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‘Las tres revoluciones que viví’. Capítulo 23.

Vigesimotercera entrega de la serie distópica de Alejandro Gaita 'Las tres revoluciones que viví'.

Uppsala, noviembre de 2088. PIXABAY / Licencia CC0

Seguimos agotades, y me parece que nos queda lo peor, de largo, que será la adaptación y reconstrucción de una vida. No es que migrar fuera fácil de joven, pero esto ya no nos viene nada bien. Ya son malas las mudanzas dentro de una misma región, donde casi solamente dejas atrás las cosas materiales y si acaso un poco el clima y algunas costumbres sociales, pero el dejar todo atrás, la forma de relacionarse, la forma de trabajar, de entender la cultura, todo atrás, otra vez, empezar de cero, otra vez, es extenuante. Menos mal que tengo a mi lado a Rosario.

Ayer Rosario me confesó que, pese al palizón del viaje, se alegra de haberme acompañado a la siguiente fase. Montar revoluciones para alcanzar una sociedad anarquista, la emoción de ayudar a organizar colectivos emergentes, el reto de todas las planificaciones, todo está muy bien durante unos años. Pero para envejecer también es bueno disfrutar en paz de una sociedad que ya pasó por décadas de experiencia en erradicar las distintas opresiones. Para Rosario, en concreto, lo más duro es el cisheteropatriarcado, claro. Ahora espera poder ser elle misme otra vez, poder vivir su identidad como persona no binaria, sin tener que soportar un género asignado pero no sentido, ni tener que justificarse con la muleta del «síndrome de Klinefelter», como tuvo que hacer una y otra vez en España, incluso en la Comunitat Guillem Agullò. Siendo real, siendo que su genoma es XXY, eso no tiene nada que ver con su identidad de género, con elle como persona. No es eso lo que le define en sus relaciones sexuales o afectivas tampoco.

El vivir con disforia durante años, rodeade de personas educadas en la ideología fascista, uniformante, excluyente, tuvo que ser una tortura insoportable. Definirse a une misme por un genoma en lugar de por quién eres, disfrazar tu identidad en un síndrome. Que no te acepten quienes te rodean, no solamente «los otros» sino incluso «los tuyos». Vivir simulando ser mujer cis (disimulando el paquete), como disfraz para pasar desapercibida. Pasar ocasionalmente por hombre cis (disimulando los pechos), como disfraz por necesidades de la clandestinidad. O la humillación, para no ser tachada de monstruo o aberración, de hacer referencia al caso del rey Carlos II. Demasiado bien llegó hasta aquí mi queride Rosario.


Uppsala, diciembre de 2088

¡Menuda nevada! ¿Cómo puede nevar tanto? ¿No estaba ya todo el hielo del mundo derretido? Que ya sé que no, pero qué frío. Nunca había pasado tanto frío en la calle en mi vida aunque, si lo pienso, en los inviernos de mi infancia pasaba más frío en casa y en clase. Aquí saben resguardarse.

El otro día el coro vino a hacernos un miniconcierto de bienvenida. Hasta ahí, adorable. Pero, con la mejor de sus intenciones interculturales, nos cantaron un clásico de hace como un siglo. El Fusilado, de Chumbawamba. Que está muy bien, la historia de Wenceslao Moguel, de México, hace casi dos siglos ya, la época de las revoluciones a tiros, y la cantaron bien y con cariño. Pero quienes nos la cantaron con tanto cariño no parecieron darse cuenta de lo poco apropiado que es darnos la bienvenida contádonos un episodio de la historia de nuestra propia gente, usando las palabras y la lengua de una gente que no es ni la nuestra ni la suya. Nos quedamos sin saber si explicárselo o dejarlo estar, y ahora pienso que fue culpa de haber pasado más de una década viviendo en el fascismo que lo dejamos estar.

En gran parte de lo práctico, ya reconocimos un tronco y unas raíces comunes entre cómo se vive aquí y cómo vive nuestra gente. Compartimos las mismas bases esenciales de la sociedad: comer, ser felices, ser eficientes. Sin eso no tienes nada, y a partir de eso cada cual puede construir la vida que quiera. También los cuidados como apoyo mutuo y como forma sostenible de generar bienestar, en contraste con el consumismo de mi infancia. Cariño y solidaridad, en vez de lujos y miserias. Pero también en mil detalles. La medicina preventiva, la calidad de la paliativa y la eutanasia. Las bicicletas y carros por todas partes, la obsesión por las piezas limpias y por la lubricación. La decoración, muy distinta de la de casa, pero siempre efímera, para expresar y comunicar libremente. Y la arquitectura, también distinta pero también a largo, para tejer y construir, poco a poco. Desarrollo lento, y más aún que empezó a serlo allí tras la revolución ecologista. Reparar o reemplazar, y no añadir nada nuevo sin haberlo debatido y consensuado.Pero al platicar un rato se nota la diferencia más profunda, más distante que el clima, que es la cosmovisión. La ética nosotrocéntrica sí que la importaron hace décadas desde el Sur, con el resto del ecofeminismo, pero no lo asimilaron igual. En palabras de Rosario, que tiene esto más estudiado, aquí comparten nuestro «nosotres-estratégico», el de estar en el mismo bando a nivel operacional, e incluso el «nosotres-empático», el reconocer por ejemplo a los fascistas o a los de la Supremacía como una misma cosa con nosotres, dentro de la Humanidad. Pero se quedan ahí, sin llegar al «nosotres-cósmico» de las filosofías indígenas, que incluye igual a humanos, animales y plantas que a piedras, agua y estrellas. Las compañeras europeas no han estado expuestas, como Rosario y yo, a lenguajes y cosmovisiones en los que no hay división entre sujeto y objeto sino relaciones entre distintos sujetos. La intersubjetividad, el nosotrecentrismo, vienen dados por el lenguaje cuando todo son sujetos, cuando se distingue en cada caso entre sujetos agenciales y sujetos experienciales, pero no hay objetos.

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