Cultura
La literatura popular como trinchera
Terminada la jornada laboral, el obrero metalúrgico vuelve a casa, se sirve un chato de vino peleón y sale a la terraza a leer una de las novelas del Oeste que amenizan su descanso hasta la hora de cenar. Si ha vuelto del hogar del pensionista, es probable que coincida en actividad su padre, viejo herrero octogenario al que han trasplantado de su campo salmantino hasta esta villa industrial de la desembocadura del Urola.
Se trata de una escena cotidiana grabada en la retina de un niño que, con la referencia de sus mayores, empezará a compaginar la lectura de unos primeros tebeos de Bruguera con las novelitas que se van renovando en casa gracias al intercambio en kioscos y tiendas locales. El chaval es todavía ajeno al hecho de que, tanto los unos como las otras, esconden historias de resistencia a un régimen que a finales de los 70 da sus últimas boqueadas.
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Cuarenta años antes, las botas fascistas desfilan ya por Madrid y, cautivo y desarmado el ejército rojo, se impone un invierno interminable sobre las gentes que se han dejado la piel y la sangre por una sociedad más justa y libre. Quienes no consigan escapar al exilio, se enfrentarán al pelotón de fusilamiento o a largas penas de cárcel y, pese al mantra del nuevo régimen que asegura que “nada tiene que temer de la justicia el que no tenga las manos manchadas de sangre», la represión será indiscriminada.
En el caso de los periodistas, los procesos judiciales en el Juzgado Especial de Prensa van a buscar su depuración sistemática y metódica: no existe posibilidad de defensa real ni tampoco presunción de inocencia, se desconocen pruebas reales de comisión de delitos, como no sea el cruel eufemismo de auxilio o adhesión a la rebelión –contra las huestes que ha perpetrado un golpe de Estado–. Y el haber trabajado en la redacción de un periódico de izquierdas –a veces, ni siquiera, como en el caso de Eduardo Castro–, se va a convertir en pasaporte casi ineludible para la pena máxima. No sorprende pues, que entre los hacinados en cárceles, campos y presidios, se hable de que pertenecer a una de las tres “pes” (policías, porteros y periodistas) es “pepa” segura, eufemismo chuleta con el que se hace referencia a la pena de muerte.
La lista de redactores asesinados será interminable; la mayoría fusilados: Javier Bueno, presidente de la Asociación de la Prensa; Manuel Navarro Ballesteros, Domingo Girón, Augusto Vivero, Cayetano Redondo, Enrique Peinador, Federico Angulo, Francisco Cruz, José Serrano, Luis Díaz Carreño… Alguno, ejecutado a garrote vil, como Antonio Rodríguez, director de Campo Libre.
Otros verán conmutada la pena de muerte por largas penas de cárcel: Virgilio de Pascua, Eduardo Haro, Valentín Gutiérrez de Miguel, Félix Paredes, José Manuel Fernández Gómez, Manuel Villar, José Luis Gallego, Ángel María de Lera, Mariano Aldabe, Eduardo de Guzmán… A veces, la conmutación será solo un espejismo, tal y como le sucede a Carlos Gómez Bluff, cuyas caricaturas en La Libertad han gozado de gran popularidad en los años previos a la guerra. Ahora y pese a haber visto conmutada su “pepa” y encontrarse acogido a la rebaja de pena por colaborar en Redención, el periódico franquista repartido en las cárceles, sufrirá un consejo de guerra sumarísimo y de urgencia que le lleva a ser fusilado. La razón: cuatro viñetas en la que unos pescadores se disputan el trofeo conseguido y en las que las autoridades encontrarán una supuesta mofa de la rivalidad entre falangistas y requetés, que esos días pugnan por hacerse un hueco en el nuevo régimen.
Una vez fuera de la cárcel y ante la imposibilidad de contar con el carné de periodista, imprescindible tras la guerra para ejercer la profesión, quienes hayan sobrevivido al paredón deberán buscar la manera de poder sobrevivir ejerciendo los oficios más insospechados. Y una parte nada desdeñable buscará en la literatura popular la protección con la que mantener una dignidad insobornable.
La editorial Bruguera se convertirá, ya en los primeros años de posguerra, en casa común de un plantel de dibujantes republicanos: Cifré, Peñarroya; Escobar, creador de Zipi y Zape… guionistas como Víctor Mora, padre de El Jabato o periodistas como Joaquim Ventalló, Josep María Lladó o Rafael González, verdadero artífice, este último, del éxito de la editorial (de ventas y popularidad, porque las condiciones leoninas de trabajo darían para otro artículo específico). En paralelo a los populares tebeos de Bruguera, los kioscos se llenan esos años de novelitas de ‘a duro’ –referencia a las 5 pesetas que costaban en los años 50- que, imitando a los pulps americanos, abarcan géneros diversos: policíaco, bélico, ciencia ficción, Wenstern o aventuras románticas y se van a convertir en el refugio de numerosos periodistas inhabilitados tras la purga franquista.
Y si existe un caso paradigmático de ello, es el de Eduardo de Guzmán Espinosa, periodista libertario que había causado sensación con sus reportajes sobre la represión en Casas Viejas o el asesinato de la joven Hildegart en las páginas de La Tierra y durante la guerra había sido director de Castilla Libre. Impedido de volver a ejercer su oficio, se dedicará a escribir, bajo diferentes seudónimos –Eddy Thorny, Richard Jackson, Charles G. Brown… ¡o Edward Goodman!–, cerca de cuatrocientos relatos de aventuras del Oeste y policíacos entre 1947 y 1969, merced a los cuales puede sobrevivir “sin súplicas humillantes ni claudicaciones vergonzosas”. Algunas de sus novelas tendrán tiradas considerables y serán celebradas incluso entre lectores hispanos de ciudades norteamericanas como Los Ángeles o Miami.
Igual le ocurre a Marcial Lafuente Estefanía, que aunque proviene de la ingeniería industrial, se verá obligado a reinventarse dando rienda a su faceta literaria bajo seudónimos como Tony Spring, o Dan Lewis –María Luisa Beorlegui o Cecilia de Iraluce cuando firma novelas rosas–. Más adelante, ya con su nombre real, se convertirá en un auténtico superventas y algunas de las obras publicadas con su nombre serán escritas por sus hijos para seguir explotando así una exitosa marca personal. También a Francisco González Ledesma, que en 1948 y con solo 21 años, obtiene el Premio Internacional de Novela por Sombras viejas pero cuya publicación será prohibida por la censura al considerar a su autor “rojo y pornógrafo”, algo que lejos de arredrarle, le orientará hacia una prolífica actividad subterránea con el seudónimo de Siver Kane, con el que llegará a publicar casi una novela del Oeste a la semana. Y mujeres, –que también las hubo–, como María Victoria Rodoreda, Vic Logan (según algunas fuentes llegó a utilizar cerca de 40 seudónimos diferentes), con una capacidad inigualable para escribir todo tipo de géneros, algo muy poco habitual entre sus compañeras, encasilladas por entonces en el romántico.
Es cierto que el uso del seudónimo en la narrativa popular de editoriales como Bruguera, Rollán o Toray, no solo obedece a razones políticas; también buscará asociar, en el imaginario colectivo, esas publicaciones baratas a unos supuestos textos anglosajones importados y traducidos, en un momento en el que la cultura norteamericana goza de enorme predilección, aun así, el disfraz va a ayudar a una pléyade de escritores desafectos a colocar sus obras en el mundo editorial durante lustros.
Y no será hasta los estertores del franquismo, cuando algunos empiecen a recuperar su oficio y recibir reconocimiento –el oficial, pues el del público se lo han ganado de sobra–, demostrando que ese medio tan denostado por cierta concepción elitista de la cultura, esconde autores de una enorme valía: Ángel María de Lera, que aunque no en novelas de bolsillo sí ha tenido que escribir comedias y fascículos para sobrevivir, obtendrá el premio Planeta en 1967 por Las últimas banderas y llegará a ser responsable de las páginas literarias de ABC; Eduardo de Guzmán recibirá en 1975 el Premio Internacional de la Prensa por El año de la victoria, considerado por la crítica de entonces como el mejor libro político de Europa y, ya rehabilitado, la Unión de Periodistas del País Valenciano le otorgará el premio Libertad de Expresión en 1982.
González Ledesma, considerado como uno de los impulsores de la novela negra social en España, recibirá numerosos premios relacionados con ese género, entre ellos varias veces el Mystère a la mejor novela extranjera publicada en Francia. Y no nos podemos olvidar de la guipuzcoana Cecilia G. de Guilarte, periodista precoz, que durante la guerra ejerció como corresponsal de guerra para CNT, y en el exilio mexicano se dedicaría, entre otras cosas, a escribir breves novelas rosas “para cambiarlas por pan”. De vuelta a España en 1964, podrá retomar su profesión en la Voz de España y, entre otros premios, quedará finalista del Planeta en 1968 con Todas las vidas y en 1969 ganará el Águilas de novela con Cualquiera que os dé muerte.
Y como no solo de reconocimiento vive el hombre, se pondrán manos a la obra de defender su derechos constituyendo en 1976 la Asociación Colegial de Escritores bajo la presidencia de Angel María de Lera. Incluso alguno como Eduardo de Guzmán, siempre Eduardo, dará un paso más, retomando su vieja militancia sindical y lanzándose, con entusiasmo juvenil, a reconstituir junto a otros compañeros y compañeras, el sindicato de Información y Artes Gráficas de la CNT madrileña.
Muerto el dictador y con sus adláteres cambiando de chaqueta a marchas forzadas, el progresivo afianzamiento de la democracia irá acompañado de la desaparición de esa literatura popular que, durante varias décadas, sostuvo un hilo subterráneo de resistencia insobornable al franquismo, y a la vez constituyó para muchos de nosotros, cachorros de la clase obrera, una escuela de primeras lecturas.
La deuda es impagable.
Gracias por esta «gran fotografía» de un tiempo y un país durante el que se construyeron tantas «cosas» del hoy, más de las que parecen.
Magnífico artículo… Muy documentado y con informaciones de esas que, como tantas, no deberían caer en el olvido. Parte de nuestra memoria histórica. Gracias.
Genial artículo para un día como hoy, me retrotrae a tiempos aquellos en que un libro era un artículo valioso y si no tenías dinero para comprarlo siempre lo podías volver a cambiar por otro.