Opinión
Volver
"Cuando no se sabe a qué narices se va a parecer todo esto dentro de dos meses, ¿cómo se vuelve?", reflexiona Laura Casielles en su primera #Mirada tras las vacaciones.
Esto es un poco como cuando, tras un domingo en la playa o en el pueblo, de repente te ves en un atasco. Dirán lo que quieran, pero esos atascos no se producen por las malas decisiones –salir un poco antes, un poco después–, por las carreteras en estado regulero o porque haya más coches de los que caben en este mundo. Son una cosa del karma, un fenómeno que genera el universo para ajustar los ritmos. Nos dan un limbo de toma de conciencia entre esa lentitud de la que venimos y el acelere al que nos damos cuenta de que ya estamos llegando.
Y es que si algo son las vacaciones –así sean un solo día libre, así sean sin moverse de casa, así sean tan solo dormir un rato más– es tiempo sin tiempo. Quitarse el reloj y renegar de las noticias. Echar siestas, desayunar poniendo despacio sobre el pan un montón de cosas. No sentir ninguna culpa en las resacas. Eso, eso son las vacaciones: treguas de compromisos, días sin objetivos.
Este año, el verano ha sido una especie de alto el fuego también con respecto a la realidad. Nos hemos subido la mascarilla un poco más, hasta los ojos, para no ver más que lo justo; y a la vez que la agenda y el móvil, también nos hemos permitido olvidar –a ratitos al menos– el berenjenal en el que estamos. Hemos salido a la calle, a la playa, a las terrazas, como si no tuviéramos un barullo de incertidumbre, miedo y penas por ahí dentro. Como en un pacto de silencio rarísimo, no nos hemos dicho unos a otras lo que –quien más, quien menos– pensábamos a veces: que sí, que la bofetada que nos iba a dar el otoño iba a ser tremenda… y que nos daba igual. Porque necesitábamos como nunca respirar, encontrarnos, recordar la luz, aunque fuera echándole hidrogel cada quince minutos a la alegría.
Y ahora, pues aquí estamos. En un atasco del que no se ve final. Concretamente, en ese punto del atasco en el que una se da cuenta de que no hay nada para cenar en la nevera y de que lo mismo se ha dejado la basura sin sacar antes de salir de casa. Empieza a picar la piel –“me pelo fijo”—, y la arena de la que antes parecía cierto eso de “¡qué más da, ya limpiaremos!” se cuela por todas partes con una insolencia molesta.
Volver es un verbo realmente difícil. Medio imposible, a lo mejor. A veces es una misma quien ha cambiado, y entonces, ¿qué es volver? Otras veces ha cambiado el sitio al que se regresa, y así tampoco hay manera. Porque, como mínimo, para poder volver hay que tener a dónde. Y para tener a dónde, las cosas tienen que estarse un poquito quietas.
¿Cómo se vuelve a una escuela en la que la norma nueva es estar lejos? ¿Cómo se vuelve a un trabajo que se ha perdido? ¿Cómo se vuelve a un bar o un teatro que han cerrado? ¿Cómo se vuelve a un lugar que está lleno de miedo? ¿A una casa en la que falta alguien? ¿Cómo se vuelve a un año que se perdió? ¿Y a una tranquilidad, a una ilusión, a un sueño? ¿Cómo se vuelve a tejer una red rota? Cuando no se sabe a qué narices se va a parecer todo esto dentro de dos meses, ¿cómo se vuelve? ¿Cómo se vuelve a distancia, cómo se vuelve por videoconferencia?
El bucle de inquietudes posa las maletas en la puerta de nuestros días y empieza a molestar su runrún. En el atasco, por no hablar, ponemos la radio. Y la radio dice que sí, que mañana es lunes, septiembre, bajan las temperaturas. Y que no se ha arreglado nada. Que el rey sigue fugado, y que al tirar del hilo de las cajas be se ve la suciedad de las cocinas, y que arden esos campamentos que no sabes por qué se llaman de refugio cuando son de abandono, y que una de cada dos mujeres ha sufrido violencia en su vida, y que suben y suben los miles de muertos por la cosa esta. Que todo arde, en realidad, por todas partes, y que lo mismo le dan a Trump el premio Nobel de la Paz. Y luego ya el anuncio ese de mierda de que te van a haber ocupado la casa mientras tenías los pies metidos en el mar.
Avanzan, lentos, los coches, hacia unos hogares en los que sabemos que igual nos está esperando una gotera. Siguen su murmullo las noticias, y la noche cae sin piedad. Al menos, al ir llegando deja unos colores de naranja y plata que intentamos atesorar en el fondo de los ojos según entran por la ventanilla del conductor.
Para levantar esto un poco, solo se me ocurre que, de camino, al salir de este atasco, paremos un momento en la venta y compremos corbatas de Unquera, miguelitos de la Roda, bizcocho de Guitiriz: yo que sé, lo que vendan aquí. Que para el desayuno va a estar bien, nos va a hacer ilusión.
Mira, mejor coge dos, uno para la oficina.
Que sí, que es una mierda que sea lunes, y septiembre, y en pandemia. Pero también habrá que tomarse un café a media mañana, y enseñarse los selfies, y charlar del gobierno, y compartir un dulce.
Que a lo mejor volver es eso, simplemente.
Hay gente que dice que son cosas del karma, otros dicen que todo son lecciones para aprender.
No lo sé, lo que sí sé es que hace muchas décadas que estamos perdiendo los valores y que en lugar de despertar parece que entremos en sueño profundo.
Quienes defendían valores y causas justas hace tiempo que se quedaron sólos.
Yo no descarto en absoluto que, además de la publicidad y los medios de comunicación alienantes de la dictadura del capital, hayan echado alguna sustancia para tenernos así de aborregados.
Hay tantx incautx que cree que el mundo está en manos de buena gente que a quienes estamos más despiertos nos llaman conspiranoicos.
Lo malo es que la fuerza borreguil nos arrastra tambien al matadero.