Internacional

Bajo la bandera de Farage

La mirada de Laura Casielles sobre el Brexit: "Cuando las naciones de Europa se unieron en un proyecto común para un mundo más justo dijeron 'no más guerra' y 'no más fascismo', pero hay algo que no dijeron. No dijeron 'no más colonialismo'”.

Nigel Farage, en una sala del Parlamento Europeo. REUTERS

La mirada’ es una sección de ‘La Marea’ en la que diversas autoras y autores ponen el foco en la actualidad desde otro punto de vista a partir de una fotografía. Puedes leer todos los artículos de Laura Casielles aquí.

Esta semana, la bandera británica ondeó por última vez en el Parlamento Europeo. Y lo hizo de una manera extraña. Con su actitud desafiante habitual, Nigel Farage, el líder del partido del Brexit, acabó su discurso instando a los diputados de su grupo a blandir una Union Jack en miniatura a modo de despedida

Lo hacía, básicamente, porque está prohibido: las normas de la cámara donde se reúnen los 28 países –27 desde ahora– de la UE no permiten mostrar banderas (aunque los partidarios del Brexit, como también la gente del francés Front National, hace tiempo que instauraron la costumbre de lucirlas en sus escaños). Al decidir sacarla en su despedida, Farage pudo conseguir un último momento viralizable: como esperaba, la presidenta cortó su discurso, porque eso es lo que se hace en los parlamentos cuando se incumple una norma. Muy cinematográfica, la escena de su voz perdiendo volumen al apagarle a la fuerza el micro, mientras decía sus últimas palabras en la institución en la que entró hace 21 años con el declarado objetivo de salir de ella llevándose a su país consigo. 

Es sabido: lo que es hoy la Unión Europea nació de un sueño humanista. Cuando la II Guerra Mundial terminó, con el horror todavía vivo en las memorias, los países más fuertes del viejo continente se unieron en un consenso: “No más guerra, no más fascismo”. Trataron de idear una estructura en la que la colaboración económica paliara las desigualdades, en la que tribunales supranacionales pudieran vigilar los excesos de los gobiernos, en la que se acordasen soluciones a los puntos de fricción para evitar enfrentamientos. 

Pero luego la realidad hizo su juego. Su despliegue de lobbys y negocios, sus dobles raseros, sus monstruos burocráticos, sus intereses privados tan distintos a esos valores fundantes fueron haciendo crecer el escepticismo entre una ciudadanía que, en unos y otros países, ha ido viendo a la institución cada vez más como una rémora y menos como una herramienta. Y, por supuesto, ha habido quien estaba al quite para aprovecharlo.

Hasta llegar aquí. Farage tenía detrás 17 millones de votos cuando en su discurso de despedida, que era más bien de celebración, decía: “No más contribuciones financieras, no más Corte Europea de Justicia, no más políticas pesqueras comunes”. 

“Por favor, siéntense, bajen sus banderas y llévenselas con ustedes cuando se vayan”, respondió la presidenta de la Cámara a la performance del bye-bye. Y Farage y los suyos salieron de la sala y se las llevaron, sí, en un perfecto cierre para la obra de teatro. 

Pero bajo una bandera laten muchos países. También estaba, esa bandera, en las bufandas que llevaban al cuello algunos de los demás diputados y diputadas británicas, los remainers, que se quedaron unos minutos más, en otra buena escena para recordar que no se quieren ir en absoluto. Y que acabó con el canto del Auld Lang Syne, un himno escocés que se entona en las despedidas y en los entierros. “Por los viejos tiempos, amigo mío, / por los viejos tiempos”, sonaba el estribillo. 

Lo que pasa es que, al pensar en esos viejos tiempos, recordados siempre como un mito de altruismo y concordia, hay una parte de la historia que tendemos a olvidar. Y que tiene mucho, mucho que ver con los discursos de odio y las políticas de intransigencia que están siendo uno de los trampolines de los nuevos partidos extremistas. Una parte de la historia que pasa por recordar que bajo una bandera laten muchos países también en sentido literal. En los “viejos tiempos”, la Union Jack no solo ondeaba en las islas británicas, sino en decenas de territorios, de Nueva Zelanda a Egipto, de la India a Irlanda. 

Cuando las naciones de Europa se unieron en un proyecto común para un mundo más justo dijeron “no más guerra” y “no más fascismo”, pero hay algo que no dijeron. No dijeron “no más colonialismo”. No lo dijeron, claro, porque muchos de ellos seguían ejerciendo la violencia y el expolio en lo que quedaba de sus imperios. Mientras la “nueva Europa” se construía apelando al humanismo y a la democracia, estos valores no parecían aplicar igual para la otra mitad del mundo. Iba a haber más guerras; iba a haber, si no fascismo, sin duda sí más regímenes construidos sobre una estructura apuntalada en la diferenciación racial y el silenciamiento de pueblos. Mientras se firmaba el Tratado de París, ardía Indochina; mientras se cerraba el Tratado de Roma, seguía la guerra por continuar el dominio en Kenya, en Malasia, en Argelia. 

Eso también es Europa. Esa también es su herencia. Y es por las puertas mal cerradas por las que entran los fantasmas. Precisamente de esa Commonwealth labrada con sangre y con letra es de donde llegan hoy el obrero paquistaní y la tendera iraquí a los que Farage dirige su discurso de odio. Como llegan de la antigua Francophonie los argelinos y argelinas contra quienes arremete Le Pen; y como también las personas marroquíes a las que tiene como chivo expiatorio nuestra ultraderecha doméstica traen en la maleta el pasado de una colonialidad sin reparar. El legado de pobreza y subalternidad en que quedó la mitad del mundo aún tras los procesos de independencia del siglo XX está al fondo de las corrientes migratorias actuales. Una memoria sin resolver nos apela desde nuestras propias ciudades, en los rostros cada vez más diversos de nuestras vecinas y vecinos. 

La vida no va a ser fácil para los nietos de la Commonwealth en la Gran Bretaña del Brexit. El nuevo fascismo está poniendo en el punto de mira a las personas migrantes, la nueva guerra es la de enfrentar a locales contra extranjeros. Y el nuevo colonialismo quizá sea el mismo de siempre: los platos rotos de Europa los acaban por pagar los mismos. 

En este momento de incertidumbre para la UE, hay un cierto consenso en que la reinvención necesaria para que sobreviva pasa por un retorno a sus valores fundantes. Recordar también la otra cara de la moneda, las injusticias que siguieron produciéndose pese a ellos, quizá puede servir para entender por qué hipocresías estos han resultado ser tan frágiles. Y para dejar bien encendida la alerta de a quiénes suelen dejar tirados nuestros brillantes principios, nuestros “nunca más”.

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Comentarios
  1. Gracias Laura, por tu objetividad ,tu conocimiento del tema y tu maestría en narrarlo….
    Siempre me enriquecen y me estimulan tus artículos…
    No dejes nunca de hacerlos!

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