Opinión
Entre el odio y el silencio
"En el fondo, si hay una batalla que Trump ha ganado es la del lenguaje: se trata de la única vida que protege mientras amenaza todas las demás", reflexiona Azahara Palomeque a partir del término 'cancelación'.
¿De qué hablamos cuando hablamos de ‘cancelación’? ¿En qué contexto se produce? Esta tendencia, mal llamada cultura, se ha propagado por los medios y las redes con una rapidez combustible tras haber sido copiada de la expresión en inglés, tan explotada en Estados Unidos. Dejando a un lado las connotaciones que habitualmente se le atribuyen –una censura de izquierdas, dicen; un borrado de la historia, donde ya ni a Colón se le permite colonizar tranquilo, afirman–, quiero contar la vida del lenguaje aquí, al otro lado del Atlántico, donde surge la dichosa expresión tan popularizada por Trump. Y sí, el lenguaje tiene vida.
Es difícil documentar la primera vez que me di cuenta de que la gente hablaba un inglés encriptado. Como si hubiera que descifrarlo antes de aprehender su significado, las particularidades semánticas de las palabras por esta zona del planeta son desveladas muchas veces por aquello que silencian. Expresiones como “ese libro no es mi favorito” (lo detesto) o “tu atuendo es interesante” (menudas pintas) pueblan las conversaciones diarias de una población que, en su mayoría, utiliza eufemismos para referirse a las personas o las cosas, rodeos, marañas perifrásticas, pero jamás un lenguaje directo.
Por poner un ejemplo, recientemente en mi universidad un grupo de alumnos negros se quejó de la discriminación sufrida, y propusieron crear una asociación cuyo nombre incluía la expresión “estudiantes negros”; pura literalidad, que fue recibida por la administración con una mueca de susto: ¿estáis seguros de que queréis llamarla así? –preguntó una voz preocupada por el potencial ofensivo del término ‘negro’. Ellos, los alumnos, se llevaron las manos a la cabeza, pues en aquella advertencia había también un alto grado de racismo. En un país donde se los denomina habitualmente afroamericanos, dando prioridad a un origen geográfico remoto para indicar color (y ni todos los africanos son negros), aquel título era una bomba de relojería.
Así transcurre la vida (del lenguaje, de todos), entre ocultaciones más o menos sutiles: la violencia de género no existe como tal –se la llama ‘violencia doméstica’, relegando a la mujer al ámbito de la casa ya desde la nomenclatura, sin importar que te agredan en un parque–. Los informativos, las series, están poblados de pitidos que esconden las palabras supuestamente malsonantes conocidas por todos, y hasta en las emisoras de radio en español se silencia toda referencia sexual, siempre que no ocurra en subjuntivo, claro, tiempo verbal que el censor no detecta, para el regocijo de los hispanohablantes que aquí sobrevivimos.
Cada empresa, organismo público o centro educativo cuenta con su respectivo departamento de “inclusión y diversidad” y, sin embargo, desde allí suelen dedicarse a excluir la diferencia y homogeneizar más aún a una población cuyo discurso precocinado es sumamente dañino. Yo, defensora acérrima de los derechos humanos, inmigrante y diversa en mil sentidos, me sentí muy atraída hacia esos departamentos en un principio, hasta que pude comprobar que funcionaban como tapaderas de un problema insoluble y los gobernaba una futilidad para con los cuerpos más débiles que, esa sí, ofende sobremanera. Así, en lugar de cuestionar por qué nuestro campus está vigilado por una policía militarizada pagada con las matrículas universitarias, prefieren organizar talleres de lectura.
Perdí la paciencia hace mucho; intenté hablar, decir alto y claro ‘negro’, ‘machismo’, pero no me dejaron, porque la cancelación, siempre lista a actualizarse, ocurre especialmente en la denuncia de los abusos más profundos, y ocurre, de manera más sangrante, entre ‘liberales’ de bien, demócratas comedidos que protegen con sus maneras y hábitos políticamente correctos no solo su estatus, sino también una ubicua ignorancia en cuanto a lo que ser Otro implica.
El lenguaje tiene vida, he dicho antes. Nace, crece, se desarrolla y muere. Quizá para una inmigrante este proceso se torne más evidente, pues queda multiplicado en las varias lenguas con que batallo a diario, pero la secuencia se produce también en poblaciones monolingües. Si lo personificamos, se diría que en Estados Unidos el lenguaje habita maniatado y predispuesto a la incomunicación, especialmente entre los sectores considerados progresistas.
Es cierto que el diálogo es imposible desde el momento en que contamos con una segregación por barrios que hiere los ojos de quien intenta transitarlos todos. No obstante, entre ciertos colectivos, los más fanáticos y cercanos a Trump, el lenguaje fluye pizpireto y enérgico mientras más se acerca al odio. De hecho, este rasgo presidencial es el más elogiado por sus seguidores: “Lo dice tal cual es”, repiten a coro, y hasta la propia campaña electoral se ha hecho eco de esta alabanza popular para destacar su supuesta honestidad, como pudo comprobarse durante la Convención Republicana.
No les falta razón: a los mexicanos los llamó ‘violadores’ sin reparos antes de ganar las elecciones de 2016; el video donde se le escuchaba vanagloriarse de agarrar a las mujeres por sus genitales fue celebrado por sus adeptos como una chiquillada más del eterno sincero y, aunque mienta frecuente y arrolladoramente, lo hace sin una pizca del disimulo biempensante, sin eufemismos, desprovisto del decoroso ropaje que vuelve a otros discursos banales.
En el fondo, si hay una batalla que Trump ha ganado es la del lenguaje: se trata de la única vida que protege mientras amenaza todas las demás. Si tantos se niegan a gritar ¡fascista! cuando es necesario, no debería sorprender que cale su tan mediático ¡antifa! Por miedo a ofender, pocos contestan desde el disenso, pocos se atreven a quebrar la pátina de corrección que oculta una incapacidad para establecer cualquier comunicación efectiva, una moralidad tan deletérea como inútil. La cancelación existe, por supuesto, pero del pobre, vulnerable, negro, migrante; de todo aquel que vive encerrado entre el odio y el silencio.