Opinión
Un problema de raíz
"Sí que es momento de hablar de esto. Nuestras cotidianeidades hechas trizas son el reverso tenebroso del alegre paseo de los reyes por la playa", reflexiona Casielles.
LA MIRADA DE LAURA CASIELLES // Letizia lleva un vestido de Zara que estiliza los brazos. Victoria Federica se ha echado novio. “Apóyate en la barra”, y qué temazo que sea la reina la que le da instrucciones a su marido. Reuniones sin corbata con artistas influencer y polémicas tuiteras sobre si los que había que elegir eran esos u otros. Un paseo triunfal sin mascarilla por la playa de Las Canteras entre súbditos en bañador. 423 regalos institucionales declarados en un ejercicio de por-qué-lo-llaman-transparencia-cuando-quieren-decir-impudicia: bañadores y tablets, zapatillas de ballet dedicadas, panderetas, “unas alpargatas típicas de la Rioja”.
“Cada noche, los Reyes y sus hijas ven una película. Una apuesta por las de Marvel y Star Wars; otra, por dramas y ciencia-ficción; el padre, por acción y los thrillers. Y la madre desempeña el papel de intelectual intentando sugerir títulos más culturetas”, dice un reportaje sobre cómo se ha pasado la pandemia en la Casa Real, “un hogar en el que vive una familia de cuatro”.
Entre la bizarrada, el cotilleo y hasta el humor se nos está colando un blanqueamiento que da gusto verlo. Mientras miramos el dedo, no miramos a la luna.
Tal vez sea necesario repasar algunas cosas que han ocurrido en estas últimas semanas, porque nos pillaron en pleno aturdimiento y despiste, preocupándonos por nuestra salud, nuestra subsistencia y en general nuestra vida.
Eran los días aquellos del principio del confinamiento, cuando salíamos a aplaudir a los balcones con entusiasmo y escuchábamos las ruedas de prensa del Gobierno con atención. Una noche de viernes, el rey salió en la tele con un discurso en el que, para sorpresa de nadie, no dijo nada que no fuera un lugar común. Pero el ruido de nuestras cacerolas en aquel primer día en que nos preguntamos si esa era una manera de manifestarnos desde casa quedó tapado no mucho después por el uso espúreo que empezó a hacerse de esta herramienta desde otras perspectivas a las que los Borbones no les molestan particularmente.
Lo que pasaba era que se había destapado algo que no por sabido de siempre es menos escandaloso cuando salen a la luz los datos: en este caso, que el rey emérito presuntamente se había echado a la saca 100 millones de dólares procedentes del siempre turbio negocio del Ave a La Meca. Lo que la gente pedía, pedíamos, era que ese dinero se fuera a la sanidad pública. Una locura, ¿verdad? Bueno, no pasó.
Lo que sí pasó es que siguió la película. La investigación que debe seguirle la pista a ese dinero está en manos del Tribunal Supremo, porque tiene tentáculos que van hacia todas partes: hacia las cloacas, las comisiones ilegales, las examantes cabreadas dispuestas a cantar la Traviata, las fundaciones, los testaferros y, en general, ese gran entramado de paraísos fiscales y operaciones varias que mantienen atado y bien atado todo este percal. El elefante sigue en el medio de la habitación, pero si en algo es experta la real familia es en vestirlo de seda y que en su lugar veamos otra cosa.
E igual que tras aquella cacería en Botsuana en la que se vio el –pobrecito– elefante, lo que se hizo es que el príncipe pasó a ser rey, y siendo tan alto y tan bien preparado y tan guapa su mujer, pareció que algo cambiaba; ahora el ya rey repitió la jugada de decir que los tiempos son distintos y que él no es su padre. Así que lo que Felipe anunció en aquellos días en los que estábamos preocupados por nuestros ERTEs y nuestros COVIDs, por nuestra conciliación y nuestros abuelos, fue algo así como: nada, tranquilos, que renuncio a la herencia y aquí paz y después gloria.
No sé, Rick: igual cuando eres rey, renunciar a la herencia se llama abdicar.
Pero no, eso no pasó tampoco. Pasó que nos dieron calderilla, o ni siquiera. En esa renuncia a heredar lacras, el rey también le quitó a su padre la asignación anual que percibe para sus asuntos, como quien le quita la paga a un adolescente que la ha liado en el fin de semana. La paga en cuestión son 194.000 euros, y después de marear un poco la perdiz al fin han dicho que no es que vayan a volver a Hacienda precisamente, sino que se quedarán en “el fondo de contingencia destinado a atender necesidades imprevistas de la Jefatura del Estado”. Me da la impresión de que a lo mejor esas necesidades imprevistas son, precisamente, gastos del rey. Será un pequeño matiz, supongo.
Pero es que, matices aparte, lo de bulto también sigue cantando. Y pese a todas las fotos de familia y los paseos amables, el relevo generacional por el que la puesta al frente de Felipe venía a limpiar la imagen de su padre va saliendo regular. Nuevo escándalo: lo de la luna de miel. Que resulta que hace quince años el susodicho y su flamante esposa pasearon su amor por las provincias de España, porque oigan, no hay país como este, y teniendo ese patrimonio, para qué va una feliz pareja a irse más allá. Pero parece ser que no bastaron los paradores y los baños de masas: una cosa es la comunicación y otra las vacaciones. Detrás de lo que contaron había otro viaje: uno que costó medio millón de dólares en paradisíacos enclaves de Camboya, California y las islas Fiji. Aunque bueno, tampoco nos enzarcemos, que no todo era dinero público: la mitad más o menos la puso un empresario amigo que seguro, seguro, seguro que no sacó nada de ahí.
El problema es que todas estas noticias llegan pero, igual que llegan, se van. Porque en el fondo ya lo sabemos: que son un gasto, y que supuestamente roban, y que nos mienten, y que alimentan a la calaña que saquea este país. Y como en todo lo que tiene que ver con la corrupción, un escándalo más, una nueva cifra, no nos dice nada. Refuerza lo que ya tenemos diagnosticado si es que lo tenemos; y no nos cala lo más mínimo si es que nos da igual. A veces una se pregunta qué es lo que tendría que pasar para que realmente se apriete un interruptor o un detonante. Porque ya ha pasado tanto, que cabe temer que el límite lo hayamos cruzado sin verlo.
Hay un capítulo en The Crown, la serie que cuenta la vida de la reina de Inglaterra, en el que su marido, el príncipe de Edimburgo, consigue convencer a la vetusta estructura de palacio para dejar entrar por primera vez a la televisión. Parece anecdótico, pero en realidad es un punto fundamental de la trama. Toda la historia de esa monarquía que nos están mostrando mientras atraviesa el siglo XX es el tira y afloja entre un viejo y un nuevo modo de hacer las cosas: entre el misterio y la farándula. Si la legitimidad de los reyes siempre había venido de un oscurantismo bañado en tradición, los nuevos tiempos abrieron la posibilidad de que la campechanía fuera mejor herramienta.
La naturaleza y la situación de la casa real británica y la española son distintas por muchos motivos, y ese es uno: aquí se ha optado con claridad por la segunda opción. El papel cuché y las polémicas de ocasión son importantes porque sobreviven a los escándalos y a los titulares pasajeros: mientras se debate sobre la forma, el fondo queda sin tocar. Hay algo en lo que todas las monarquías se parecen, más allá de sus diferentes estrategias, y en eso el mantra de Isabel II en la serie aplica también aquí: “la Corona siempre debe ganar”. Más allá de las personas que parezcan quedar por el camino, más allá de las aparentes concesiones momentáneas, lo que importa es salvar a la institución.
Hay quien dice que no es momento de hablar de esto. Que hay cosas más urgentes: arreglar nuestras vidas, básicamente. Lo que pasa es que las cosas tienden a entrelazar sus raíces como plantas de una densa jungla. Si esa institución sigue firme, incólume ante los embates de su propia torpeza o maldad, es porque ese sistema de raíces es intrincado como los que vemos a veces al intentar arrancar una mala hierba. En él se enredan las grandes fortunas, el establishment político, los principales medios. Por eso la Corona siempre debe ganar. Por eso siempre perdemos los mismos.
Sí, sí que es el momento de hablar de esto. Un momento excelente. Porque se nos ha puesto patas arriba todo y decimos que todo lo estamos repensando. Porque los millones que faltan en un sitio tienden a estar en otro, y nuestras cotidianeidades hechas trizas son el reverso tenebroso del alegre paseo de los reyes por la playa. Por democracia. Por decencia. Por el siglo en el que estamos. Porque al tirar de esta hierba va a salir, enredado raíz con raíz, mucho de lo que explica lo que nos pasa.
Buen artículo.
Coincido con Eugenia en el comentario.
En este país, hoy día, se traga todo lo que te quiera echar el sistema establecido.
La mayoría de la gente se «informa» por la tele, por periódicos conservadores, las revistas del corazón, que pintan tan guapos por dentro y por fuera a los reyes, se venden más que los periódicos.
Y cada día parecemos más atontaos…. Algo raro está pasando.
Excelente y claro artículo que pone de manifiesto lo que es la monarquía, de la cual España ya se había despedido y que Franco decidió como sucesora y la transición la dotó de la divinidad que hoy la protege. ¿Y la democracia, dónde está?