Análisis
Quien probó el amor, “lo sabe”
El Gobierno de Italia autoriza las visitas en la primera etapa de desconfinamiento solo a aquellas personas con las que se mantenga una "relación estable" o familiares de hasta un sexto grado.
“Quien lo probó, lo sabe” fue la fórmula que encontró Lope de Vega para definir el amor. Cinco palabras para aclarar que precisamente uno de los motores del mundo tiene difícil delimitación. Casi cinco siglos después, el Gobierno italiano recupera las tesis católicas para determinar cuáles son los afectos legítimos, aquellos que se corresponden con el modelo de familia tradicional: los únicos a los que autoriza visitar durante la primera fase de desconfinamiento.
Desde este lunes, solo están autorizados los traslados para ver a las parejas con las que se esté casado o con quien se mantenga una relación estable –signifique lo que signifique eso, por no hablar de que en Italia no es legal el matrimonio entre personas del mismo sexo, aunque sí la unión civil–. También se podrá ver a los familiares hasta en un sexto grado, es decir, incluyen a los suegros y suegras. El Estado italiano determina así que los amigos, amigas y amantes son afectos secundarios, prescindibles, renunciables. Romeo y Julieta vuelven a ver proscrito su amor en Verona. En nombre de unas supuestas nuevas reglas de honor.
La urgencia por frenar la pandemia de la COVID-19 se ha convertido en un acelerador del autoritarismo y del control social tecnológico que empezaban a instaurar en buena parte del planeta los cada vez más poderosos partidos de extrema derecha, neofascistas y promotores de las versiones más reaccionarias de las religiones monoteístas. Una sociedad paralizada por el miedo a la muerte y a la pobreza –consecuencia de la crisis económica en la que ya estamos inmersos–, difícilmente se movilizará contra el recorte de derechos y libertades, a pesar de que la Historia nos demuestra que retrocesos que pueden llevarse a cabo en apenas unas semanas, pueden llevar años o décadas retrotraerlos. Máxime en países como España, donde nunca terminó de instaurarse una verdadera cultura democrática, donde convivimos durante décadas, y en un silencio cómplice, con las denuncias de torturas cometidas en territorios como Euskadi por parte de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, y donde los miles de desahucios ejecutados durante la última década, la aprobación de la Ley Mordaza y la reforma del Código Penal, han normalizado el atropello de nuestros derechos más básicos. Es la teoría del shock, que en las últimas semanas se ha agravado con la doctrina del shock digital basado en el anuncio de aplicaciones para controlar los contagios, como han denunciado en un manifiesto 300 intelectuales de España y Francia. No debería extrañarnos que además de pedirnos que compartamos nuestra geolocalización para medir el grado de cumplimiento de este confinamiento y los que probablemente vendrán, o nuestras interacciones con posibles contagiados, nos pidan que también registremos en esas app nuestros afectos según su grado de “estabilidad” para vigilar nuestra disciplina en el ejercicio del verdadero amor.
Nos adentramos en una suerte de tecnonacionalcatolicismo, escudado en un supuesto bien común sanitario, al que tenemos el deber de desobedecer si queremos proteger nuestras democracias. Igual que en estos años nos ha tocado salir a las calles para volver a defender el derecho al aborto, el matrimonio entre personas del mismo género y la igualdad, tendremos que repintar pancartas con el ‘Jo també sóc adultera’ con el que nuestras predecesoras exigieron en 1976 la despenalización del adulterio.
Como bien sabemos en España, cuando estamos en dictadura una parte de la población se arriesga a perder la vida por el derecho comunitario a vivir en libertad. Es a ellos a quienes les debemos nuestro mínimo libre albedrío. Ahora que estamos en democracia, deberíamos recordar que es nuestro deber defender vidas que merezcan la pena ser vividas. No todo vale a costa de mantenerse a salvo. Por ahora, con nuestra desobediencia solo nos arriesgamos a ser tildados de díscolos, pervertidas, desviados. O de amorosos, en el peor de los casos. El amor nunca debería ser clandestino, pero siempre fue desobediente. Quien lo probó, lo sabe.