Opinión

Reconquistar el futuro

Un hombre disfrazado de Spiderman para animar a los niños, en Stockport, Gran Bretaña. REUTERS

La mirada’ es una sección de ‘La Marea’ en la que diversas autoras y autores ponen el foco en la actualidad desde otro punto de vista a partir de una fotografía. Puedes leer todas las de José Ovejero aquí.

Y ahora el futuro se difumina, desaparece. La crisis nos lleva a concentrarnos en un recuento día a día. Las familias, encerradas, intentan entretener a sus hijos, una hora más, dos. Quien se encuentra en una situación económica más precaria calcula cuándo se le agotarán los recursos. Las mujeres maltratadas y encerradas con el enemigo tiemblan ante una prolongación de la cuarentena. Quien tiene a un pariente enclaustrado en una residencia de ancianos se pregunta si volverá a verlo, si resistirá en las condiciones cada vez más precarias y a las bajas crecientes entre los cuidadores. Tachamos fechas como los presidiarios de los chistes, palote a palote.

Podemos ahora tener la sensación de que la idea de futuro ha sido comprimida y encerrada como nosotros en un horizonte minúsculo que abarca apenas unos días, como mucho semanas. Que pensar en lo venidero, por culpa de la epidemia, consiste sobre todo en la esperanza de que nuestra vida –nuestra salud, nuestro trabajo, los de nuestros amigos– no se derrumbe en pocos días. Pero en realidad esta crisis sanitaria tan solo desvela lo que ya estaba ahí: el futuro hace tiempo que fue abolido.

La idea de futuro implica un destino compartido, común: cómo será el mundo del futuro, el medio ambiente, las ciudades, la sociedad. Pensar el futuro exige pensar a las y los demás, imaginar la textura de las relaciones y del contexto en el que nos moveremos. Pero en 1987 Margaret Thatcher pronunció aquella frase según la cual la sociedad no existe, solo los individuos. No fue el inicio de la abolición del futuro sino la revelación de que el trabajo de derribo estaba en marcha. Cinco años más tarde Francis Fukuyama anunciaba el fin de la Historia: una vez consolidados la democracia liberal y el mercado global, donde el Estado cedería todo el espacio posible a los individuos, solo la ciencia y la tecnología serían capaces de producir cambios importantes.

Poner en tela de juicio que la iniciativa privada, es decir, el interés de cada individuo, fuese el eje ideal de la convivencia se empezó a considerar una falta de sentido común o un resabio de izquierdistas trasnochados. Fuimos cediendo la sanidad, la educación, los transportes públicos, las residencias de ancianos a esa iniciativa privada que nos juraban que era más eficiente que la acción pública, pero lo que querían decir –o más bien, no querían decir– es rentable. El diseño del futuro se transformó en un diagrama con una proyección de beneficios. La idea de progreso se vio sustituida por la de crecimiento. Lo común, esto es, nuestras plazas, calles, parques, playas, montañas, se convirtieron en activos potenciales para los emprendedores, no en lugares que beneficiasen a todos. Nos volvimos accionistas del mínimo espacio que nos asignaban, pendientes no del futuro sino de las fluctuaciones del mercado.

Y ahora llega la crisis del coronavirus y nos volvemos conscientes del deterioro social y de nuestra tremenda vulnerabilidad. De pronto todos esos que clamaban por la libre competencia y por que les dejasen las manos libres para enriquecerse, los responsables del desmantelamiento de lo público, reclaman los recursos de un Estado que habían dejado tiritando en su versión más escuálida. Aplaudimos a quienes se sacrifican, en condiciones realmente heroicas, pero no protestamos lo suficiente cuando se reducían plantillas, se recortaban salarios, se desviaban fondos al sector privado. La epidemia nos hace descubrir un presente colectivo, y algunos piensan que, cuando pase lo peor, nos replantearemos lo que hemos hecho estos años y seremos capaces de construir un futuro común en el que no dejaremos de lado a los más débiles (también porque hemos descubierto que todos podemos estar en esa situación), en el que no permitiremos que un puñado de negociantes y sus esbirros políticos nos despojen del tejido colectivo que nos sostiene.

Hay mañanas que también lo creo. Otras pienso que, pasado el miedo, volveremos a aceptar lo inaceptable, porque, en este infierno de la libre competencia –que nunca es libre ni mucho menos justa– estaremos demasiado ocupados en que no nos saquen a codazos de la pista o no nos descalifiquen. Pero me gustaría creer lo contrario: que, en lugar de continuar corriendo esta carrera trucada en la que siempre son los mismos los vencedores, podremos repensar las reglas y expulsar a los tramposos, también a esos árbitros que cobraban de tapadillo por favorecer a unos pocos. No estaría mal que volviésemos a pensar el futuro y no solo en cómo saldremos de ésta, y de la siguiente, y de la otra. 

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Comentarios
  1. Se nos van yendo grandes personas, referentes honestos, luchadoras, que en la noche oscura de la dictadura y hasta su partida ni consiguieron callarlas ni domarlas. Personas ejemplares, personas con valores, de las que ya quedan tan pocas que hay que buscarlas con lupa.
    El homenaje que ellas desearían es que siguiéramos su ejemplo.
    Si en 2017 nos dejó Carlos Slepoy abogado universal por los derechos humanos y que hizo suya la defensa de las víctimas de la dictadura franquista y de la argentina, el pasado 29 de marzo nos ha dejado Chato Galante (víctima del coronavirus).
    En su juventud, Chato militó en la Liga Comunista Revolucionaria, que luchaba desde
    la clandestinidad contra la dictadura, por lo que fue detenido, torturado, procesado
    judicialmente y condenado, padeciendo varios años de cárcel.
    En los últimos años, Chato lideró las querellas interpuestas contra el torturador
    J.A.G. Pacheco (Billy el niño), del que fue víctima, tanto ante los tribunales argentinos (la llamada Querella Argentina) como en el estado español.
    Chato es ya una figura imprescindible para la causa de los derechos humanos en
    nuestro país y fuera de él; su fallecimiento, sin haber visto reconocido su derecho a
    la justicia 45 años después de haber sido torturado, mientras su torturador sigue disfrutando de impunidad y privilegios ilegítimos, constituyen una denuncia flagrante de
    la cerrazón de nuestro sistema político y judicial que niega el derecho a la justicia
    respecto a los crímenes de lesa humanidad de la dictadura.
    AL ALBA, en homenaje a LUIS EDUARDO AUTE, otra sentida pérdida.
    https://www.youtube.com/watch?v=zSKYWkEYVsQ
    ———————————————
    A ver si este confinamiento nos sirve para reflexionar, repensar las reglas y seguir el ejemplo de personas íntegras, con valores y valor, que haberlas las hubo y aún queda alguna.

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