Cultura
Laura Casielles | Todas las canciones que saldrán de esto
"Yo no sé de qué sirve el arte si no es para intentar entender lo que nos pasa y abrirle grietas para que entre la luz", reflexiona Casielles.
LA MIRADA DE LAURA CASIELLES // El otro día entré en bucle con una canción nueva que me llegó. Mi alfombra, de Maui. Maui de Utrera, que canta siempre con luz y con libertad. “Venga desinfección, croquetas de jamón y series de Netflix”, decía el estribillo. En el vídeo, un personaje animado que me recordaba mucho a mí misma se ponía la espumadera delante de la cara protegiéndose no sé si del aceite que salta o de las dudas que asolan. Y yo me decía que en realidad querría haber escrito algo así —“un mundo patas arriba / el naranjo que florece / versos de plastilina / para un abril que no vuelve”—; algo capaz de echar a volar, como en los fotogramas, en una alfombra que supiera entrar por ventanas ajenas para acompañar soledades y reflexiones.
En esas andaba, y me acordé de un cierto mimimi que venimos repitiendo como agoreras en las redes sociales. Esos chascarrillos de “ya verás tú todos los poemarios que van a salir ahora sobre el confinamiento”, “puf, quita, quita, va a estar todo lleno de ensayos pandémicos”. Desde el principio, una especie de rechazo preventivo a lo que se pudiera crear a partir de la experiencia que hemos tenido en estos meses. Una polémica a priori dando por hecho el desatino de cualquier arte que pueda salir de todo esto.
Últimamente también he estado viendo En casa, una serie que partió de la propuesta de que cinco directores y directoras idearan y grabaran su episodio solo con los recursos con los que contasen en su propio confinamiento. “Qué precipitado” –leíamos en el Twitter y en las críticas–, “el buen cine no se hace así”. A mí cada uno de los cinco capítulos me pareció una ventana: la pareja que descubre sus enroques en el confinamiento, las amigas que se abren la casa y la vida, la toxicidad que encierra más que cualquier confinamiento, el mundo que se resume en los objetos de los estantes. “A mí me habría gustado hacer este viaje juntos, aunque si tú estuvieses aquí, no lo hubiera hecho nunca”.
Los debates sobre la cultura han estado presentes desde que el estado de extrañeza comenzó a mostrar el desequilibrio entre esencial y sostenible. Hemos hablado de economía, del sector, de quienes se lucran y quienes se quedan por el camino. Hemos hablado de plataformas, datos, quién se lleva lo que no nos llega. Hemos hablado de privacidad, propiedad, pertinencia. Pero hoy quería mirar más bien a otra cosa, la que está al fondo: la creación. Qué contamos, qué cantamos. Cómo tejemos lo que está pasando en versos, en imágenes, en estribillos.
Y cómo lo recibimos.
Me acuerdo de que muy, muy al principio del confinamiento, Jorge Drexler se marcó por videoconferencia una canción recién compuesta para compensar un concierto que se suspendía. Se titulaba Codo con codo, y nos permitía por fin tararear algo que nombrase aquellos días raros: “Mira a la gente a los ojos, / demuéstrale que te importa, / mantén a distancias largas / tu amor de distancias cortas”.
Unas semanas más tarde era Rozalén la que cantaba sus Aves enjauladas, insuflando energía a las ganas de salir volando. Recuerdo el escalofrío que me dieron esos versos que, por primera vez, me ponían a pensar la inmanencia de este tiempo en el plazo abierto de la memoria: “Brindaremos por los que se fueron sin despedida… otra vez”.
A menudo somos reticentes al arte que habla de manera más o menos directa de la realidad. Nos burlamos de los versos sencillos. Tal vez pensamos que acercarnos a lo que está pasando de manera demasiado inmediata puede llevarnos a escribir, a componer, cosas coyunturales, simplonas. Oportunistas, quizá, que es lo que más enfada: hacer de lo que nos pasa un nicho de mercado justo cuando estamos jodidas y hambrientas de sentido es lo contrario al arte.
Pero, cuando no se trata de eso, tiendo más bien a pensar que circunstancias, no hay nada que no las tenga. ¿A qué guerras que pasaron, a qué cotidianos apuros, respondería lo que hoy entendemos como obras maestras? Para eso –para atravesar el tiempo– está la metáfora, la intuición de lo común. Y el ensayo/error, por otra parte. ¿Que habrá canciones y libros que salgan mal, que sean muy pobres? Seguro. Del coronavirus y de la metafísica, del encierro y de los nenúfares. Pero habrá que ir probando sin aprioris.
El poema aquel que reunía a unos cuantos autores y salía como queriendo ser la voz oficial de nuestros sentires no me apeló mucho, la verdad. Pero no puedo sino decir que, cuando se convirtió en canción, Los abrazos prohibidos me emocionó. Más aún cuando supe de varias personas que lloraron con ella todo lo que venían necesitando llorar en este tiempo. “Supervivientes, sí, maldita sea: / Nunca me cansaré de celebrarlo”.
¿Cuánto hay de elitista a veces en despreciar según qué versos sencillos?
¿Cuánto de autodesprecio en que algo no nos sirva como arte si lo que nombra es nuestra realidad?
En esa línea de lo explícito y del agradecer, un número especial de la revista Eme21 reúne a una veintena de ilustradores para mostrar que “la ciudad seguía viva para aquellos que durante años han sido invisibles”. Distintos trazos, distintas miradas reviven en sus páginas a enfermeros y reponedoras, a autobuseros que recorren el tiempo suspendido. Instagram está lleno de ejemplos de trabajos en esa línea, pero si queremos un poco de curaduría –que al final es lo que a veces nos hace falta para separar el heno de la paja– el proyecto 40 días 40 valientes también es un modo de hojear el álbum de fotos de lo que vivimos, y de lo que no pudimos ver.
Otras veces, la explicitud tiene una carga política igual de directa –algo que, por cierto, a menudo también sirve para que una creación cultural sea automáticamente denostada–. La poeta y rapera británica Kate Tempest compuso Dear NHS en homenaje al servicio sanitario de su país. Y, muy cerca de ella –en geografía, generación y estilo–, Hollie McNish publicó en las redes Our own way, un poema sobre cómo intentar la imposible conciliación en cuarentena (cuya versión traducida al castellano está incluida, por cierto, en el último número en papel de La Marea).
Parece que a veces queremos creer que la cultura es algo que está ahí suspendido, lejos. Que habla de palabras grandes y esdrújulas, que apunta a metafísicas fuera de nuestro alcance. Que es como decir: que es para otros.
Pero yo no sé de qué sirve el arte si no es para intentar entender lo que nos pasa y abrirle grietas para que entre la luz.
En Nostalgia en los autobuses, David Ruiz, el cantante de la M.O.D.A., fue lanzando una vez por semana sonidos de encierro y letras que rodeaban la pequeña claustrofobia de los días, y también sus aperturas. En el diario en audio del confinamiento del dramaturgo libanés Wajdi Mouawad –traído al castellano por Diario Vivo en Qué nos pasó– nos encontramos con nuestros propios fantasmas y contradicciones. La exposición online Pop art vs. COVID que Casa Árabe fue lanzando en sus redes sociales nos permitió asomarnos a unas vistas distintas: la de lo mismo pero vivido en otro lugar, concretamente el norte de África, a través del trabajo de una generación de artistas contemporáneos.
Y como desde luego que el documental es también una forma de creación artística, en este pequeño catálogo de lo que a mí me ha movido por dentro en estos meses tiene que entrar Buscando una luz, el podcast recién estrenado por Fran Izuzquiza. Esa manera de ponerle humor y ternura a la historia de cómo puede pasar eso de la COVID de ser un cuento chino a caer fulminantemente sobre las personas que amamos.
Hay muchas voces, muchas maneras de decir: una coralidad como la que pone en juego ese vídeo del Biggest Female All Stars Cypher en el que una veintena de raperas de distintos países riman, cada una a su manera pero juntas, lo que ha pasado en este tiempo.
Se canta lo colectivo y lo íntimo. Se cuenta la duda y la revelación. Se pinta el paisaje y las neuras. No se trata (necesariamente) de evadirse: hay también mapas de intuiciones para atravesar el desierto. Este artículo quiere ser un repaso de fueguitos, un modo de decir gracias por algunas de las compañías de este tránsito. Pero hay más por venir. Contaba la dramaturga y actriz María San Miguel lo que prepara, por ejemplo: una obra que he tenido que pasar de contar la vida de su padre a incorporar su muerte. Se están escribiendo ahora canciones y discos, guiones que contarán, inevitablemente, lo que nos ha atravesado en 2020.
El último estreno arte-pandémico en llegar a mis manos ha sido Te echo de menos, temazo bailongo de Tremenda Jauría para ir volviendo a ponerle ritmo a estos cuerpos que piden calle. No sé tú, pero yo iba necesitando la catarsis de bailar también este asunto: “Te echo de menos, me doy cabezazos contra el altavoz”.
Ante el argumento de que estas canciones, estos poemas, estas películas, pasarán sin pena ni gloria cuando la crisis haya pasado también, pienso dos cosas.
La primera, que me daría igual. Porque ahora mismo las necesito, me llevan de la mano por mis viajes interiores, me alimentan el sentir y las preguntas, me sacan a airear. Ponen a volar la alfombra que conecta mi balcón con otros cientos, y mis penas con otras mil.
Y la segunda, que no lo creo. Porque siempre habrá alguien a quien decirle: “Te echo de menos”. “Cuando salga de esta iré corriendo a buscarte”. “La paranoia y el miedo no son ni serán el modo”. “Y ponerle a la cordura pañitos de agua caliente”.
Y es que, ¿en qué estamos pensando en este tiempo si no es en la muerte, en el amor, en lo frágiles que somos, en qué sentido tiene cada día que pasa sobre este mundo?
No otra cosa lleva intentando hacer el arte, siglo tras siglo. No es de otro runrún del que han salido todas las obras maestras.
Se me ocurre que a lo mejor por eso es por lo que estamos tan cínicos, con la coraza puesta y la broma tan a punto para protegernos contra todas esas canciones y películas y libros que saldrán de esto –“puf, quita, qué pereza” –.
Que quizá lo que pasa es que en el fondo sabemos que las que den en la tecla, darán en la herida.