Opinión

Seres colectivos

Lotes de alimentos esenciales en Sri Lanka para venderlos a bajo coste. Dinuka Liyanawatte / Reuters

La mirada’ es una sección de ‘La Marea’ en la que diversas autoras y autores ponen el foco en la actualidad desde otro punto de vista a partir de una fotografía. Puedes leer todos los artículos de Mónica G. Prieto aquí.

En el mundo anterior al coronavirus, todos nos creíamos capaces de opinar sobre todo y todos, pero esa exagerada confianza en nuestras capacidades ficticias desapareció en el mismo instante en que nos supimos vulnerables a una pandemia, algo que ni siquiera entraba en nuestros cálculos. Como nos cuesta aceptar la virulencia de la enfermedad y nuestra propia vulnerabilidad, recurrimos a la fantasía para llenar el vacío de conocimiento de forma rápida y satisfactoria, con buenos y malos absolutos, en este caso pérfidos gobiernos trabajando en armas biológicas capaces de doblegar a la raza para ganar guerras comerciales y deshacerse de esa parte de la población hoy improductiva, tras haberla explotado al máximo.

Sería más sencillo si la emergencia nos obligara a reconocer una ignorancia generalizada, agravada por la clásica arrogancia occidental. Las plagas llevan diezmando a la población humana desde los orígenes de la especie, aunque gracias a los avances científicos sus consecuencias son ahora muy limitadas, especialmente en Occidente. En lugar de consolarnos pensando en la multiplicidad de laboratorios médicos que buscan en estos momentos una vacuna en todo el mundo, o en el sacrificado sistema sanitario que hace lo imposible por revertir el número de contagiados, buscamos alivio en teorías indemostrables desdeñando el juicio de los expertos, a quienes no ha sorprendido ni la gravedad de la pandemia ni las draconianas medidas adoptadas para frenarla.

En los últimos años, hemos subestimado a los sabios, hemos desafiado a las autoridades competentes y nos hemos creído superiores respecto al colectivo, cómodos en nuestra individualidad. Nos aprovechábamos del sistema que hemos construido entre todos para después reivindicar nuestro individualismo y nuestra superioridad respecto al prójimo. La pandemia nos obliga, sin embargo, a reconsiderar la identidad individual y supeditarla al colectivo, a esa cosa pública que hoy importa más que nunca porque la responsabilidad de cada uno de nosotros lo salvará o condenará, según nuestras acciones. 

Nunca antes el curso de una nación había estado en las manos de todos y cada uno de sus habitantes: solía recaer en las decisiones de sus gobernantes. Por eso hay que revisar prioridades. Los nimiedades que antes caracterizaban nuestras vidas han desaparecido, suplantadas por el bien común porque, al final, lo único que importa son las vidas de quienes componen el colectivo. Sin vidas no hay economía, ni mercados, ni capitalismo salvaje ni globalización. Sin vidas no hay caprichos, tendencias ni intrascendencia. La nueva moda es y será la mera supervivencia, ahora y cuando la recesión sustituya a la plaga en los titulares.

El regreso a lo básico consiste en recuperar ciertos valores ensombrecidos por el capitalismo salvaje y el neoliberalismo, como la tolerancia, la empatía o la solidaridad. Los buenistas volverán a ser mayoría, ahora que los destinatarios de la bondad comparten nacionalidad, barrio y hasta rellano, al menos hasta que la crisis deje de depender del colectivo. El regreso a lo básico también consiste en reparar en los gremios más negados e invisibles de nuestra sociedad, ahora que las certidumbres estallan en mil pedazos y que los recursos básicos que nos permiten mantener la cordura –que no son pocos, por cierto: basta de comparaciones con guerras donde lo básico que aquí abunda es un lujo fuera del alcance de la inmensa mayoría– dependen de colectivos en los que no solíamos reparar. Cajeras, reponedoras y el resto de personal de los supermercados ha asumido más riesgos que nadie –en condiciones económicas precarias, con turnos enloquecedores y sin apenas protección– para garantizar establecimientos abiertos que abastezcan a la mayoría, contribuyendo a cierta normalidad dentro de la excepcionalidad que vivimos.

Los transportistas continúan moviendo las mercancías que nutren los mercados, y ganaderos, agricultores y pescadores continúan trabajando de sol a sol para que la cadena no pare. Los operarios de basura, los precarios trabajadores de las compañías de mensajería, los quiosqueros y dueños de estancos que ayudan a mantener la ficción de normalidad son tan necesarios como el personal sanitario, como las fuerzas de seguridad que reducen las posibilidades de contagio a fuerza de detenciones –y de facilitar la vida a los colectivos en riesgo– y como esa prensa súbitamente revalorizada sino por el desmedido hambre de información que nos genera la idea de no haberlo visto llegar y de no saber nada sobre la enfermedad que nos tiene en jaque.

La sensación de que el sistema sigue funcionando mientras seguimos confinados es un asidero mental que minimiza la ansiedad. El reto será conservar en la memoria las lecciones aprendidas, recordar que la calidad de la sociedad equivale a la suma de acciones individuales destinadas a mejorar nuestra colectividad e impedir que desaparezcan del subconsciente colectivo tan pronto como la pandemia se extinga. Y ser generosos con las naciones que nos pisen los talones en la curación del Codvid-19, porque es un fenómeno global que no dejará ningún país a salvo.

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Comentarios
  1. Todos y cada uno de los habitantes tenemos que actuar del mismo modo…esto es un reto evolutivo difícil de asumir, presupone una misma concepción del mundo, de lo necesario, de lo útil, exige una educación básica universal y una actitud de empatía que nunca antes se ha enseñado, valorado ni exigido…lo que dices requiere una toma de conciencia muy difícil de asimilar, ufff, necesitamos tiempo para darnos cuenta del gran reto y de nuestra responsabilidad!!

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