Opinión

Vivir al lado de un volcán

La mirada de Laura Casielles: "Vivimos al lado de volcanes, pero, por suerte, no lo recordamos todo el tiempo".

Un pájaro sobre un techo cubierto de cenizas del volcán en erupción en Talisay, Filipinas. REUTERS

La mirada’ es una sección de ‘La Marea’ en la que diversas autoras y autores ponen el foco en la actualidad desde otro punto de vista a partir de una fotografía. Puedes leer todos los artículos de Laura Casielles aquí.

El domingo saltó la alerta. El volcán Taal, dormido desde hace décadas sobre su isla en un lago filipino, empezaba a rugir. Imagino a esas personas desperezándose en sus casas para una mañana tranquila, que de pronto se ven haciendo las maletas para una evacuación exprés. El miércoles ya eran 50.000 las desplazadas.

Cuando se vive al lado de un volcán, supongo que se sabe que esto puede pasar. “Esto” es una columna de humo atravesada de rayos, bolas de lava que dicen: “Atención, riesgo de tsunami”. El Taal es uno de los volcanes más pequeños del mundo. Mide apenas 1.000 metros. Su última erupción había sido en 1977, pero se recuerda más la de 1911, en la que murieron 1.500 personas. Uno de los más peligrosos del mundo, dicen, este pequeño Taal.

Cuando se vive al lado de un volcán, un domingo cualquiera el departamento de salud puede decirte que mejor no salgas a la calle sin mascarilla y gafas de sol. La isla donde se eleva el Taal es una de las más pobladas del país, no muy lejos de Manila. Y también una de las más turísticas. Así somos los humanos: construimos norias, restaurantes y bungalós sobre el magma agitado. ¿Qué podríamos hacer si no?

466 temblores de tierra habían avisado en los días previos de que la erupción podía llegar. 

¿Se preguntan los amantes, cuando viven cerca de volcanes, si un día serán un símbolo, como aquellos de Pompeya que se quedaron abrazados y se convirtieron en estatua?

Las fotos de los días posteriores al despertar del volcán Taal son realmente extrañas. Parecen estar en blanco y negro, pero es la ceniza, que lo ha cubierto todo. Casas y animales y palmeras y todos los lugares donde normalmente hay vida. Quizá así es la desgracia, que cuando irrumpe arrasa con los colores. Aunque, mira, es muy curioso: como en la que encabeza este artículo, de pronto algo o alguien se ha sacudido la ceniza y le pone a la imagen un extemporáneo rojo, una brizna de verde, una ola de azul. Un perro, una camioneta, un gallo que sigue cantando porque amanece otra vez, y que parecen coloreados sobre una instantánea antigua.

La gente que se fue no sabe si habrá una casa cuando regrese. Cuentan que algunos volvieron a rescatar a sus mascotas. Cuentan que las vacas tuvieron que quedarse atrás. Cuentan que se están abriendo grietas en la tierra por la lava impaciente. 

Centrales térmicas, el tictac del clima que sube grados, células de mala cara bajo el escrutinio de la revisión anual. No todo estalla en explosiones de lava, pero ¿quién no vive al lado de un volcán?

En las excavaciones de Pompeya se encontraron un montón de inscripciones. Grafittis, los llaman. Frases que la gente grabó sobre los muros para celebrar el amor, el sexo, la alegría; sin tener ni idea de que iban a desafiar al tiempo por el poder conservador del desastre. Vivimos al lado de volcanes, pero, por suerte, no lo recordamos todo el tiempo: “Puedes tomar una bebida aquí por solo una moneda. Por dos, un vino mejor y por cuatro monedas, uno de Falerno”. 

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