Opinión

Lecciones olvidadas

"Lo más triste es que no aprendimos a valorar la vida porque quienes murieron fueron los ancianos, aislados y asustados por la muerte invisible que les acechaba", reflexiona Mónica G. Prieto.

Un equipo de Proactiva Open Arms ayuda en el traslado de una mujer con síntomas de COVID-19 de la residencia Verger Roser, en Barcelona, a un hotel medicalizado (Oriol Daviu / Fotomovimiento)

Al principio, conmocionados ante la loca idea de vivir en primera persona una pandemia, se creó la efímera ilusión de que seríamos capaces de aprender y de crecer. La bofetada de realidad desvaneció momentáneamente el sentimiento de vulnerabilidad y superioridad eurocentrista, hermanándonos en la enfermedad con personas del resto del mundo que experimentaban el mismo miedo ante la misma proximidad de la muerte y la misma angustia ante un futuro más incierto que nunca. 

La empatía que parecía rehuir de nosotros años atrás regresó a nuestras calles, y durante un breve y bello momento, nos sentimos cercanos al otro y agradecidos a quienes se la jugaban por nosotros. Nos reencontramos con nosotros mismos y con nuestros seres queridos, con nuestro núcleo más cercano. Nos pensamos y doblegamos las pequeñas rencillas que antes habían condicionado nuestras relaciones. Por un instante, fuimos más tolerantes con los demás y con nosotros mismos. Las diferencias políticas lo fueron menos porque confirmar nuestras convicciones ya no era lo más importante.

Lo único vital era salvar vidas, protegernos, tener suficientes alimentos en la nevera y papel higiénico en nuestros baños como para asistir cómodamente a la tragedia desde la seguridad de nuestro hogar dotado de agua corriente, energía y conexión a Internet. Porque, incluso en tiempos de peste, hay clases.

La ficción del aprendizaje terminó antes incluso que la pandemia, más viva y desafiante que nunca. Los políticos volvieron a vociferar, a enconar y a emponzoñar arrojándose las cifras de los muertos que nunca vimos, y lo hicieron tan pronto como pasó el shock inicial, volviendo a romper marcas de vileza y bajeza moral. La ausencia calculada del drama propio –sí se vieron ataúdes, muertos en las calles y morgues repletas de otras nacionalidades– hizo que la tragedia lo fuera un poco menos. La aséptica cifra de 28.000 muertos no afecta de igual forma como mera secuencia numérica que viendo hileras de cadáveres. Y la breve memoria de nuestra sociedad, cada vez más efímera (imagino que como consecuencia del bombardeo de mensajes que nos llegan mediante las redes, tan cortos como irrelevantes, pero lo bastante masivos como para obstruir la comprensión de lo realmente importante) volvió a jugárnosla.

Tan pronto como terminó el estado de alarma, volvieron las masas a las playas y a los eventos deportivos, regresaron los viajes, los botellones y las celebraciones colectivas que llegaban a homenajear a la plaga que ha puesto de rodillas al planeta, recordando una vez más lo inconsciente y lo arrogante que somos los seres humanos, empeñados en someter a la naturaleza. Volvieron las necesidades creadas, las compras de rebajas, la contaminación y el racismo más atávico. O quizás nunca se fueron, solo quedaron congelados por la obligación de obedecer. Muchos volvieron a ser invulnerables, tras quedar demostrado que la pandemia no les hacía mella.

Por no aprender, no hemos aprendido ni siquiera de los ejemplos que marcaron el camino a seguir para contener la pandemia. Japón, Corea del Sur o Taiwán minimizaron el impacto del virus con test masivos, rastreadores y aislamiento temprano de los contagiados ya en febrero, con laboratorios especializados solo en tests, con una atención primaria robusta y una industria sanitaria propia que permite repartir mascarillas a todos. 

En España, los casos se comenzaron a multiplicar una vez que las autoridades dieron por acabada la peor fase de la pandemia sin que haya pruebas, mascarillas ni rastreadores suficientes. La atención primaria sigue estando bajo mínimos, pese a que es imprescindible para controlar una enfermedad cómodamente instalada entre nosotros que se crece ante nuestra inconsciencia. Por no aprender, no aprendimos ni el vocabulario mínimo imprescindible: en lugar de escalar de la Fase 0 a la Fase 3 “desescalábamos” hacia arriba. Y se hablaba de “rebrotes”, aunque para eso tendría que haber acabado la primera fase de una pandemia que nunca se fue y que no se irá en varios años, aunque se halle vacuna, porque las vacunas no son para pobres y a los pobres de los países en desarrollo, en Africa, Asia y América Latina, les crecen las adversidades, los tiranos, los conflictos armados y las crisis económicas. Y terminan huyendo de la guerra, de la miseria y de la persecución al único lugar seguro que encuentran, que suelen ser las democracias occidentales. 

Se habla de “post pandemia” cuando lo peor podría estar por llegar si todos esos ciudadanos decididos a no arruinar sus vacaciones, o su ocio, o su bronceado persisten en el egoísmo arrogante de seguir frecuentando chiringuitos, de no utilizar mascarilla o no mantener la distancia social. Y encontramos alivio refiriéndonos a una “nueva normalidad” que se antoja, además de una contradicción in termini, un salvavidas dialéctico al que aferrarnos para no sucumbir al pánico que genera la idea de reinventarse, de salir de nuestro espacio de confort, de enfrentarse –al fin y al cabo– a la vida, con todos sus altibajos. 

Lo más triste es que no aprendimos a valorar la vida porque quienes murieron fueron los ancianos, aislados y asustados por la muerte invisible que les acechaba. Si el coronavirus se hubiera cebado en los jóvenes, no me cabe duda de que nuestros mayores no habrían salido en masa ante la primera oportunidad, porque los jóvenes son sus hijos, nietos y bisnietos, y la mera posibilidad de contagiarles les habría aterrorizado.

Lo único aprendido es que las sociedades occidentales tienen un problema a la hora de ejercitar su libertad desde la responsabilidad: sin un estado de alarma, sin uniformados poniendo multas en las calles, no todos se comportan como dicta el sentido común. No acabamos de tomar consciencia de que cada uno de nosotros tiene una responsabilidad social consistente en aportar tanto como pueda para el bienestar común. Hoy en día, del ejercicio de esa responsabilidad depende la supervivencia de nuestros conciudadanos.

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