas.

Sin embargo, la escritora bielorrusa supera su faceta forense y consigue otros logros notables, como lo es teorizar la historia sin, aparentemente, haberlo querido. Desde la desaparición del bloque soviético, o incluso antes, desde Vietnam, la guerra es algo sucio que no genera medallas sino víctimas, una visión que comienza ya en la Segunda Guerra Mundial con el desastre del Holocausto y la constatación de que no son los soldados quienes fallecen mayoritariamente –como ocurriera en la Primera– sino, fútilmente, la población civil. 

Entre los héroes –muertos anteriores a esa falla– y las víctimas –muertos posteriores, en tragedias que van desde la lid hasta los ataques terroristas– hay otros cuerpos que me interesan y son los caídos por la COVID-19. ¿Está siendo todo en vano? ¿Cómo se memorializan, lloran, duelen estos cuerpos? ¿Qué lugar ocupan en el tejido social, en la esfera pública? Lo pregunto con total sinceridad y desde la preocupación por una pandemia cada vez más devastadora cuyas cifras –de contagios, de adioses– continúan aumentando sin mesura.

Si en un principio esta crisis sanitaria comenzó a describirse con metáforas bélicas, a partir de un ‘enemigo común’ que todos debíamos combatir, con el tiempo esa retórica se ha ido relajando. Nuestra connivencia con el poder destructivo que detenta el virus ha dado paso a una normalización que, para bien, nos permite seguir con nuestras rutinas y, para peor, aniquila doblemente a quienes se han marchado. No hay voluntad política suficiente, las trifulcas partidistas han demostrado la irresponsabilidad fundamental de quien cobra por representar a la ciudadanía; por momentos, la culpa también ha sido personal e intransferible, aunque me cueste más ese señalamiento cuando quien se debe a su función pública directamente la ignora.

Vivo entre dos países y, por esa manía injusta de pensar desde parámetros nacionales, me afectan dos grupos de muertos, aunque racionalmente sé que cada uno y en toda parte cuenta. En España han fenecido más de 40.000 personas, lo cual, si lo concebimos en términos de ciudades, es el equivalente a Soria. Si sigo la comparación y miro los últimos datos, me encuentro con que la gestión de Trump ha dejado en Estados Unidos más de un cuarto de millón de ataúdes llenos, así que a Soria le sumo, por ejemplo, La Coruña, por tirar de una geografía que me es familiar.

A casi 1.500 muertos diarios en tierras norteamericanas, un pueblo pequeño como el mío, Castro del Río, en Córdoba, desaparecería en cinco días y seis noches. A nivel mundial, dos de las ciudades más pobladas de la península, Valencia y Sevilla, se han hundido bajo las infecciosas aguas de esta debacle. El juego no tiene gracia, pero prefiero imaginar esos cuerpos que ya no están con nosotros en territorios que conocemos, situarlos en un hábitat plausible como si, con sus vidas, se enterraran también colegios y tiendas, parques y gimnasios, cafeterías, porque una persona no es una cifra sino los lugares que frecuenta y las relaciones que entabla; una persona, bien sabían las culturas que sepultaban a los suyos con multitud de objetos, es la cotidianidad que construye. Quizá así nos estremezca su ausencia.

Esto no es una guerra antigua, con sus condecoraciones, ni una guerra contemporánea, con sus monumentos ritualistas. Exceptuando alguna pequeña placa u homenaje, las pérdidas que la pandemia nos ha legado están siendo asumidas con una naturalidad pasmosa mientras continúa una inacción política disfrazada de diatribas televisadas. Si la vida en Estados Unidos no vale nada –de ahí la falta de sanidad pública, la rutinaria posesión de armas y el derecho a usarlas caprichosamente– me ha sorprendido lo cerca que se mueve España de las mismas coordenadas morales, aunque sin llegar a emularlas del todo. Más allá, me duelen todos los muertos. Por evitables, por prematuros, porque están dejando mi mapa sentimental cada vez más vacío.  

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Comentarios
  1. ¿Qué lugar ocupan en el tejido social, en la esfera pública, las víctimas de la Covid?
    Pues yo ya he visto monumentos y placas en varios sitios. Sí, es muy triste tantas personas muertas por la llamada covid19, así como por actos de violencia, incluída en primer lugar la del sistema que genera las otras violencias, u por otras desgracias, incluídos los desastres naturales; pero cada vez que veo este tipo de homenajes a involuntarias víctimas no deja de entristecerme ver como ignoramos a aquellas otras que arriesgaron años y décadas su vida por defender un mundo más justo, por defender los derechos y las libertades de todxs así como a proteger la Naturaleza y el Medioambiente.
    Esto quizá es una guerra con armas no convencionales. Casi se puede decir que siempre son las guerras del capital.
    España es como una colonia norteamericana, lamentablemente incluso Alberto Garzón -.coordinador de Izquierda Unida- ha manifestado que «de entrada» sí a las bases yankees.

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