Sociedad
Las colas del hambre de la COVID-19
– Me dicen que no salga de casa, pero yo estoy solo, ¿quién me va a traer la comida o las medicinas?
Antonio tiene 73 años, nació en Madrid, pero se vino siendo un niño a Barcelona “porque aquí había mucho trabajo en la hostelería”. Ha trabajado toda su vida como ayudante de cocina, pero “raramente me daban de alta en la Seguridad Social”. Con una chaqueta de lana hecha bolitas, unos pantalones de pana y una camisa de cuadros, este anciano hace cola cada mañana desde que empezó el estado de alarma para recoger las tres comidas diarias que reparten los voluntarios de la Iglesia Santa Anna, en Barcelona. Carga con una raída bolsa de nailon para proteger de miradas curiosas el alimento donado y se quita la mascarilla para hablar.
“Si me hubiesen dado de alta, tendría más de 30 años cotizados. Pero…”. El ‘pero’ se traduce en que, tras toda una vida de trabajo, cobra una pensión de 670 euros y en que vive en un piso de protección oficial. Sin embargo, es el “estoy solo” que repite varias veces a lo largo de la conversación el que evoca una mayor pobreza.
Por delante y por detrás de él, decenas de personas esperan su turno para recoger comida, un café caliente, ropa interior y mascarillas. A apenas unos minutos de las Ramblas, en una de las ciudades más ricas del mundo. Como él, miles de personas hacen cola para calmar el hambre en la capital de Catalunya gracias al trabajo humanitario que están haciendo decenas de entidades sociales y voluntarios.
Recorrer Barcelona estos días conlleva un extraño ejercicio de transitar paisajes desiertos solo salpicados por disciplinadas y silenciosas colas de gente: colas para entrar en un supermercado, o para comprar pan, tabaco y mascarillas. Pero en estas hileras, los rostros no esquivan las miradas, ni agradecen esa suerte de anonimato que envuelve a los que esperan de manera grupal. En cambio, en las colas del hambre que la pandemia de COVID-19 ha dejado al descubierto en nuestras urbes y engordado a base de desempleo, no hay ensimismamiento y sí una actitud vigilante ante la vergüenza: la vergüenza a ser vistos como pobres apremia. Por eso, el reparto es rápido. Los rostros cambian, pero la longitud de la cola se mantiene. La desigualdad era un reptil esquivo y correoso que quien quería podía no ver hasta la llegada de este virus global que nos ha atravesado a todos como si de una prueba de contrastes se tratase.
Por su edad, Antonio pertenece al grupo de mayor riesgo. Aun así, cada mañana, a eso de las nueve, coge un autobús en Drassanes, en el barrio de El Raval, para asegurarse el sustento. “Aquí había una agencia, Alfel, ¿la conoces? Nos colocaban a los temporeros en los bares por temporadas de dos o tres meses”. Aunque por su relato pareciera que este hombre pertenece a otra época, su vida es el resultado del franquismo, pero también de los años de las Olimpiadas, de los grandes congresos, del 3 per cent, y hasta del Mobile World Congress.
“Ahora hay media Barcelona parada, y mucha más que va a haber. Yo ya he hecho mi vida, y ‘a vivir que son dos días’, como dicen en la radio. Pero ¿y a toda esta juventud, qué le va a quedar?”, dice mirando alrededor, utilizando las palabras precisas, pero sin amargura. Sus ojillos sonríen por la oportunidad de mantener una conversación. La vida nunca le prometió a este hombre más de lo que ahora tiene. Pero si no estuviera tan solo, alguien le habría podido decir que el Ayuntamiento de Barcelona y otras entidades sociales tienen un programa de reparto de comidas a domicilio para personas mayores. O quizás lo sepa, y estas salidas sean precisamente su forma de distanciarse un rato de la soledad.
Justo detrás de él, esperan su turno Betsabé y Narcisa, madre e hija, originarias de Ecuador. Llegaron a Barcelona junto a su otro hijo y la abuela hace 16 años. Primero, trabajaban limpiando por horas esta y Narcisa. Ahora que el cuerpo de la anciana está demasiado desgastado para seguir llenando cubos de agua, pasar la fregona y planchar camisas, ha tomado su puesto Betsabé, que estudia a la vez Gestión y Administración de Empresas. “Esta pandemia nos ha dejado sin nada de un día para otro”, explica la madre ante la atenta mirada de su hija. “Como no teníamos contratos no tenemos derecho a ningún tipo de ayuda. Los cuatro vivimos en dos habitaciones alquiladas en un piso con otras cuatro personas”.
Betsabé, que llegó con cuatro años a España y que ahora tiene 20, continúa sus estudios online por el cierre de las aulas. “Nos las apañamos para poder conectarme”, sentencia cuando se le pregunta por cómo afrontan el pago de Internet. Esto es todo lo que tiene para ofrecerle su ciudad, la que, hasta hace nada, tenía sus calles atoradas con turbas de turistas.
Ahora no hay turistas, pero sí muchos pobres. Pobres haciendo colas que hasta en un 30% “son personas que viven en habitaciones realquiladas o en pisos patera, que llegaban muy al límite a final de mes con trabajos en la economía sumergida o por horas, y que desde la llegada de la pandemia pueden conseguir para pagarse la habitación, en el mejor de los casos, pero no para la comida del día”, explica Adriá Padrosa, educador social y coordinador del voluntariado del hospital de campaña que funciona en la parroquia de Santa Anna desde 2017.
En enero de ese año, a raíz de una ola de frío, el papa Francisco indicó que las iglesias debían ser como un “hospital de campaña donde se curan las heridas más urgentes de las víctimas de una guerra. Y eso es lo que hacemos, llegar a la primera herida emocional y social de las personas más necesitadas. Empezamos abriendo la parroquia 24 horas al día. Después, por razones de salubridad, solo pudimos hacerlo por las noches”, recuerda Padrosa. En aquel momento ya había unas 3.200 personas sin hogar en Barcelona, de las cuales solo 2.000 podían acceder a dormir en albergues, según los cálculos del equipo de la parroquia.
Desde entonces, los perfiles de las personas que pernoctan en el templo han cambiado: primero eran mayoritariamente varones de mediana edad, autóctonos y de Europa del Este, en situación de calle con problemáticas muy cronificadas, como el alcoholismo; en 2019, sobre todo, hombres jóvenes del Norte de África. Pero desde que se decretase el confinamiento, no pueden seguir dándole techo por las medidas de distanciamiento social y ahora solo pernoctan en la parroquia una docena de personas.
“Damos unas 250 comidas al día, a mujeres y hombres de todas las edades, que incluso nos derivan los Servicios Sociales y otros recursos porque no les pueden dar asistencia”, explica este joven vestido con una sudadera naranja con capucha de rayas y un protector de plástico cubriéndole el rostro. El Ayuntamiento de Barcelona y Cáritas les proporcionan la comida y la cena para su reparto. Santa Anna aporta el desayuno gracias a las donaciones que recibe, así como un extra de comidas que les entrega la cadena de restaurantes Sagardi. “Y café caliente, que agradecen mucho”, concluye.
Desde que se decretó el estado de alarma el 14 de marzo, el Ayuntamiento de Barcelona ha pasado de ofrecer 3.800 comidas al día a más de 9.300, además de cestas para personas mayores afectadas por la COVID-19. También repartió a finales de marzo unos 20.000 lotes con alimentos para dos semanas, destinados a las personas que tenían identificadas como más vulnerables. Aún así, según distintos colectivos consultados, sigue siendo insuficiente. Y en toda España son ya más de un millón de hogares los que tienen a todos sus miembros activos en paro.
La cola discurre por buena parte de la calle Santa Anna y sube por la Avenida del Portal de l’Àngel. Los estridentes escaparates de los comercios de cadenas transnacionales devuelven un reflejo tétrico de un mundo que ahora parece tan lejano como impúdico: en sus cristales, las siluetas desleídas que intentan guardar al menos un metro entre sí. Empiezan a llegar a las 8 de la mañana, aunque el reparto no comience hasta las nueve y se extienda hasta casi el mediodía. A mitad de la fila de unos 200 metros, se encuentra Anderson, un colombiano con un jersey rosa chicle de más de 1,90 metros de altura. Saluda con una sonrisa. Llegó a España hace dos años como solicitante de asilo por su trabajo a favor de la comunidad LGTBI en la región del Cauca, una de las más ensangrentadas por el conflicto colombiano. Se lo denegaron.
“He trabajado en la hostelería, pero siempre sin contrato. Ya se me acabaron los ahorros, pero afortunadamente la pareja que me alquila una habitación en su casa me ha perdonado el alquiler de este mes. Pero no tengo para comer, por eso vengo a la parroquia”, explica.
Aunque en Colombia se decretó el confinamiento hace más de un mes y medio, Anderson sabe bien que quien vive de la economía de supervivencia, no puede permitirse quedarse en casa. “Cuando la pandemia se extienda por los territorios rurales de mi país, el número de muertos va a ser peor que el de los 50 años de guerra que llevamos”, sentencia.
El padre Peio Sánchez atraviesa la sacristía de su parroquia. Vírgenes y cristos observan desde los frescos y esculturas la sala atestada de pilas de cajas de alimentos. El ambiente es fresco entre los muros de piedra del santuario románico-gótico. En un rincón, varios bancos destinados al rezo hacen ahora las veces de camastros para la docena de hombres que sigue pernoctando aquí, incluido el párroco. Jóvenes esquivan la mercancía para ir a rellenar una y otra vez los termos con café caliente: con leche, solo, con azúcar, sin ella. Un ritmo frenético de voluntarios en religiosa armonía.
“En estos días estoy tomando una nueva conciencia”, comienza el párroco, ataviado con una chapela negra. “Estamos ante una emergencia social en la que nos estamos encontrando, por primera vez, con personas con hambre. Me viene mucho a la cabeza el verso de la canción de Aute ‘Presiento que tras la noche, vendrá la noche más larga”, reflexiona sentado en un banco desde el que no pierde detalle del reparto de comidas.
“Si las medidas públicas no son rápidas y urgentes, nos encontraremos con incidentes sociales porque la gente está pasando hambre ya y si los supermercados están abiertos, lógicamente irán a buscar alimento”, advierte este hombre que desde su sesentena, habla buscando las palabras dentro de sus ojos verde aguamarina en el que no hay rastro de esperanza.
Cuando se decretaron las medidas de confinamiento y no pudieron seguir dando techo a las decenas de personas sin hogar que pernoctaban en este edificio rodeado de árboles centenarios, muchos de estos rechazaron trasladarse a los albergues de urgencia que se abrieron en grandes instalaciones como la Fira de Barcelona. “Muchos tienen miedo al contagio porque su salud es débil por problemas de dependencia crónica al alcohol o a otros estupefacientes; otros tienen perros, su única compañía, y no les permiten que entren con ellos; otros tienen pareja, y les obligan a separarse en estancias muy alejadas…”, explica quien sabe bien lo difícil que es legislar para colectivos, pero también que cuando se trata de personas en situaciones de vulnerabilidad, a menudo se olvidan aspectos sustanciales de sus existencias.
“Esta pandemia ha excluido a muchas personas del trabajo, incluso de la economía sumergida, lo que les está excluyendo también de la vivienda porque ya no pueden pagar esos alquileres en viviendas masificadas. Así que nos vamos a encontrar a familias enteras en la calle. Hasta aquellos que estaban haciendo cursos formativos o itinerarios por los que recibían algún tipo de ayuda, se han quedado sin esos pequeños ingresos. Por no hablar de las personas que no tienen papeles», relata antes de sentenciar: «El dinamismo de exclusión es aún más fuerte”. Por eso el equipo de coordinación de esta parroquia ya está pensando en cómo afrontar el desconfinamiento, y para ello no se plantean grandes gestas, sino cubrir necesidades tan básicas como “un servicio de duchas y de comidas calientes. Nosotros actuamos como el bombero que apaga fuegos”, concluye mientras observa una discusión entre una mujer y un hombre que esperan por la comida. “Seguro que ahora algún vecino se molesta por el ruido, pero no se plantea por todo lo que han tenido que pasar estas personas”.
Una de esas personas es Arturo, 19 años, cubano. Llegó a España hace un año, el mismo tiempo que lleva viviendo entre la calle y albergues. Tiene hambre y esta noche ha vuelto a pasar frío en un soportal, pero lo que más necesita no es comida. “Tengo esquizofrenia y bipolaridad, y no consigo la medicación. Pero sobre todo quiero un doctor al que pueda acudir cuando estoy abajo. No tengo a nadie y no puedo volver a Cuba. Cuba no está bien”. Cuando el callejero del sinhogarismo le obliga a dormir en otra parte de la ciudad, acude a las monjas de Calcuta para que le den de comer.
A unos metros, cuatro muchachos rubios, atléticos y veinteañeros conversan entre sí. Son rusos, trabajaban haciendo reformas y atendiendo a turistas de su país. Hasta que la COVID-19 cerró los aeropuertos internacionales y sepultó la economía más precaria. “En la construcción me pagaban 50 euros al día o unos 1.000 euros al mes. En el alquiler de la habitación se me van 300 euros. Se me están acabando los ahorros y no sé hasta cuándo podré pagarla”, cuenta Jordi, que tiene esperanzas de que, tarde o temprano, vuelva esa normalidad por la que podría ser deportado en cualquier momento. No tiene papeles.
En la cocina de la parroquia, prepara litros de café Miguel García, un guardia civil recién jubilado. «Llegué aquí hace tres años en muy mala situación. Literalmente esta comunidad me salvó. Gané la batalla, pero perdí la guerra como quien dice. Perdí lo más importante”, resume este hombre que hasta hace unos minutos animaba al resto de voluntarios y voluntarias con bromas, bajo la mirada del Papa Francisco, cuyo retrato domina la estancia.
Por las tardes, Miguel participa en el grupo encargado de visitar a medio centenar de ancianos que no pueden salir de sus casas. Les bajan la basura, les compran las medicinas y lo que necesiten. Al mismo tiempo, familias en situaciones muy precarias reparten en furgoneta comidas a otras en su misma condición. Mientras, en la Iglesia se preparan las bolsas con las comidas que se entregarán al día siguiente. Aquí no se atisba un ápice de caridad: es una lucha por garantizar la supervivencia.
Lamine friega la sacristía y el patio con agua y lejía. Hasta hace un año, este senegalés vivía en la calle. Tras siete años viviendo de la recogida y venta de chatarra, y de compartir habitaciones en ciudades de la periferia barcelonesa, la bajada del precio del metal le dejó sin ingresos ni techo. Ya conocía la parroquia Santa Anna, adonde acudía cuando no tenía para comida. “Hace un año el padre Peio y Dabo me propusieron vivir aquí. Son mi familia”, explica mientras hace hincapié en respetar las medidas higiénicas para mantener a raya el virus. La ley de Extranjería, que exige un contrato laboral de 40 horas para acceder a la documentación, impide a Lamine salir de la clandestinidad. Desde que llegó a España hace nueve años.
Los irreductibles muros de la iglesia del siglo XII retumban hoy con los compases de la bachata que suena en la cocina. No es el único día que Santa Anna reverbera a Latinoamérica: una vez al mes, se celebra una misa latina, en la cuyo coro canta Rosemary López. “Con la pandemia, me quedé sin trabajo por las mañanas –por las tardes sigo cuidando a personas mayores, gracias al título de técnica sociosanitaria que me saqué–. Así que decidí venir y contribuir en algo, en lugar de estar en casa comiéndome la cabeza. No salgo de la cocina para evitar contagiarme y proteger así a las personas que cuido».
Esta profesora boliviana de Educación Secundaria, especializada en Psicología y Filosofía, y con un posgrado en gestión y Administración Educativa, vio su vida truncada durante un viaje turístico a España. “Me atropellaron, quedé con graves secuelas y durante 7 años no pude viajar a mi país”. Años en los que Rosemary se enfrentó al vaciamiento de identidad: “Aquí no soy nada, una inmigrante, nada. En esta parroquia me siento una persona. Y realizada”, concluye mientras apila cajas de frutas.
“Pensamos que las iglesias no tienen que estar abiertas solo a los turistas, sino también a las personas en situación más vulnerable”, expone el padre Peio, que hasta el comienzo del Ramadán hace una semana, comía a diario con quienes vive en la parroquia, la mitad de ellos, musulmanes. “Los que tienen responsabilidad política deberían bajar a la calle y escuchar a la gente. Que salgan del confinamiento mental y que conozcan una realidad que es muy dura ya y que nos va a poner a prueba”.
De forma voluntaria o no, el “estado de alarma” nos ha cercenado unos derechos que serían invulnerables incluso en una dictadura.
Los presagios económicos no son nada halagüeños, los buitres que controlan eso que llaman “los mercados” ya se están relamiendo con los recortes a lo público que puedan llegar tras el parón económico forzado por la pandemia.
Vemos como nombres oscuros del pasado son barajados para un posible y golpista “gobierno de salvación nacional” propugnado, precisamente, por los que acusan de golpismo a todos sus adversarios políticos.
Lo peor de las derechas sale a la luz más que nunca: insolidaridad, críticas ciegas, manipulación de la información. Una vez más el “cuanto peor mejor” y el “y tú más”, todo sea para socavar al Gobierno qué, si no está en sus manos, en las del poder económico, en las de “los de toda la vida” no puede ser sino ilegítimo.
Muchos dicen que de esta crisis saldremos más fuertes.
Espero que eso quiera decir también más humanos, mejores, más solidarios y reivindicativos, porque esta tremenda crisis puede ser también, el remate por parte de la clase dirigente de lo que empezaron en 2008. Y qué esta vez, con la excusa de que la pandemia ha dejado exhaustas las arcas públicas, aprovechen para repartirse en ayudas empresariales, a las grandes corporaciones obviamente, lo poco que quede en éstas, haciendo un recorte aún más brutal de los servicios públicos.
No nos vengan con el argumento de que no hay dinero, hay más dinero que nunca, pero está en manos de menos gente que en toda la historia de la economía.
https://www.armharagon.com/14-de-abril-la-memoria-historica-conciencia-de-nuestra-sociedad/