Tus artículos
Un minuto y medio de apatía
"Creo que para desbloquearme de la apatía, no hace falta que me propongan 10 millones de ideas para sentirme mejor. No necesito planes para sentirme de otra manera. La apatía, esa ausencia y colapso. Aquí está, y aquí lo dejo estar".
Cada conversación que tengo estos días empieza con alguna de estas cuatro palabras: qué, tal, cómo, estás. Por WhatsApp, teléfono, videollamada. ¿Qué tal? ¿Cómo estás?
Al principio del confinamiento, sabía qué decir. Tenía vocabulario. Le ponía palabras a cómo estaba. Confundida, sobre todo. Aturdida, en shock. ¿Preocupada? También. ¿Qué hace falta hacer? Lo hago. ¿Qué necesitas? Te lo doy. Tenía más energía para reaccionar, actuar. Mis días tenían más propósito, más sentido. Sentía más motivación, más implicación. Y mi jardín emocional tenía más color. Estaba regada.
Pero ahora van pasando los días –¿qué día es hoy?–, y ese paisaje ha perdido nitidez. Se ha vuelto algo gris. Árido.
¿Qué tal? ¿Cómo estás? No sé muy bien qué contestar. Estoy encallada, y la monotonía del día a día se contagia a la monotonía de mis conversaciones. “Bien” es el comodín más habitual. O, en días más creativos, “voy tirando”. Parece que tengo un guión escrito, como un bot. Respuestas automatizadas.
Sé que no soy la única en sentir esta ausencia, este vacío. Cada día me llegan un sinfín de mensajes de pedagogos que tienen todas las respuestas, todas las guías. Todas las estrategias para enseñarme a distraerme y a sujetarme a mi paracaídas mientras nos estrellamos. Diez planes virtuales para pasármelo bien en familia, 23 maneras para sentirme más feliz, 54673 ideas para transportar mi mente a otro paradigma espacial. Tengo a mi alcance un mar de maniobras para mantenerme a salvo y aislada del goteo de esa apatía que me increpa.
Tengo mis técnicas propias de huida. Cuando me colapsa la incertidumbre, busco maneras para recuperar el control: hago planes sobre el futuro, me obsesiono con la limpieza, miro el teléfono mínimo 5 veces por minuto. Cuando me siento inestable, hago todo lo posible por encontrar algo predecible y seguro sobre el cual sostenerme. Diseño creencias cuasi-fundamentalistas que me permiten aferrarme a una teoría que me explique la realidad de una manera ordenada y pulcra. Noto que, para mí, estar abierta a otras posibilidades a veces me genera más inestabilidad, así que lo evado. Me agarro a una identidad fija que encaja con mis creencias sobre el mundo y las personas. Y convierto mis creencias y teorías en dogma.
La monotonía emocional y lingüística que tiñe estos días empieza a tener una forma muy concreta: apatía. Ausencia. “¿Cómo estás?” No estoy, sencillamente. Ante la impermanencia, la inestabilidad, la incertidumbre de lo que vendrá, me colapso en mí misma hasta el punto de no sentir nada. Pero la ausencia para mí no es sostenible, ni sano, ni lo que quiero. Así que, ¿cómo me desatasco de la apatía para volver a sentir?
En su libro Un ataque de lucidez, la neuroanatomista Jill Bolte Taylor relata su experiencia recuperándose de un derrame cerebral. Explica que una emoción es una reacción a un estímulo externo que genera un proceso químico en el cuerpo. Ese proceso químico dura, de por medio, unos 90 segundos. Una emoción, fisiológicamente, dura un minuto y medio, y se localiza en algún punto del cuerpo.
Si dura más tiempo –días, semanas, años– es porque, según la doctora Bolte, hemos decidido revivir el circuito neuroquímico. Si el enfado, tristeza, alegría, lo que sea, permanece es porque hemos optado por echarle gasolina al circuito. A través de pensamientos que reestimulan el proceso, reciclamos narrativas, historias, creencias, una y otra vez para recrear la emoción.
Un minuto y medio. 90 segundos. Ya está.
Creo que para desbloquearme de la apatía, no hace falta que me propongan 10 millones de ideas para sentirme mejor. No necesito planes para sentirme de otra manera. La apatía, esa ausencia y colapso. Aquí está, y aquí lo dejo estar. Sin reprimirlo.
En esta práctica de alquimia y de transmutación, me ayuda bajar a mi cuerpo. ¿Qué escucho? Pájaros. ¿Qué huelo? El café recién hecho. ¿Qué veo? El verde de los árboles. Los sentidos, palparlos. Afinarlos. Cultivar mi percepción de mi alrededor para transformar mi estado emocional de un huerto insípido a un edén paradisíaco. Orgánicamente.
Un minuto y medio.
Me desbloquea acordarme de esta inmediatez emocional. Me siento libre al saber que no es obligatorio que me domine una determinada emoción. Me ayuda a confiar en mí misma, y a saber que soy capaz de desatascar mi tuberías emocionales.
Y cuando la apatía perdure más de ese minuto y medio, puedo desapegarme de cualquier moralidad emocional. No es malo colapsarme. Es un barómetro que me permite calibrar cómo estoy ante la inestabilidad, ante la ambigüedad, ante la incertidumbre del futuro. Puedo observar la narrativa de mi apatía y optar por verla como una fuente de información sobre cómo estoy y cómo se desempeña mi tránsito por el momento presente.
Si le doy espacio a la apatía, puedo permitir que esté y transite su minuto y medio. Ante cada emoción que me bloquea o me paraliza, en vez de buscar 80 mil planes para no sentirlo y recrearme en mi narrativa, puedo simplemente invitarla a estar sus 90 merecidos segundos. Respirarlo, transitarlo.
¿Qué tal? ¿Cómo estás? Pues ahora, después del minuto y medio, más lúcida. Afloran sensaciones. El tacto de mi jersey suave. El sabor amargo del chocolate. El plic plic de la lluvia. El olor a leña, quemándose.
Qué, tal, cómo, estás. Cuatro palabras que, antes de escribir esto, me conectaban con un vacío. Ahora, como llaves, me abren la posibilidad de saber, realmente, cuánta agua le falta a mi jardín emocional. Me dejan ver la apatía que gotea, y darme cuenta del tiempo que necesito para que ese agua no se quede estancada.
¿Y tú? Sí, tú. Tú que me acompañas. Si te apetece, dentro de un minuto y medio, dime: ¿Qué tal? ¿Cómo estás? ¿Cómo de regado está tu jardín?