Sociedad
La pandemia del miedo en las residencias
Mientras las calles vuelven a una supuesta normalidad, en las residencias sus habitantes y trabajadoras siguen en vilo. Dos de cada tres personas fallecidas en España por la covid-19 lo han hecho en geriátricos. Nos adentramos en cuatro de ellos, en Catalunya, la segunda comunidad autónoma con más muertos.
–Pensar que tu familia no pueda venir a despedirte, ni a tu entierro, eso es horrible.
–Somos hijas de la guerra, estamos en el final de nuestras vidas, y justo cuando deberíamos tener alegría, llega esto. Tenemos un final muy triste.
Entrar en residencias de ancianos estos días es sumergirse en un juego de espejos en el que da más pavor la claridad con la que reflejan la sociedad que dejamos afuera que la constatación del rastro de muerte que ha dejado en sus pasillos el virus pandémico.
Estamos en el epicentro de la mayor crisis sociosanitaria que ha vivido España desde la Guerra Civil: 18.300 de las 27.800 personas que han muerto oficialmente por COVID-19 en España lo han hecho en geriátricos. El 66%. “Casi como una limpieza étnica, pero de nuestros mayores”, espeta casi con incredulidad Òscar Camps, director de la ONG Proactiva Open Arms, cuyos voluntarios han realizado en estos dos meses de estado de alarma unos 15.000 tests y 2.500 pruebas para un ensayo clínico en casi 300 residencias catalanas.
Desde su dimensión microscópica, el virus gerontocida nos ha obligado a mirar de frente a uno de nuestras mayores tabúes como sociedad: qué estamos haciendo con nuestros mayores.
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Una cortina de plástico divide el pasillo de la primera planta de la residencia El mirador de Mataró: a un lado los enfermos; al otro, los otros enfermos, los que presentan posibles síntomas de COVID-19. «Zona de aislamiento» indica un letrero que recuerda a los que se encuentran en las torres de alta tensión. Pero en este caso no se puede esquivar. Para avanzar, hay que tocar: tocar como se toca todo aquí: lo mínimo, con guantes, con el traje protector con ese nombre, EPI, que hemos incorporado a nuestro vocabulario –como ‘confinamiento’ o ‘distanciamiento social’–, y que dibuja esa nueva normalidad marciana de las residencias en la que los zapatos se cubren con fundas y las mascarillas mejor si son dobles… Envasados casi al vacío para protegernos, pero sobre todo para proteger a quienes hace semanas que no ven las bocas que les hablan o las manos que les tocan: las mismas que, saben, serán las últimas que les acompañen y den aliento si terminan muriendo.
En la primera habitación de esta zona de aislamiento, dos mujeres sentadas en unos sillones abren la boca para que dos voluntarios de la ONG Proactiva tomen muestras. Tras días de lluvia, la luz blanca matinal inunda la sala dándole una apariencia quirúrgica. El piloto Iñaki Rullán, que también participó en misiones de rescate en el Mediterráneo, les dice “Guapa”, “¿Cómo estás?”, “Solo va a ser un momento”. Tiene el don de transmitir paz y confianza en los pocos segundos que tarda en introducir un frotis en sus gargantas primero, y en la nariz después.
La mujer mantiene una sonrisa que parece suspendida en el aire con pinzas, mientras sus ojos le miran desde muy lejos. Murmura unas palabras incomprensibles. A su lado, otra voluntaria, más joven, realiza la misma operación a la compañera de habitación. Solo esta mañana y en este centro han tomado más de 120 muestras.
Tras cada test, cambio de guantes, desinfección de manos, etiquetado del tubo en el que guardan la muestra. Unas probetas del tamaño de un dedo corazón que también contienen la fragilidad de un Estado que para cuando llegó la pandemia -largamente anunciada por científicos en los últimos años–, ya estaba tan debilitado por los recortes que tuvo que recurrir a la sociedad civil para algo tan básico como tomar pruebas a sus colectivos más expuestos al contagio.
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Pepita Serra Grau, 93 años, y Carmen Lecha Badía, 94, viven confinadas en su apartamento en la tercera planta, destinada a los residentes autónomos y sanos. Recuerdan lo rico que les sabía el pan duro mojado en aceite y vinagre durante la guerra y la posguerra, el frío que hacía por las mañanas cuando iban a trabajar a la fábrica con 14 años, lo enamoradas que se casaron de sus esposos, a los que siguen echando de menos cada día…. Y también, cómo hace dos años, tras problemas de salud, decidieron internarse en esta residencia –que ya conocían como usuarias de su centro de día– para no condicionar las vidas de sus hijas. En sus vientres enraízan dos frondosos árboles genealógicos: sendos hijos e hijas, nietos, nietas y bisnietos.
Aquí, en este saloncito que comparten junto a una habitación con dos camas, se hicieron, primero, compañeras. Después, amigas. Y durante este confinamiento, salvadoras mutuas de la cordura frente a la soledad.
Hace unas semanas, Carmen se sintió indispuesta. Los síntomas podían ser de COVID-19, por lo que fue trasladada a la primera planta y aislada en una habitación. “Pasé mucho miedo. No por morir, porque morirme me tengo que morir algún día”. Y ambas estallan en risas, antes de que las palabras se les vuelva a atascar en ese agujero negro que hay entre el pecho y la garganta. “Pensar que mis hijos, nietos y bisnietos no pudieran despedirse de mí, que no iba a volver a verles una última vez, que no iban a poder ir a mi entierro…”.
Carmen tuvo suerte, no tenía coronavirus, y tras dos semanas, pudo volver a su habitación, con Carmen. Se consuelan mutuamente ante la incertidumbre de no saber si algún día podrán volver a pasar los fines de semana junto a sus familiares. “Esto va para largo, y los últimos en recobrar la libertad vamos a ser los mayores. Para entonces, a lo mejor, ya no estamos aquí”, lamentan.
El miedo es la emoción que mejor define los efectos de esta pandemia: es la palabra que más veces aparece en cada conversación que he mantenido con las personas que más de cerca están viendo este virus. Un miedo que raramente es a la propia enfermedad o a la muerte y casi siempre a cómo puede afectar a su otras personas, especialmente a las más queridas. De esta pandemia no saldremos siendo mejores, quizás más temerosos y seguro, la mayoría, más pobres. Pero sí deberíamos recordar lo que alumbró la llama de este miedo: tan distinto en cada colectivo, y tan igual en el socavón que produce ‘la ridícula idea de no volver a verte’, como tituló una de sus novelas Rosa Montero.
“Ayer vino mi hija”, dice Carmen, saludando con la mano hacia la misma ventana por la que la vio ayer, tras los arbustos del carril que bordea el geriátrico. “Pero no es lo mismo”, añade. Y se queda con el brazo suspendido mirando a la nada.
No se habla del síndrome postraumático que van a sufrir los ancianos tras este confinamiento porque se da por descontado que vivirán poco tiempo para sufrirlo. Como si el tiempo valiese menos, durase lo mismo o se midiese igual cuando contemplas la muerte desde la vida. Como si su dolor no mereciese consuelo porque pueda ser breve. Como si el dolor transcurriese al ritmo de las manecillas de un reloj. Como si Carmen y Pepita no pudiesen vivir una década más, por mucho que ellas insistan en que no les gustaría “porque aunque nos veas bien aquí, no es lo mismo, echamos en falta a nuestra familia”, explica Pepita antes de mostrarnos fotos de sus hijos, que les llaman a sus móviles durante el transcurso de la entrevista. Son dos mujeres queridas, que no cambiarían nada de sus vidas, subrayan… “Pero ahora esto”, repiten.
“La verdad es que nos queremos mucho. Y me viene a ver al hospital, ¿eh?”, suelta en medio de la conversación Pepita. “Me tuvieron que llevar a verla porque no paraba de llorar y luego dice que soy una pesada. ¿Será posible?”, le responde Carmen haciéndole un mohín antes de volver la mirada a Andrea, trabajadora del centro. “Si no fuera por estos tesoritos que nos cuidan así de bien…”, le dice Pepita. Hay amores que no se pueden fingir. Y entre ellas lo hay.
Desde la terraza de esta residencia, privada con plazas concertadas con la Generalitat, Carmen y Pepita observan cada vez que pueden el Mediterráneo, los montes florecidos de romero, tomillo y otros arbustos silvestres, mientras se suceden cumpleaños de sus descendientes que felicitan y cantan por teléfono, con la certeza de que nunca se repetirán. “¿Cuantas veces más mirarás salir la luna llena? Quizás veinte. Y, sin embargo, todo parece ilimitado”, escribía Paul Bowles y recordaba recientemente en una columna sobre el confinamiento Leila Guerriero.
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–He tenido que empezar a tomar ansiolíticos para poder dormir porque la angustia es muy grande–, explica una auxiliar sociosanitaria al equipo de dos voluntarias y un voluntario de Proactiva que toman muestras en el Asil Torrent, en Arenys de Mar, en la provincia de Barcelona.
Las trabajadoras de las cuatro residencias visitadas, en su inmensa mayoría mujeres, empiezan a resentirse por el agotamiento y estrés de los últimos dos meses. Durante las primeras semanas de estado de la alarma, no contaban con trajes de protección, ni guantes, ni mascarillas, ni nada. El peso de saber que podían y pueden introducir el virus en los geriátricos y, consecuentemente, producir la muerte de sus residentes es demasiado para cualquiera.
–Cada día que pasaba sin que tuviéramos un solo caso, la esperanza crecía. Pero ahora que ya hemos tenido muertes de residentes y compañeras contagiadas, resulta cada vez más difícil. Los usuarios están cada vez más angustiados, sus familiares nos preguntan y no sabemos qué decirles más que hacemos todo lo posible. Intentamos protegernos y haremos todo lo posible para superar esta situación–, explica una de sus enfermeras, cuyo identidad, como el de todas las entrevistadas, omitimos por respeto a su intimidad.
Esta mujer de unos 40 años tiene claro que “cuando todo esto pase, necesitaremos apoyo psicológico. Siento mucha ansiedad, tengo sobre todo mucha sed, será por eso”. Pero nadie sabe cuándo pasará “todo esto”.
Hace apenas tres días, durante el primer control realizado por un equipo médico de la Generalitat, supieron que tres de sus compañeras estaban contagiadas, pero eran asintomáticas. Hasta ese momento, algunas habían trabajado codo con codo con ellas: atendiendo a las personas mayores, repartiendo la comida, haciendo turnos de vigilancia… En los últimos cuatro días, han muerto al menos tres residentes con síntomas de coronavirus. Mientras esperan su turno para ser atendidas por el equipo de Proactiva, la tensión es evidente. Algunas fuman en el exterior de la instalación, algunas tienen los ojos vidriosos; otras, bajo los gorros y las mascarillas, muestran rostros brillantes con un sudor a todas luces frío.
–¿Cuándo fue la última vez que estuvo con alguien que pudiese estar contagiado?, pregunta a cada una Toni Melajoki, un activista portugués con décadas de experiencia como fixer de periodistas en varios países africanos que, ante la imposibilidad de viajar a este continente en estos momentos, dedica cada día de la semana a estas labores como voluntario de Open Arms.
«Ayer», «Esta noche», «Ahora mismo, vengo de estar atendiendo a los residentes», responden una tras otra las técnicas. Con distintas palabras, con el mismo rictus acongojado y crispado.
El miedo principal de las trabajadoras de las residencias tampoco es a contagiarse y morir, o a que sus familiares no puedan despedirlas. Aunque las hay jóvenes, de mediana edad y también en la sesentena, y de que son conscientes de que nadie está a salvo de las consecuencias más fatales de este virus, su temor es a ser ellas las que hagan de correa de transmisión de esta red de araña de contagios que ha puesto en jaque al mundo.
Terror a contagiar a sus parejas, hijos y, sobre todo, a sus padres y madres. Por eso algunas viven en la residencia y otras en pisos compartidos con compañeras de trabajo. Pero también pavor a contagiar a los abuelos, la fórmula que emplean muchas para referirse a los residentes. También a seguir viéndoles morir de un día para otro sin poder hacer nada para evitarlo. Miedo a no saber cuánto tiempo va a durar esta situación en la que su trabajo, pobremente remunerado, no pese tanto como la espada de Damocles.
–Yo no puedo dejar de vivir en mi casa porque tengo que cuidar de mis dos hijas–, dice una.
–Si nos encontramos con más residentes contagiados, me plantearía dejar el trabajo. Vivo con mi marido y mi hijo. Y ese miedo a contagiarles siempre está ahí–, explica otra, de origen latinoamericano, como muchas de las que trabajan en el sector de cuidados en España.
El equipo de Proactiva les explica una a una que, además de hacerles los tests, están tomando pruebas a aquellas personas que quieran participar en un ensayo clínico dirigido por Oriol Mitjá, investigador de la Fundación Lucha contra el VIH y las enfermedades infecciosas, y desarrollado en colaboración con el Instituto Catalán de Salud y el Hospital Germans Trias i Pujol, entre otras entidades. El objetivo es averiguar si la hidroxicloroquina, un medicamento que se emplea para combatir la malaria, reduce la carga vírica entre las personas contagiadas por COVID-19 y por tanto, su capacidad de contagiar, así como si protege a las no contagiadas. De querer participar, deberán tomarlo durante dos semanas, en las que se les tomará pruebas en dos ocasiones.
En el Asil Torrent, más del 90% de las trabajadoras consultadas acepta participar.
–Todo lo que esté en mis manos para frenar esta pandemia–, responde la mayoría, con distintas palabras, y, en muchas ocasiones, con la misma angustia condensada en el lagrimal.
Los resultados se conocerán en las próximas semanas, cuando, esperan, en los geriátricos ya no será tan habitual ver llegar ambulancias y coches funerarios a sus instalaciones. Y eso que la muerte es una presencia habitual aquí. Pero nada comparado a lo vivido estos días.
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–Hemos vivido 45 días devastadores, parecía que estuviésemos en guerra. No paraban de venir ambulancias con difuntos dentro. Era como una rueda: llegaban, descargaban, se iban, volvían y así las 24 horas.
Jordi Fernández Ruiz es el responsable de tanatopractores de Servicios Funerarios de Barcelona, pertenecientes a la empresa Mémora. En vista a lo que estaba ocurriendo en ciudades como Madrid, donde se tuvieron que habilitar espacios como el Palacio de Invierno para albergar los cadáveres, se habilitó el parking de un kilómetro cuadrado de su tanatorio de Collserola para acoger a los hasta 190 cadáveres que llegaban a diario del área de Barcelona. La media en circunstancias normales era de unos 35.
Pese a que fuera resplandece un día primaveral, hace frío entre sus muros de hormigón. No es solo por estar rodeados de más de 200 ataúdes. Los refrigeradores mantienen el espacio a seis grados para la correcta conservación de los cuerpos antes de que sean trasladados a los crematorios y cementerios de la ciudad condal. Entre las filas de féretros apilados en baldas, ahora que la famosa curva se ha aplanado, hay pasillos, hay espacio. Hubo días en que no fue así.
–Las ambulancias están adaptadas para trasladar hasta cuatro cuerpos. Llegó un día en que llegamos a tener 500 cajas, no se veía el suelo: en cada hueco había un ataúd, y en cada uno de ellos, una vida, y con cada vida una familia que no había podido despedirse adecuadamente. Cuando volvías a casa, te volvían todas esas imágenes y te daba el bajón–, recuerda Jordi, tanatopraxista con más de 16 años de experiencia en la higienización, conservación, embalsamamiento, restauración, reconstrucción y cuidado estético del cadáver.
Un labor que han seguido desarrollando escrupulosamente durante estas semanas de infierno. Aunque nadie fuese a verlos, aunque cuando los coches fúnebres llegaban al cementerio de Barcelona y algunas familias se “tiraban sobre el chófer preguntando si traían los restos de sus seres queridos”, como recuerda Jordi, no pudieran mostrárselos para apaciguar ese duelo quebrado que supone despedir a tu padre o a tu madre cuando es trasladado al hospital y nunca más volver a verlos. Ni vivos ni muertos.
–Han sido 45 días devastadores. Incluso para quienes trabajamos a diario con la muerte, hay un antes y un después. La mente no es capaz de procesar aún lo que ha pasado.
Lo que ha pasado es que en apenas dos meses, en España han sido registradas más de 27.000 muertes por coronavirus. Si se pudiera contabilizar todas las personas a las que no se les pudo realizar el test por su escasez, y a todas aquellas con otras patologías previas que se complicaron hasta la muerte por el virus, la cifra sería mucho mayor.
Lo que ha pasado es que sus familiares tuvieron que aceptar que fuesen incinerados y enterrados sin poder constatar que quienes estaban en esas urnas y ataúdes, eran sus seres queridos.
Lo que ha pasado es que a todo este drama humanitario se ha sumado la angustia por el desmoronamiento de un sistema económico que se presentaba como imbatible, y para el que ha bastado una pandemia y un parón de unas semanas para que nos enfrentemos a la mayor crisis económica desde el fin de la Guerra Civil española.
Lo que ha pasado es que nada ha acabado: los expertos y expertas advierten de nuevas olas de contagios en los próximos meses.
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En el parking del tanatorio de Collserola, pese a que ahora hay huecos en el suelo y que las ambulancias ya no llegan con hasta cuatro cadáveres, la muerte provocada por la COVID-19 sigue moviéndose entre sus columnas*. Los trabajadores cargan los cajones a los coches fúnebres, mientras llegan otros nuevos. Unos, de color caoba y tiradores dorados; otros, de color roble y tiradores metálicos mate; otros, color pino natural.
Igual que la COVID-19 sí entiende de clases sociales y se contagia más y provoca más muertes en los barrios de clase obrera, habitados por trabajadores que no pueden permitirse dejar de asistir a sus trabajos, el ataúd en el que son enterradas sus víctimas también dice mucho del nivel de vida del que pudieron disfrutar. Como las residencias.
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–Qué pena que no puedas ver mi habitación porque tengo unas vistas estupendas del mar–, explica Anna Rivas Vallès, quien como Carmen y Pepita, decidió ingresar en una residencia, en este caso en la Casa Benéfica de Masnou, para preservar la independencia de sus hijos. Conocía bien este centro porque durante su vida laboral, fabricó parte del mobiliario que ahora disfruta como usuaria, cuando gestionaba una carpintería junto a su marido. Como muchas de las usuarias de residencias, contabiliza los años que lleva en ellas a partir de la muerte de sus esposos. En España, las mujeres tienen una esperanza de vida al nacer de 85,9 años, y los hombres de 80,5 años.
Anna repasa su vida sentada en una mesa de piedra, en el jardín que rodea el edificio, y bajo la sombra de un abeto con más años que ella. Desde aquí, ha podido saludar a sus hijos y nueras cuando han venido a verla y le mandaban besos desde el otro lado de la calle. Su excelente estado físico y psicológico le permiten sobrellevar el confinamiento refugiada en la lectura, a la que se aficionó cuando siendo una adolescente empezó a trabajar como taquigrafista en una empresa.
A unos metros, en el hall, otro equipo de Proactiva realiza tests a las trabajadoras, primero, y a los residentes después. Entre estos, algunas monjas jubiladas de la orden religiosa las Carmelitas de Sant Josep, que gestiona el geriátrico junto a una asociación. La entidad tiene, como las otras residencias visitadas, plazas concertadas, lo que las convierte en espacios en los que conviven personas de distintas clases sociales, que se pueden intuir, aunque no confirmar, por sus vestimentas.
Pero no todas las residencias, ni públicas ni privadas, como hemos comprobado, cuentan con esta calidad en sus instalaciones. Muchas personas, tras una vida de trabajo, sacrificios y entrega a sus seres queridos, terminan sus días en pequeñas habitaciones compartidas, con poca iluminación, sin baños propios, con sus cuadros, fotos y recuerdos poblando cada centímetro de los pocos metros de paredes entre los que pasan buena parte del día viendo la tele o mirando por la ventana, aunque pareciera que lo que realmente están viendo está dentro: los recuerdos. Al menos, hasta que empiezan a evaporarse.
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La vejez no es homogénea, pero en una residencia, rara vez escapa a la tristeza. Máxime en este contexto en el que poco escapa a la tristeza o, al menos, a la mélancovid, como definió el estado de ánimo global el periódico francés Libération en una de sus portadas. Pero entrar en una residencia, sea cuando sea, tiene algo de choque contra nuestro imaginario colectivo. En él, la ancianidad se vincula con la figura de los abuelos y abuelas, esos seres a los que la vida les da una segunda oportunidad para disfrutar, por primera vez, de la infancia, y que se convierten en los héroes de de sus nietos; ser anciano también nos resuena a la sabiduría que dan las canas.
Pero la vejez, la vejez a la que menos queremos mirar, son también cuerpos que ya no hablan, que no caminan, que no miran al interlocutor que busca su atención; bocas que se resisten a abrirse para tomar una pastilla o para que una especie de astronauta arrastre un frotis por sus gargantas para determinar si lo que les puede matar es un nuevo virus o las enfermedades crónicas que llevan años padeciendo.
La vejez son cuerpos que han parido, criado, o trabajado dentro y fuera de casa a destajo. Cuerpos doloridos y deformados a los que sus dueños desean dejar atrás. Cuerpos que en algunos casos, muchos, antes de la pandemia, ya no eran visitados por sus familiares, ni besados, ni acariciados. Y que si por algo recuerdan que son cuerpos que también merecen ser tocados es gracias a las trabajadoras de las residencias.
–Cariño, vamos, que solo va a ser un segundo–, le dice una cuidadora a una anciana a la que lleva del brazo, con manos desnudas, sin guantes, hasta la silla en la que será atendida por una voluntaria de Proactiva.
–Pero qué bien está usted para los 95 años que tiene–, le dice una estudiante de Medicina que desde que empezó el estado de alarma pasa sus días recorriendo las residencias con esta ONG que nació para salvar vidas migrantes en el Mediterráneo. Y que ahora insufla también vida, aunque sea sembrando esperanza de que en la ciencia está la salida a este aislamiento, a estas existencias suspendidas.
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–Con el seguimiento de los tests para el ensayo clínico estamos viendo que residencias que no tenían ningún caso positivo, en el transcurso de tres días ven fallecer a 20 residentes o más. Los sanitarios de los hospitales y técnicos de las residencias son conscientes de lo que está ocurriendo, pero me temo que la ciudadanía no–, lamenta Toni, voluntario de Proactiva.
Toni entiende que al principio del estado de alarma se evitase alertar a la ciudadanía, “teniendo en cuenta lo que pasó en los supermercados con productos como el papel higiénico”. Pero a partir de ahí, considera que “los medios de comunicación han aligerado los efectos de la pandemia: la gente no es consciente de lo que está ocurriendo; si no, no estaría corriendo en manadas por la calle o haciendo barbacoas. Porque si es consciente y lo hacen, entonces es mucho más grave”, concluye, antes de subirse una mañana más a la furgoneta con otros dos voluntarios camino de una residencia.
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–Esta pandemia nos ha dado una bofetada a nivel universal: a todas las clases sociales y a todo el mundo. Las residencias son un lugar bastante sórdido de por sí, aparcar a la gente mayor en determinados sitios ya lo es. Pero abandonarlos de esta manera y verlos morir solos, resulta aún más cruel. Es como el Mediterráneo: algo que no queremos ver, lo silenciamos para que no se sepa. Estas residencias tienen unos recursos humanos que también están afectados por la COVID, que están de baja. Ya en condiciones normales tienen sus más y sus menos, pero en este contexto son catastróficas–, denuncia Òscar Camps, director de Proactiva, con la misma contundencia con las que denuncia las políticas genocidas de la UE y sus gobiernos contra las personas migrantes.
Lo hace en la sede de la ONG, en medio del trajín diario en el que llevan inmersos semanas para apoyar en el control de esta pandemia.
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María José Carcelén es presidenta de la plataforma 5+1, que lleva desde 2017 denunciando en Catalunya la privatización de las residencias y sus carencias. “Cuando vimos lo que estaba pasando en Italia y Madrid contactamos con la Generalitat porque sabíamos que los centros para mayores de aquí no iban a resistir esta situación de emergencia: hablábamos de la falta de personal previa que no cumplía con el ratio por residentes, de la falta de equipamiento médico y de servicio médico 24 horas, de la escasez de espacio porque prácticamente todas las habitaciones son dobles, con lo que no se podría hacer el aislamiento. La primera medida que exigimos era dotar de EPIs a los trabajadores porque no había manera de que mantuvieran la distancia de seguridad con los ancianos. Si no tienes EPIs es evidente que el virus va a entrar en las residencias con los trabajadores”, sostiene.
Y así fue.
Cataluña ha sido, solo por detrás de Madrid, donde más personas han fallecido en las residencias según los datos proporcionados por la propia comunidad. Y hay que tener en cuenta que solo se contabilizan aquellos a los que se les realizó el test –y dio positivo–,una minoría, o murieron con síntomas muy evidentes de COVID-19. Más de 3.400, el 57% del total de la comunidad, según ha publicado RTVE.es. Además, el ente público informa de que el Departamento de Salud de la Generalitat ha comunicado que hasta ahora son 13.196 las personas diagnosticadas de coronavirus en geriátricos y 35.931 son casos sospechosos. La Fiscalía General del Estado ha abierto 140 diligencias penales a residencias, de las cuales 69 se encuentran en la Comunidad de Madrid y 24 en Catalunya.
En su último informe, publicado la semana pasada, el Defensor del Pueblo ha vuelto a exponer que “el modelo de residencias necesita una revisión profunda para lograr que exista un número suficiente de plazas y en las que se preste una atención de calidad centrada en el individuo, su dignidad y sus derechos”. Para ello, sería fundamental que se aumenten las inspecciones y que se garantice la atención médica y de enfermería en los centros.
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–Mi hija y mi yerno lloraron cuando les dije que me venía a la residencia. Pero ahora me dicen que fui muy generosa por haberlo hecho para dejarles libres. Solo me arrepiento de haberlo hecho tan pronto: llevo aquí 14 años.
Rosa (nombre ficticio para preservar su identidad) tiene 78 años. Pregunta si el hombre de la habitación de en frente sigue vivo. Teme que esa tos que oía de lejos, y que ya no escucha, fuese por coronavirus. Lleva más de un mes sin poder salir de su habitación, de apenas unos seis metros cuadrados. Una trabajadora le informa de que su test de COVID-19 ha dado negativo.
–Qué bien. No se lo han debido de decir a mi hija aún porque no me ha llamado. Qué alegría se va a llevar. ¿Y cuándo podremos salir?–, pregunta antes de prestarse como voluntaria a participar en el ensayo clínico.
Al salir a la calle, nadie diría que este es un país que debería estar de luto.
creo que nadie va a impedir a las CCAA seguir privatizando residencias y sanidad en general. si podemos gobernase con mayoria absoluta y lo intentara no aguantaria 100 dias en el poder.
todo está corrompido, capitalismo salvaje, salvese quien pueda.
cuantas mas crisis aguantemos, mas ricos ellos y nosotros mas pobres, aunque parezca imposible.
la mejor vacuna «FUEGO PURIFICADOR». y sin piedad. a empezar de cero
Ya es hora que se habla claro, los responsables únicos de las residencias de ancianos son las CCAA, y punto pelota…Por ahí Podemos puede perder votos si no se es esquisitamente claro en el mensaje de que es AYUSO y TORRÁ quien tiene más muertos en el armario por la dejadez con las residencias…No las han medicalizado, han recortado en personal sanitario al máximo… ¿Por qué? porque están en manos de fondos buitre en un 70% en esas comunidades, y lo que interesa son los beneficios para sus accionistas, no los ancianos.