Internacional
ESPECIAL DESDE LESBOS | Cuando buscar agua te convierte en clandestino (2)
Tras dos días aislados por los controles policiales, refugiados de Moria se ven obligados a recorrer kilómetros clandestinamente a través de los olivares para comprar comida y recoger agua en riachuelos para ducharse.
El muchacho carga con una mochila y una botella de agua. No llevaba mucho más cuando atravesaba el desierto del Sahel en su camino a Europa desde Camerún. El sol cae a plomo y aún son las diez y media de la mañana. Cruza la carretera sin apenas tráfico, salta el quitamiedos y se adentra en olivares que rodean a lo que queda del campo de Moria, en la isla griega de Lesbos.
“Es la única forma que tenemos de ir a comprar agua y comida. La policía no nos deja salir de la carretera a Moria”, explica, mientras sortea los charcos andando sobre tablones.
Las dos carreteras que comunican Mitilene, la capital de Lesbos, con lo que queda del mayor campo de refugiados de la Unión Europea, llevan cortadas por la policía desde la noche del martes, cuando comenzaron los incendios. Según empeoran las condiciones de las más de 13.000 personas que, como se presenta Abdou, ahora son también sin techo, las instituciones aumentan el perímetro al que, oficialmente, tampoco tiene acceso la prensa. En un primer control policial, varios agentes cierran el paso. En un segundo, una veintena de soldados y una decena de policías vigilan apostados tras dos autobuses atravesados en la vía. Esto lo veré más tarde, desde el otro lado, al que no habría podido llegar si no hubiese sido por Françoise Unzú.
Este muchacho de 25 años que, según cuenta, fue obligado a hacer la guerra en el oeste de su país, tiene un pendiente en su oreja derecha y una necesidad imperiosa de verbalizar las injusticias que ha vivido durante los 13 meses que lleva atrapado en la isla de Lesbos.
“Hice mi entrevista para pedir asilo hace más de un año y aún no me han contestado. Y la siguiente cita la tengo para junio de 2021. La Unión Europea tiene que sacarnos de aquí, hay gente que lleva hasta tres años”, relata cuando un trabajador de una fábrica junto a la que pasamos nos mira insidiosamente mientras llama por teléfono. Avanzamos más rápido, cuando tres hombres aparecen zigzagueando monte abajo. Inicialmente, desconfían. Saben que hay grupos de griegos xenófobos y de extrema derecha impidiendo que vecinos y activistas puedan auxiliar a las personas refugiadas. Cuando los afganos ven que Françoise es negro, dejan de temer y nos explican lo que ya sabemos: “Llevamos dos días durmiendo en la calle, sin comida ni agua. Y la única forma de conseguirlos es por aquí”.
Para algunos refugiados, sobrevivir estos días ha vuelto a ser una cuestión de clandestinidad: saber cómo moverse por el monte, cómo racionar el agua y los alimentos, llamar poco la atención para no terminar teniendo problemas con la policía o con otros refugiados… Desde un alto, contemplamos un reguerito de puntos moviéndose por los montes. De nuevo la huida.
Un hombre nos recrimina desde su moto que estemos en una propiedad privada. Un poco más adelante, nos encontramos con un joven de Gambia acuclillado en un recodo del camino, rellenando en un riachuelo botellas de agua que ha recogido de la basura. A su lado, pasa un congolés cargando con un bidón en su cabeza. Es la única forma que tienen de poder ducharse, en Grecia, en la Unión Europea.
Si no hubiese sido por el papel de ONG como la vasca Zaporeak, que ha casi duplicado el número de raciones de comida repartidas al día, más de 3.000, la crisis humanitaria a la que asistimos sería sustancialmente peor.
Tras una hora subiendo y bajando laderas, llegamos a la carretera en la que llevan dos días tiradas miles de personas. Exactamente a 200 metros de donde está el control policial por el que no hemos podido acceder directamente. Aquí, lo más preciado es una sombra, por lo que los bajos de camiones, los túneles y los árboles se han convertido en sus nuevas tiendas de campaña. Y los aparcamientos de los dos supermercados en los que estas miles de familias se tuvieron que dejar buena parte de sus ahorros durante estos meses, o incluso años, de espera en Moria, en su nuevo campo de refugiados.
“¿Por qué han cerrado los supermercados? ¿Por qué?”. Hay mucha rabia entre los desplazados por el incendio. Una rabia que ya resultaba evidente en el campo de Moria y que este abandono institucional hace incontenible. Antes, para comer, tenían que hacer interminables colas para recoger unas bandejas de catering que, como hemos constatado, resultaban bastante incomestibles. Por ello, muchos se gastaban en estos dos supermercados los ahorros que le quedaban, lo que les pudieran enviar familiares o los 90 euros que les ingresa mensualmente el Alto Comisionado para los Refugiados de las Naciones Unidas en una tarjeta de Master Card –por supuesto, con sus respectivos logos. Si algo no faltaba en Moria eran los logos estampados en cada lona, mochila, camiseta…. reducidos ahora a cenizas–. Una de las quejas de la población local de Lesbos es que la gran beneficiaria económicamente de la llegada de los refugiados ha sido la cadena alemana Lidl, mientras que buena parte de sus comercios locales han quebrado por la crisis económica que sigue asolando Grecia.
Así que cuando el jueves por la tarde, estos dos centros comerciales cerraron sus puertas, la sensación que se extendió fue, una vez más, la de vejación y aislamiento total. Que nos sobrevolase a baja altura un helicóptero militar de doble hélice, a personas que han huido en muchos casos de la guerra, no ayudó precisamente.
Houda sostiene un extremo de la manta a una de las estacas clavadas en la lengua de césped que flanquea la carretera. Su marido la tensa, construyendo así una pequeña carpa en la que proteger del sol a sus cuatro hijos: el más pequeño, de tan solo 18 días. La madre, de 33 años, me señala el vientre: aún se está recuperando de la cesárea. El recién nacido, envuelto en una manta naranja atada con un cordón, pasa de los brazos de un hermano a otro. Siguen siendo una familia preciosa de Siria, aunque los pequeños lleven dos días comiendo solo tomates crudos a bocados. Como ahora. Sorprende la pericia desarrollada por una niña de 5 años para que no le caigan chorros de jugo por las manos.
Entonces, unas furgonetas de un catering local abre sus puertas y comienza el reparto de las reconocidas fiambreras, con el respectivo logo de la Unión Europea. Y paquetes de botellas de agua. Son los propios refugiados los que organizan el reparto. La congoleña Patricia avanza con un carrito del supermercado que ha llenado de agua, tomates y huevos. “Vamos a un sitio un poco apartado”, nos advierte. Decenas de personas se agolpan en un túnel que desemboca en la playa, desde la que contemplamos la costa turca de la que partieron todos ellos en patera: apenas 16 kilómetros de separación y toneladas de dolor. Por eso, muchos de ellos no quieren hablar, porque ya se han visto forzados a contar una y otra vez sus vidas, intimidades y hazañas para llegar hasta aquí en las sendas entrevistas con instituciones y ONG. Y la vida sigue yendo siempre a peor.
“¿Para qué te voy a contar mi sufrimiento? ¿Para el deleite del mundo sin que nadie haga nada? No hay palabras para describir mi dolor de todos estos años. Aquí nos tratan peor que animales. Todo el mundo lo sabe, ¿para qué repetírselo a gente que esta noche tendrá dónde dormir y qué comer?”, me espeta Sandrine, una camerunesa de 25 años con furia saltándole de los ojos. No quiere ser grabada en vídeo, pero sí que se sepa el porqué.
François me acompaña mientras sigue contando su historia. “De aquí solo sale quien tiene abogado. Yo no lo he tenido en ningún momento y hace un año que hice la entrevista de asilo”. Y me muestra sus papeles: nadie se mueve con tantos documentos como a los que los quieren clandestinos les llaman ‘sin papeles’. Su solicitud de asilo está en griego, así que no sabe si lo que él firmó, sin posibilidad de tener una copia en francés o que alguien se lo tradujese, son realmente las razones que él alega. Fundamentalmente, que no quiere verse forzado a matar en una guerra para la que fue reclutado forzosamente durante tres años.
Cuando llegamos al aparcamiento del supermercado Lidl, otros refugiados habían cogido parte de la plaza de aparcamiento, delimitada con pintura en el suelo, que Francois compartía con otros dos cameruneses. Era cuestión de 40 centímetros, los que marcan la diferencia entre tener o no un techo, así sea una tela plástica semitransparente. La discusión acabó en concordia, con la retirada a su posición inicial del padre de familia de Afganistán.
Un matrimonio con aspecto anciano pero que no superan los 50 años, recogen junto a sus hijos toda la basura acumulada en las papeleras: “Dormimos aquí, todos estos restos de comida son un peligro para la COVID-19”, explica el padre. Las risas de los niños y niñas jugando en esta especie de patio escolar resultan tan discordantes con el ambiente como la certeza de que, pese a todo, esas son las últimas que se apagan. Cuando dejan de escucharse es que ya solo queda tierra yerma atrás. Como la que dejaron a sus espaldas muchas de estas familias en Siria, Yemen, Afganistán… En el camino de vuelta, según se pone el sol, los padres y madres se me acercan para volver a enseñarme heridas, picaduras, hinchazones en los cuerpecitos de sus hijos. Buscan médicos, médicas. Les dirigimos al aparcamiento del Lidl, nuevo centro neurálgico de sus vidas. Pero, sobre todo, necesitan información.
“¿Usted sabe dónde se las llevan?”, me pregunta un hombre señalando a las mujeres que son subidas a un autobús. Es el nuevo grupo de población en ser evacuados: tras los menores no acompañados, y las madres monomarentales, ha llegado el turno de las mujeres que viajan solas. No saben dónde van: si a un centro en la isla, a Atenas o a otro país europeo. La Marea tampoco ha podido confirmar este extremo.
El ecosistema mediático que suele construirse en torno a este tipo de crisis empieza a florecer, con un retraso de 24 horas por las limitaciones impuestas por la pandemia de coronavirus. Para viajar a Grecia hace falta una prueba de PCR negativa, lo que está retrasando la llegada de medios internacionales. Aun así, están las agencias, que ahora graban cómo una delegación de miembros del Europarlamento y del Parlamento heleno de Syriza avanza por la carretera. Niños y niñas se acercan a los políticos, que les saludan y escuchan aunque no puedan entenderse por la diferencia de idiomas; un periodista local insta a los representantes a que hagan todo lo posible para que las instituciones locales y nacionales, gobernadas por la derecha, saquen a esas personas de ahí y les den condiciones dignas, mientras un grupo de cameruneses se me acercan para preguntarme quiénes son.
No saber todo el tiempo, que las instituciones de un Estado de derecho den por sentado que no han de informarte sobre las cuestiones que te afectan de la manera más trascendental, que por no tener no tengas siquiera a quien preguntar, es una de las violencias más cotidianas, constantes y desestabilizadoras que sufren desde 2015 las personas desterradas en Moria.
Y de los griegos, mientras tanto, nos olvidamos ya que no son refugiados ilegales.
Endeudados con Alemania, que les obliga a gastar en armamentos alemanes. Acosados por los turcos que quieren el gas del mar Egeo y facilitan el paso a inmigrantes no turcos mientras Turquía recibe subsidios de Alemania.
Así y todo, los griegos tienen que llevar parte del peso de las crisis en Siria, Yemen, Afganistán y tantos otros países que ni siquiera han sido colonias griegas en época moderna.
Y los héroes son los de una ONG, Zaporeak, situada en Intxaurrondo, lugar de los primeros asesinatos de guardias civiles por etarras. Tal vez buscan nuevos reclutas para su causa nacional-socialista.
EL DRAMA DE LESBOS, EL DRAMA DE LOS PUEBLOS INDIGENAS, POBREZA, NACIONES EN GUERRA, ¡ES EL CAPITALISMO, ESTUPIDO, DESPERTAD, PUEBLOS DORMIDOS DEL MUNDO!
Así obligan gobiernos y algunas Ongs «conservacionistas» a emigrar de sus tierras y a mendigar en las grandes ciudades a muchos pueblos indígenas.
La Gran Mentira Verde: el mayor acaparamiento de tierras de la historia en nombre de la conservación.
Grandes ONG conservacionistas pisotean los derechos de pueblos indígenas y los expulsan de sus tierras. Esto es un delito en muchos sentidos… Los mejores guardianes del medio ambiente están siendo aniquilados por dichas ONG, que a menudo se asocian con las industrias más contaminantes y destructivas del planeta.
Y todo indica que la situación podría empeorar. Se está poniendo sobre la mesa el mayor acaparamiento de tierras de la historia, y todo en nombre de la “conservación” de la naturaleza. El plan consiste en convertir el 30% del planeta en áreas “protegidas”, basándose en la afirmación totalmente falsa de que esto ayudará a proteger la biodiversidad y paliar el cambio climático y las pandemias. Sin embargo, como vengo señalando a menudo, lo más probable es que estos problemas se agraven.
Si permitimos que esto ocurra, comportará un ataque masivo a la diversidad humana en todo el mundo. Algunas ONG conservacionistas simplemente no quieren que la gente viva de modo autosuficiente de la caza, del pastoreo o del cultivo de sus propios alimentos. Quieren expulsar a la gente de los bosques y del campo, trasladarlos a las ciudades y hacerlos dependientes de los alimentos producidos industrialmente. Mucho me temo que esto no es una exageración: la “naturaleza” será un bien al alcance de unos pocos privilegiados que puedan permitirse el lujo de visitar un espacio salvaje artificialmente “virgen», “pristino” e “intacto”… que tiempo atrás fue el hogar de muchos pueblos indígenas.
Claro que en algunos lugares los parques nacionales pueden ser una excelente barrera contra el avance de la industria. Pero muchas personas no están dispuestas a conocer la verdadera historia que tantísimas veces hay detrás del actual modelo de conservación de la naturaleza: por ejemplo, la historia de los bosquimanos en Botsuana, la de los bakas en la cuenca del Congo o la de los adivasis (“indígenas”) en India. Historias terribles de desarraigo que abocan a sus víctimas a la mendicidad, a la prostitución y a sufrir los mismos problemas con el alcohol o los encarcelamientos que todavía destruyen la vida de muchos nativos norteamericanos y aborígenes australianos cuyos antepasados fueron expulsados de sus tierras.
La historia que cuenta cómo los parques naturales se crearon en Estados Unidos por iniciativa de algunos de los peores eugenistas, racistas y ecofascistas, y luego se exportaron a África y Asia, ha sido encubierta, y el nuevo intento de apoderarse del 30% del mundo para destinarlo a “áreas protegidas” (que en muchos casos no comportan una buena protección) cuenta con el apoyo de miles de millones de dólares de los contribuyentes, aportados por gobiernos y por Naciones Unidas. Seguirá adelante y amenazará las tierras de millones de personas a menos que se origine una oleada de protesta por todo el mundo.
(Stephen Corry, Survival International)