Opinión
Imagina su vida
"Hemos dejado dormida nuestra imaginación, hemos entrado en la dinámica de la inevitabilidad de la historia y de las preguntas retóricas", reflexiona Edurne Portela sobre el campo de Lesbos.
En un artículo de Ana Carrasco-Conde de la semana pasada, la autora llama la atención sobre nuestra indiferencia ante la tragedia de Moria. Y señala: «Lo que se repite no es Moria, es nuestra actitud ante el dolor del otro: no son ‘más refugiados’ los que llegan, los que no tienen nada, los que sufren sino la dinámica que nos relaciona con ellos y si, dentro de esta dinámica, los percibimos como algo ajeno o próximo». Me quedo enganchada a esta frase y a las palabras de Jorge Semprún que la autora parafrasea: «No se trata de que el horror sea indecible, sino de que es invivible, algo del todo distinto».
Leo los reportajes de Patricia Simón sobre lo que está ocurriendo allí desde que ardió el campo de concentración: el caos, el horror del fuego, la devastación posterior, las largas colas y la intemperie de la carretera de Kara Tepe, el hambre, la construcción de ese nuevo campo cerrado que tan orgullosamente mostraba, en un vídeo, una representante de la Agencia de Refugiados UNHCR y que a muchas de nosotras nos causó pavor.
Leo también sobre Simine y Samida, dos hermanas que, cuenta Simón, «llevaban un año sobreviviendo entre aguas fecales y el desprecio burocrático». También me quedo enganchada de esa imagen. Y de su historia: dos jóvenes que se manifestaron al grito de «no somos animales», que por un momento se rebelaron contra el desprecio y el abandono, que pensaron que igual el fuego haría su magia purificadora, soñaron un nuevo comienzo, hasta que el desgaste de esos días en la intemperie del hambre y la indefensión, las doblegaron hasta el punto de querer internarse en el nuevo campo.
La duda que expresan muchas personas en la pregunta: “¿Tú qué harías: te quedarías en la calle o entrarías en el campo?». Y la conclusión: «Es la doctrina del shock: si Moria era el infierno, la carretera de Kara Tepe ha sido la demostración de que se puede quebrar a las personas por inacción».
La experiencia de Simine y Samida, de tantas otras refugiadas y refugiados, sería invivible para alguien que no ha pasado por ella, algo del todo distinto, solo imaginable a través de un ejercicio de conocimiento y empatía profundo. Podemos acceder a ese conocimiento a partir de lo que nos cuentan periodistas comprometidas y honestas como Patricia Simón, escarbar en las crónicas e informes contemporáneos que crean una imagen bastante nítida del infierno. Podemos activar nuestra empatía a través de ese conocimiento y convertir en próximo/prójimo a aquel que consideramos lejano, aquel cuya experiencia es tan extrema que nos cuesta imaginar.
Jorge Semprún acertaba al sugerir que no nos podemos excusar con el tópico de lo indecible para evitar reflexionar sobre el horror y al señalar el grado de separación entre lo vivido y la representación de la experiencia. Del mismo modo, no nos podemos excusar con ese mismo tópico de lo indecible y, por tanto, irrepresentable e inimaginable, para no comprometernos en el ejercicio de imaginar el dolor ajeno.
Por muy lejana que sea la experiencia, la imaginación nos puede servir para acercarla. No llegaremos, por supuesto, a sentir, entender, conocer la experiencia, pero sí a imaginarla. Al fin y al cabo, imaginar es ser capaces de representar en nuestra mente una versión de lo real y de lo ideal, es ser capaces de formar imágenes e ideas nuevas a partir de un conocimiento.
Imaginar la vida de Simine y Samida es posible a cierto nivel, a un nivel lejano de la experiencia en sí pero cercano en el sentido al que nos invita Ana Carrasco-Conde a reflexionar, que implica un cambio de percepción en nosotros: no es que Moria sea una repetición de la historia o que Simine y Samida sean «más refugiadas». Es que nosotros hemos dejado dormida nuestra imaginación, hemos entrado en la dinámica de la inevitabilidad de la historia y de las preguntas retóricas.