Cultura
Stefano Savona: “En Gaza, el pecado más grave es deshumanizar al enemigo”
El documentalista italiano estrena este viernes ‘La familia Samuni’, el relato íntimo y trágico de una familia destrozada por la 'Operación Plomo Fundido' en Gaza.
Para Stefano Savona (Palermo, 1969), el documental cinematográfico es algo diferente al reportaje periodístico. Tiene otros códigos, seguramente más humanos. Él elige unos protagonistas y convive con ellos. Convierte la cámara en una especie de escafandra con la que se sumerge en otros mundos y se adapta a ellos. Así lo hizo en Carnets d’un combattant kurde (2006), en el que acompañó a cinco voluntarios y voluntarias del PKK hasta el Kurdistán iraquí y rodó sus discusiones políticas y el papel activo (y decididamente feminista) de las mujeres en la resistencia. En Palazzo delle Aquile (2011) compartió un mes con 18 familias sin vivienda que ocuparon el Ayuntamiento de Palermo. En Tahrir (2011) metió su cámara en la célebre plaza de El Cairo que dio origen a todas las primaveras árabes. Se mezcló con los manifestantes, grabó sus conversaciones, su desesperación, su rabia, sus deseos de libertad y, finalmente, su incompleta victoria contra el régimen de Hosni Mubarak.
La película que ahora estrena en España, La familia Samuni (2018), ganó el premio L’Œil d’or al mejor documental en el festival de Cannes y cuenta la historia de una familia palestina destrozada por la Operación Plomo Fundido, llevada a cabo por el Ejército israelí en la franja de Gaza a finales de 2008 y principios de 2009. La familia no tenía ningún vínculo con Hamás; su distrito (Zeitoun, un nombre cuya etimología es fácil de vincular con nuestra ‘aceituna’) era un barrio campesino rodeado de olivos y perfectamente conocido por las autoridades israelíes (junto a él mantuvieron durante años la colonia de Netzarim y la convivencia entre judíos y palestinos nunca fue problemática). Pero nada de eso importó. Asaltaron el barrio y asesinaron a 29 miembros de la familia.
A través de Amal, una niña que sobrevivió a los misiles lanzados contra la casa en la que se refugiaban, Savona retrata el trauma de esta comunidad. Y lo hace, como siempre, desde dentro, en sus casas (pobremente reconstruidas), sus huertos (que vuelven a cultivar tras los bombardeos), junto a ellos. Habrá quien piense que dar solo una versión de la historia no es honesto. Se equivoca. Savona reconstruye los acontecimientos a partir de los recuerdos de los supervivientes pero también de la propia investigación interna abierta por el Ejército israelí.
La primera pregunta es sencilla y directa: ¿Por qué? ¿Qué explicación le da usted a este crimen? La familia Samuni no estaba relacionada con Hamás y no quería saber, ni antes ni ahora, nada de la política. Son campesinos. ¿Su muerte es debida a un error? ¿A la pura maldad? ¿Cuál es su explicación?
Yo creo que se debe a un error, efectivamente, pero este error viene provocado por una maldad mucho más grande y que es de naturaleza política más que militar. Las reglas de enfrentamiento, tanto en ese conflicto como en otros ataques, como el de 2014, eran no tomar ningún riesgo y disparar antes de saber si el otro constituía un verdadero peligro. Yo creo que el objetivo de aquellos ataques era hacer el máximo daño posible con el mínimo riesgo. La misma persona que ordenó reagrupar a la familia en esa casa, vio algo sospechoso y no se lo pensó dos veces: dio la orden de lanzar los misiles sobre ella. Sin reparar en las consecuencias. Hay una gran tragedia en el hecho de que el Ejército israelí no se preocupara de las potenciales víctimas civiles. No puedo decir que las víctimas civiles fueran el objetivo principal de esa acción militar, pero sin duda evitar bajas civiles no estaba entre sus prioridades.
Y las hubo por millares.
Del lado israelí hubo solo 11 soldados muertos. Y la mitad, más o menos, se debió a fuego amigo. Se dispararon entre ellos por error. Además, venían de la guerra del Líbano de 2006, en la que sí tuvieron muchas bajas, y ante la opinión pública israelí no podían permitirse nada parecido. Del lado palestino hubo más de 1.300 bajas, de lo que se deduce que no hubo ningún combate. Hamás no presentó una verdadera resistencia armada.
¿Y cómo llegó usted a esta historia? ¿Cómo conoció a esta familia?
A principios de 2009 logré cruzar la frontera desde Egipto, con algunas trampas, y entrar en Gaza. Iba yo solo, con una cámara pequeña, no con un verdadero equipo de filmación. Así era más fácil entrar mezclado con el personal humanitario. Conseguí grabar imágenes durante los últimos diez días de la guerra. Fue algo muy simple: todos los días hablaba con alguien que había encontrado su casa destruida. Con esos testimonios monté primero un cortometraje llamado Journal de Gaza y después el documental Cast Lead [Plomo fundido]. Cuando terminó la ofensiva y los periodistas pudieron volver a entrar en Gaza, yo di mi trabajo por terminado. Estaba listo para volver a casa, pero entonces conocí a la familia Samuni.
Fue apenas diez días después del desastre. Y aquel encuentro fue algo tan fuerte que me dije: “Ahora no me puedo ir. Tengo que quedarme. Tengo que saber lo que ha pasado aquí”. Porque casi no podía creer lo que me contaban. Tenía un cierto recelo a ser manipulado. Es muy difícil llegar a un sitio así al día siguiente de una tragedia y contar lo que pasó. Tengo mucho respeto por los periodistas pero yo no soy periodista. No tenía ni sus medios ni su experiencia, así que necesitaba quedarme y manejar el tiempo de otra manera. Y una vez allí entendí que el relato que quería contar era otro: no cuál era el origen de aquella tragedia sino la historia de las víctimas, tanto la de los muertos como la de los vivos. Yo mismo me pregunté de qué servía realmente lo que había hecho antes, esa información en directo, con la que a veces se corre el riesgo de banalizar las catástrofes. Lo vemos a menudo, casi todos los días. Si uno es sensible a esta temática, a este conflicto, tanto en un bando como en el otro, siempre puede encontrar nuevas pruebas y nuevas imágenes brutales con las que fortalecer su propia convicción. Pero eso, al final, no cambia el punto de vista de la gente.
Entonces, ¿cuál es la razón última de esta película?
Yo creo que he hecho esta película para saber un poco más sobre la vida en Gaza y sobre la vida de esta gente. Es muy fácil decir: “Son todos terroristas”. De hecho, yo también tenía dudas. Quería saber si por error o por azar había lagunas en la historia de esta familia. Pero con el tiempo pude conocer personalmente a cada uno de los supervivientes y pude reconstruir de forma casi policial los acontecimientos. Invertimos mucho tiempo en eso. La reconstrucción de los hechos procede de varias fuentes y me comprometo a decir que las cosas ocurrieron exactamente como las cuento en la película. Pasó así.
Hay algo en común entre su anterior documental, Tahrir, y La familia Samuni: su interés por contar las cosas desde dentro. Desde dentro de las manifestaciones y desde dentro de esta familia, sin interferencias exteriores. ¿Por qué ha elegido esta forma de contar las historias?
Porque mi forma de narrar no es periodística. El periodismo, para que funcione como tal, necesita contextualizar y aportar más información. Pero yo soy un cineasta con formación de antropólogo y de arqueólogo, y lo que tengo que contar es otra cosa. Cuento historias sobre gente. Y no son nunca historias emblemáticas. No es la Historia con mayúsculas. Sé que al final esa forma de narrar tiene sus limitaciones, pero por otro lado, al colocarnos junto a los protagonistas, podemos sentir cuáles son sus motivaciones cotidianas. A veces… Me gustaría decir siempre, pero a veces, esa es la clave, esa es la puerta de entrada del público hacia la comprensión íntima y humana del otro. Vemos gente que habla otra lengua, tiene otra ideología u otra religión, pero al final, en el día a día, podemos comprenderlos si nos tomamos un tiempo, ya sea para vivir con ellos o al menos para escuchar su historia en una película. Eso te da la posibilidad de ponerte en la piel de otros.
Mi sueño es que la próxima vez que cojan un periódico y vean a los palestinos, no piensen en ellos como algo lejano, incomprensible, todos agrupados como víctimas o como terroristas o como monstruos dependiendo de la ideología que se tenga. Para mí, el cine es una forma de traducir un contexto concreto en un lenguaje más o menos universal para que sea accesible a todo el mundo. Y eso se hace a través de los gestos, de la palabra cotidiana, de los sentimientos. Lo que la cámara muestra mejor es el deseo de la gente.
En el caso de La familia Samuni es imposible pensar que esa historia tan terrible no le haya marcado personalmente. ¿Cómo vivió las semanas o los meses posteriores al rodaje?
El rodaje estuvo dividido en dos partes: dos meses en 2009 y otros dos en 2010. Y ese tiempo que pasó entre los dos rodajes fue como si realmente no me hubiera ido de Gaza. Fue algo muy fuerte. Sentía tanto la tragedia como la responsabilidad de hacer una película que la hiciera comprensible. Y esa responsabilidad era una carga muy pesada. Para mí era un deber contar esta historia. Además, aún no tenía la clave de cómo contarla [Savona utiliza la animación para narrar los recuerdos anteriores al ataque israelí; los dibujos los firma el animador Simone Massi] ni la financiación para realizarla. La propia familia Samuni me decía que nunca la acabaría. Ellos ya habían contado su historia en varios reportajes de la BBC, Al Jazeera y otros medios. Y pensaban que era un error no contarla con urgencia, pero yo les dije que quería contarla de otra manera.
Al final les gustó mucho la forma y los símbolos que utilizamos para hacerlo [uno de ellos es un enorme sicomoro que había delante de su casa y que fue arrancado por las bombas], pero al principio desconfiaban. Cuando la terminé, para mí fue una liberación, porque era una forma de cumplir con mi compromiso con la reconstrucción real de esa historia. Y también por los riesgos que asumí, tanto económicos como creativos. Pero, claro, comparado con los riesgos de los habitantes de Gaza, eso no es nada.
Pero también hubo un cierto grado de riesgo físico para usted.
Para mí, arriesgar la vida para contar la historia de otros es casi una necesidad. Las películas que yo hago son siempre sobre un contexto que no es el mío propio. Tampoco lo he analizado mucho pero no lo haría para contar mi propia historia, que sería otro tipo muy diferente de riesgo. Supongo que no lo haría más por timidez que por otra cosa.
Hay otra coincidencia entre Tahrir y La familia Samuni, y es la desconfianza de los árabes, no importa de dónde sean, Egipto, Palestina, Siria o Argelia, hacia la política. Todas las sociedades árabes parecen haber sido traicionadas por sus políticos. ¿Cómo lo explican ellos?
Es terrible. Están desesperados con eso. En Egipto la situación empeoró en vez de mejorar después de la revolución, después de aquel momento de esperanza. De ahí surge precisamente un género de resistencia no política, de respuesta a los problemas, que es el integrismo, el repliegue hacia unas ideas de pureza original, el retorno a una idea completamente falsa de tradición. Es la reinvención de la tradición según las palabras más sombrías y menos contemporáneas, como si pudieran volver a un pasado mítico que no ha existido nunca. Pero, ojo, eso te lo encuentras en todas partes. En Oriente Próximo toma la forma tradicionalista del islam político y en Occidente explica el resurgir de la extrema derecha en Italia, en Francia o en Estados Unidos. Ese rollo de “antes todo era mejor” es algo global. Efectivamente, en el mundo árabe tienen razón al desconfiar de los políticos. Lo malo es que la respuesta a eso es todavía peor.
Después de haber trabajado tantos años en países árabes, ¿ha encontrado usted una manera de escapar a esa trampa dialéctica que dice que todo aquel que apoye la causa palestina es siempre y por sistema un antisemita?
Creo que este documental es mi manera de evitar eso. Evidentemente, yo cuento la historia desde un lado, el de esta familia. Es su historia, no la historia del conflicto. Mis amigos judíos en Francia lo han entendido e incluso han encontrado paralelismos, no políticos pero sí humanos, desde el punto de vista de las víctimas y del dolor que ha vivido el pueblo judío antes. Por su historia, ellos saben muy bien lo que es un gueto, lo que significa estar encerrados sin ninguna relación política real con el exterior. Las fronteras de Gaza están gestionadas desde el exterior y el interior está autogestionado de la peor manera posible. Para decir esto yo me encuentro en una posición bastante rigurosa y fiable, mucho más que la del núcleo duro de militantes propalestinos que tiene una posición extremista y que nunca ha puesto un pie en Palestina.
La película no esconde las contradicciones que existen en el bando palestino y lo que busca es acabar con esta polarización. La razón de todo esto es la falta de curiosidad por el otro y de respeto por el otro, incluso de respeto por el enemigo. Todos sabemos que los israelíes son los enemigos de los palestinos y viceversa, pero no podemos deshumanizar al enemigo. Ese es quizás el pecado más grave: considerar que el enemigo no es ni siquiera un ser humano. Eso es lo que pasa en Gaza y es el origen de la tragedia.
Esquivando el discurso monolítico y rodando las contradicciones corre usted el riesgo de ser tachado de equidistante.
En una película que hice antes de Tahrir, Carnets d’un combattant kurde, que rodé con los milicianos del PKK, quise hacer lo mismo: contar una historia desde el interior sin esconder las contradicciones. Mi modelo para esta forma de narración es George Orwell y su Homenaje a Cataluña. Creo que seguramente la película más bella que hay sobre la revolución es Tierra y libertad, de Ken Loach, que es más o menos una adaptación de Orwell. Esas son mis referencias.
Durante el siglo XX Italia fue un faro de la cultura europea. Era un peso pesado en cine, en literatura, en ciencias políticas… Pero eso ya no es así. ¿Por qué? ¿Podemos explicarlo echándole la culpa a Berlusconi?
Explicarlo así sería demasiado simple. Italia es una tierra de navegantes que ha estado siempre volcada al exterior. Pero desde hace un par de décadas todo lo interesante que ha producido la cultura italiana ha sido bastante local. No hemos logrado introducir nuestra historia en un contexto más amplio. Y aunque Berlusconi [Forza Italia] fue un anticipo del fenómeno Trump [“Make America great again”], no es el único responsable de eso. Nos hemos ensimismado y le pongo un ejemplo. La mejor película reciente sobre la mafia no ha sido El traidor, de Marco Bellocchio, sino la de Mosco Levi Boucault [Corleone: mafia y sangre], un gran documentalista francés que ha vivido diez años en Italia. Y se lo digo yo, que soy siciliano y viví allí las guerras de la mafia. Ha sido un francés el que me ha explicado cosas de la mafia que yo nunca había comprendido. ¿Por qué? Porque no es de allí y consigue que su narración tenga una perspectiva más amplia. Los italianos que han hablado sobre la mafia en los últimos 20 o 30 años han estado cegados por cosas importantes, sí, pero locales. Italia ha perdido su relación con el resto del mundo.
Por supuesto hay excepciones. Se me ocurre, por ejemplo, Gianfranco Rosi, que ha ganado varios premios con sus documentales [con Fuego en el mar (2010), sobre la crisis migratoria en Lampedusa, ganó el Oso de Berlín y estuvo nominado al Oscar]. El mundo intelectual italiano ha estado muy estructurado en torno al marxismo y al Partido Comunista, y de golpe perdió su referencia ideológica y no ha podido reconstruirse sobre otra base. En Francia ha pasado algo similar, allí todo se detuvo en los años 80. Y después, paradójicamente, el centro de esa elaboración cultural e ideológica se ha desplazado al mundo anglosajón. Con todas sus contradicciones, ahora los mejores ejemplos de análisis críticos los encontramos en Estados Unidos y en Inglaterra. Incluso en la India, que es donde me gustaría situar mi próxima película. En Francia [donde Savona reside desde hace años] aún no sienten que ya no son el centro del mundo. Y yo creo que para entender hacia dónde va el mundo hay que alejarse un poco de la vieja Europa.
Tras la victoria de la izquierda en las elecciones de Emilia Romaña, ¿cree usted que el populismo de derechas de Matteo Salvini está en retirada?
La crisis del coronavirus tendrá sin duda un impacto económico y lo que me da miedo es que Salvini aproveche eso para volver al discurso revanchista antieuropeo. Efectivamente, está perdiendo protagonismo incluso entre la derecha, pero la derecha sigue teniendo mucha fuerza en Italia. Si no es Salvini será otro. En Italia hay un fascismo latente y la figura política del ‘hombre fuerte’ es muy popular. No es una preferencia mayoritaria, o no lo es todavía, pero puede sentirse todos los días cuando estás en Italia. Lo importante, en el fondo, es el papel de la izquierda. De la izquierda verdadera, la que está preocupada por temas económicos y sociales, alejada del populismo y la superficialidad, volcada en cuestiones de fondo. Esa es la que debería recuperar su predominio y su fuerza. Y si lo consigue, probablemente desenmascarará la inutilidad de todas las recetas de la derecha. Yo era mucho más pesimista hace unos meses. Tampoco es que sea optimista ahora porque veo mucho fascismo, siempre ha estado ahí, pero el panorama no es tan negro. Quizás la izquierda pueda reorganizarse un poco.