Internacional
Carne de necios
"Los necios se sienten legitimados para hacer su voluntad a costa del resto. No solo están llegado al poder en parte del mundo, sino que amenazan con conservarlo por la fuerza en el caso de perderlo en las urnas", reflexiona Mónica G. Prieto.
Las imágenes del atentado de Viena captada por los vídeos de seguridad resultaban casi anacrónicas. En medio de una pandemia, cuando casi 50 millones de contagios en todo el mundo exponen la fragilidad de nuestra forma de vida y nuestra mera existencia, cualquier intento de imponerse con fusiles de asalto parece descontextualizado.
Quizás el ISIS, casi irrelevante desde que emprendiera la huida al desierto tras la caída del Califato físico, encuentre la necesidad de recuperar una ínfima parte del protagonismo robado por la COVID-19 –los tres atentados en Francia y el ataque en Viena, el primero en casi 40 años, les devuelven a las portadas, su máxima aspiración en estos momentos– pero no deja de recordar una mera pataleta de necios incapaces de admitir que, de repente, son irrelevantes.Lo grave es que son el reflejo de otros muchos necios de diferente etiqueta.
La sociedad occidental lleva décadas generando extremistas de toda clase y condición, religiosos y laicos, de izquierda y de derecha, negacionistas, terraplanistas y otros amantes de las conspiraciones hermanados en la exclusión y en su intento de imponer sus ideas a los demás en un burdo desprecio a la libertad de los otros. El mejor ejemplo se observa estos días en Estados Unidos, donde los mítines se han transformado en una fuente de odio, desdén y amenazas contra los seguidores del contrario, donde los comercios tapian sus accesos en previsión de disturbios con motivo de la noche electoral y donde la sombra de un conflicto planea con más fuerza que nunca gracias al odio institucionalizado por su Radicalizador en Jefe (el mote es cortesía del equipo editorial del New York Times), Donald Trump.
Cuando la cita con las urnas suscita más miedo que celebración, parte del alma de la democracia se ha perdido. Cuando la angustia, la rabia y el resquemor se apoderan de los individuos, la convivencia resulta irrespirable. Vivimos tiempos de ira exacerbada, de indignados capaces de llevar su cólera a las calles en forma de balas, piedras, atropellos o cócteles molotov incapaces de respetar al resto de la sociedad que no comparte sus quejas o sus formas. Estamos demasiado enfadados para mirar fuera de la caja y ser conscientes de que jamás, en la historia de la Humanidad, hemos vivido mejor.
Hasta ahora, las redes sociales se encargaban de estructurar y alentar el odio en el mundo virtual, sumando adeptos en todo el mundo, pero no se podía esperar que nunca diera el salto a las calles. Ahora, después del shock inicial de la pandemia, esa ira vuelve a explotar en forma de manifestaciones minoritarias aunque violentas que suenan a déjá vu. Aspiran a adquirir legitimidad mediante una cobertura mediática que les concede notoriedad y protagonismo, sumada a la calculada irresponsabilidad de grupos extremistas que airean su indignación y su odio por pura ambición de poder.
Pero los violentos no representan a nadie ni a nada: de hecho, no verbalizan sus reivindicaciones porque ni siquiera saben cuáles son. Son ruido vacío y una forma de capitalizar el vacío del toque de queda. Hay muchos motivos para estar enfadados, incluso iracundos. Las desigualdades cada vez más acuciantes, la pésima gestión de la pandemia, el desmantelamiento del Estado de bienestar, la extrema recesión económica a la que nos vemos abocados, la desconexión absoluta entre las élites y el resto de la sociedad son algunos de ellos, pero ninguno de ellos movieron los altercados vividos el pasado fin de semana, que congregaron a puñados de extremistas de diversa índole y ninguna ideología, desde hooligans a radicales y delincuentes comunes. Indignados de lujo –recalcan los expertos que no suelen pertenecer a clases bajas, sino que son individuos habituados a ganar estatus social y que ahora, gracias a la crisis sanitaria, se ven en riesgo de retroceso– que se llenan la boca reivindicando una “libertad” que consideran arrebatada.
Destruir, quemar, asaltar o saquear no resuelve, solo ventila la desconfianza y el miedo, un eficaz motor a la hora de desestructurar sociedades. Como los miembros del ISIS, como los fanáticos seguidores de cualquier secta, los extremistas de Madrid, Logroño, León o Santander también son irrelevantes pero un temible signo de los tiempos actuales, donde los necios se sienten legitimados para hacer su voluntad a costa del resto. No solo están llegado al poder en parte del mundo, sino que amenazan con conservarlo por la fuerza en el caso de perderlo en las urnas. Si nuestras sociedades se fanatizan, si normalizamos el insulto y el odio, quedaremos expuestos al populismo. Estaremos condenados, entonces, a ser carne de necios.
Ya es un poco tarde para invertir la situación.
Durante décadas (en Estados Unidos y Francia, durante siglos), las sociedades occidentales han promovido y apoyado auténticas barbaridades, sabiendo que eran peligrosas, sólo porque fastidiaba a otras personas.
No hablo sólo del ecologismo o la perspectiva de género. En política, en las sociedades occidentales, un tema sólo se considera importante si apoyarlo o atacarlo va a hacer daño a personas de ideología diferente.
Y el problema no está en que la gente sea tonta. El problema está en que la gente es mala. La gente sabe que está haciendo el mal, pero vivimos en una sociedad donde se puede presumir de ello y ser recompensado.
Puedes salir a la calle a saquear tiendas diciendo que lo haces para luchar contra el racismo. Puedes derribar estatuas, ir a manifestaciones, organizar linchamientos… Y habrá, literalmente, millones de personas en el mundo apoyándote. Sólo porque apoyarte molesta a personas que no son dueñas de esas tiendas, que no son linchadas, o que no llegan tarde por el estado del tráfico.
Puedes defender el aborto, la pederastia, la democracia, el terrorismo… Y luego pedir que castiguen a alguien por cometer delitos de odio.
Vivimos en un mundo en que todavía existen países donde la esclavitud particular es legal. Donde las mujeres tienen que pedir permiso para casarse. Donde los niños tienen que ponerse a trabajar. En vez de ayudar económicamente a esos países para que se industrialicen y puedan desprenderse de ese estilo de vida, hemos optado en gastarnos el dinero en hablar del Calentamiento Global, de inmigración ilegal, de micromachismos y macropolleces.
Podemos seguir viendo la política como si fuera un partido de fútbol y luego quejarnos de que el subnormal de turno, (en este caso creo que ha sido Trump) pida que se vea la repetición de la jugada.
Y yo me pregunto… Si nadie cree en la democracia ¿Por qué nos quejamos de que Trump no crea en ella? O Biden, Sánchez, Abascal, Iglesias… Lo mismo da.
Vamos a votar y cuando no gana quien deseamos, nos pasamos cuatro años quejándonos de lo que hace quien ha ganado. Quien ha salido elegido democráticamente. Quien ha contado con el apoyo de la población. El pueblo, la plebe, el vulgo…
Si no nos gustan las trampas, qué tontería más grande ver un partido de fútbol. Si no nos gustan los malos políticos, qué tontería más grande ir a votar, a manifestaciones, a romper escaparates o a enfrentarse con la policía.
Con todo el jaleo del coronavirus, parece que estuviéramos en el tiempo de descuento. El problema es que el marcador está igualado. Se van a jugar interminables prórrogas porque cada vez que un equipo marca gol, el marcador añade un tanto a cada equipo participante. Cada vez que un sector de la población consigue hacer daño a otro sector, es una victoria para ambos. Unos consiguen hacer daño, los otros tienen la prueba de que les han hecho daño injustamente. Pasamos del 0-0 al 1-1. Y así, interminablemente. Sin ronda de penaltis.