Análisis | Internacional
¿Qué más tiene que pasarle a este millar de sudaneses para que les prestemos atención?
A raíz de la publicación de unas informaciones sobre la protesta protagonizada por un grupo de sudaneses en Níger y su posterior represión, reflexionamos sobre por qué este tipo de informaciones no generan apenas interés ni entre las audiencias más sensibilizadas.
¿Qué tiene que pasarle a los africanos para que sean noticia? No es precisamente una pregunta nueva, se ha formulado a lo largo de décadas de mil maneras: ¿cuántas personas africanas negras han de morir para ser noticia? ¿Por qué los conflictos africanos son los olvidados, invisibilizados, desdeñados?… Pero hagámonos las preguntas que nos interpelan: ¿cómo somos capaces de seguir comiendo pescado de un Mediterráneo que se ha tragado la vida de al menos 30.000 personas en las últimas dos décadas? ¿Cómo naturalizamos que parte de nuestros impuestos estén destinados a impedirles por todos los medios que puedan salir de sus países, asediados por la violencia, la desigualdad y la pobreza? ¿Cuándo pasamos de exigir que se destinase el 0,7% de nuestros presupuestos a la cooperación al desarrollo a que quienes rescatan sus vidas no sean encarcelados por hacerlo? ¿Cómo pudimos hacer todo ese viraje ideológico mientras sosteníamos que nuestras sociedades no son racistas, coloniales ni esclavistas? Es más: ¿cómo podemos cruzarnos con los supervivientes de esas políticas genocidas en nuestras calles sin tener que bajar la mirada, humillados por la vergüenza y la complicidad con todo el sufrimiento infligido?
Hace dos semanas, publicamos en lamarea.com una noticia sobre la protesta que habían iniciado un millar de sudaneses ante la oficina de la Agencia de las Naciones Unidas en Agadez, Níger. Mujeres, hombres, niños y niñas que, en muchos casos, habían llegado hasta allí tras huir, primero, de su devastado país y, después, de los centros de detención y los mercados de esclavos de la también arrasada Libia. Buena parte de ellos lleva hasta dos años esperando que la Unión Europea cumpla con el derecho internacional, les reconozca como solicitantes de asilo y les permita reiniciar sus vidas en un lugar seguro en su territorio. Tal era el abandono y el hostigamiento que sufrían por parte de las autoridades y parte de la población nigerina, la más pobre del mundo, que en julio de 2018 ACNUR consiguió alcanzar un acuerdo con este gobierno para crear un centro de acogida… en medio de la nada. Níger aceptó que se construyese, pero en un enclave aislado en el desierto, a 15 kilómetros de la ciudad más cercana. Hay vidas para las que el mejor de los escenarios que la comunidad internacional es capaz de proyectar es el de que no se mueran de hambre y sed: raramente son las de hombres blancos, de países enriquecidos y heterosexuales. Ese es el rostro del capitalismo; el resto, la mayoría de la población mundial, los márgenes, los desechables.
Cobijados en tiendas de campaña de plástico y hastiados de ver cómo transcurrían los meses, cómo se les consumía la vida, la única que tienen, –¿somos capaces de entender lo que significa eso aunque sea para nosotros mismos?–, de ver a sus niños y niñas crecer sin una escuela en la que aprender a leer, escribir y labrarse un futuro; de comprobar cómo enfermaban física y psicológicamente sin una atención sanitaria adecuada… emprendieron una acción inédita: abandonar masivamente el campo de refugiados, atravesar a pie el desierto con sus críos de la mano, y sus pocas pertenencias sobre sus cabezas y espaldas, y protagonizar una sentada en señal de protesta ante la sede de ACNUR en Agadez durante 19 días y noches. Un periodo en el que, nos cuentan, no recibieron alimentos, agua ni acceso a baños por parte de ninguna entidad.
El 4 de enero, como volvimos a contar en lamarea.com, decenas de policías nigerinos les detuvieron aporreándoles y disparando al aire, antes de subirles a camiones hacinados como si fuesen ganado y trasladarlos forzosamente de vuelta al centro en medio del desierto. Poco después, las tiendas de campaña de las que habían huido ardían y más de 300 sudaneses eran detenidos acusados de provocar el incendio. Todo esto lo sabemos no solo gracias a sus testimonios, sino también a que los propios afectados se han encargado de documentarlo con sus teléfonos móviles y enviar las fotos y vídeos a sus contactos de la prensa internacional. En medio de su desesperada situación, son más conscientes que muchos de los responsables de los grandes medios de comunicación de la necesidad de documentar estas violaciones de los derechos más funcionales. Así sean negros, pobres y africanos.
Desde entonces, la situación no ha hecho más que empeorar: más de 300 hombres permanecen detenidos sin que nadie sepa qué va a ser de ellos; más de 600 mujeres, hombres y niños llevan cinco días a la intemperie en las inmediaciones del centro de emergencia reducido a cenizas, y la representante de ACNUR en Níger, Alessadra Morelli, que fue a visitarles esta semana, subrayó su solidaridad con el gobierno local a la vez que calificó como «trágica y absurda esta situación».
Hasta aquí los hechos, que podíamos haber vuelto a contar en una crónica en la que habríamos recogido nuevos testimonios sobre los horrores de los que huyeron en Sudán –solo en diciembre más 50 personas eran asesinadas por paramilitares en un campo de refugiados de Darfur, provocando el éxodo de más de 40.000; habríamos vuelto a reproducir las torturas y vejaciones que sufrieron, o con suerte esquivaron, en Libia; les habríamos preguntado por el futuro que buscan ofrecerles a sus hijos en Europa… Podríamos haber vuelto a recoger declaraciones de ACNUR en las que reconocen su estrecho margen de maniobra, su precaria relación con el gobierno nigerino –que han de preservar para, al menos, garantizar a estas personas un techo–; haber vuelto a analizar el sistemático incumplimiento por parte de la UE de los acuerdos alcanzados con gobiernos como el nigerino, para la reubicación de solicitantes de asilo procedentes de Libia…
Y tendría sentido porque el periodismo es ser mosca cojonera y no se puede permitir desfallecer ante situaciones tan flagrantes, porque el oficio de informar es también el de ser insistente y reiterativo, más si cabe en estos momentos de omnipresencia del discurso xenófobo; porque como me dijo una vez un colega, “si Coca-Cola sigue haciendo publicidad no es porque necesite más clientes, sino para conservar los que ya tiene. Y eso es lo que a menudo hacemos los periodistas: seguir dando argumentos para no perder a los convencidos, para que no solo les lleguen discursos de odio”.
Pero ¿qué ocurre cuando incluso «los convencidos», cuando las audiencias hiperinformadas y sensibilizadas sienten que ‘ya saben’, que no necesitan volver a saber, que lo que les estamos contando ya lo leyeron, lo supieron, lo entendieron?
Que durante años solo informamos sobre los países africanos como si se tratase de un ente compacto, y desde una perspectiva revictimizadora de la pobreza, la inanición, la violencia y la desesperanza, ya ha sido sobradamente analizado y criticado. Que nos siguen faltando historias diversas, justas y proactivas, pese al esfuerzo de los y las periodistas que trabajan sobre el terreno por colarlas en sus medios, también. Que sigue sobrando una mirada exotizante, esencialista y colonial, perpetuada por el prisma del hombre blanco occidental, huelga repetirlo.
Pero, ¿qué más haría falta que les ocurriera en concreto a este millar de hombres, mujeres y niños sudaneses para que merecieran nuestra atención? ¿Qué tendrían que hacer para que dejásemos de verlos como un nuevo capítulo más de la larga historia de maltrato del Norte global hacia la cuna de la humanidad? ¿Qué más heridas sobre sus cuerpos tendríamos que ver, cuántos testimonios más de ignominias tendrían que verbalizar para que consideremos que, de tan desgraciados, merecen nuestra solidaridad por unos segundos? ¿No es su invisibilidad, en realidad, la confirmación de que nuestra capacidad de empatizar con el sufrimiento ajeno es limitada, que nuestra supervivencia psicológica requiere de cierto distanciamiento emocional, que estamos diseñados para asumir cuotas limitadas de indignación? ¿Que en realidad, muy en el fondo, ahí donde no queremos mirar, sí aceptamos que unas vidas son más valiosas que otras? ¿Que incluso entonar el mea culpa está manido? ¿Que incluso las personas más entregadas a la defensa de los derechos humanos se agotan, quiebran y acartonan si no se preservan espacios de alegría despreocupada?
Informarse requiere tiempo y esfuerzo. De ambos, vamos escasos. Pero informarse también era una condición sine qua non de ciudadanía, un ejercicio necesario para participar activa y responsablemente en nuestras democracias. ¿No está estrechamente vinculado el empacho informativo con la desafección política de gran parte de la ciudadanía por su escasa capacidad de incidencia en las grandes decisiones políticas? ¿Es compatible la sensación de impotencia con el compromiso que supone querer conocer y entender para ser corresponsables? ¿Acaso se puede seguir siendo ciudadano o ciudadana cuando votamos sabiendo que grandes decisiones políticas serán indignas y genocidas? En conclusión: ¿tenemos derecho los periodistas, a menudo reducidos a la condición de escribanos del horror, a pedirles a nuestros lectores y lectoras que sean meros engullidores de nuestros grabados goyescos?
Mientras nos hacemos estas preguntas, en Níger, hombres y mujeres se esfuerzan por hacer llegar sus voces, y las fotos y vídeos de sus heridas a nuestras páginas. En La Marea nos negamos a que se conviertan en la cuota de información africana, en la medalla de la información ‘solidaria’. Por eso, nos preguntamos en voz alta: ¿qué tendría que pasarles a estos africanos, o a los que sobreviven en los montes marroquíes esperando poder coger una patera, o a los que se están jugando la vida cada día intentando llegar a las costas canarias para que, de verdad, merecieran nuestra atención? ¿Qué dimensión y duración tiene la atención mediática hoy día? ¿De verdad hemos, como algunos y algunas analistas apuntan, anestesiado a las audiencias con una sobreabundancia informativa de noticias pesimistas o estamos confundiendo nuestro diario atiborramiento informativo, el de los periodistas, con el de nuestros lectores y lectoras?
Ya sabemos que además de informar ahora, nuestro trabajo será una de las fuentes a las que acudirán los historiadores e historiadoras del futuro. Pero, ¿cómo documentar el presente cuando la incertidumbre ante el futuro inmediato nos narcotiza en el hastío? ¿Cómo hacer entender que estas personas son únicas e irrepetibles, que su sufrimiento merece que el mundo se pare y estremezca? ¿Que nuestra era se definirá por los valores dominantes y que estamos demasiado cansadas, abrumadas y paralizadas para pensar en ello? ¿Que no somos lo que (nos) pasa, sino la respuesta, lo que hacemos? ¿Cómo cincelar titulares que nos recuerden que lo único que dejaremos cuando ya no estemos será el polvo de lo que nos estremeció y emocionó hasta empujarnos a actuar? Y que si nos resignamos a perder la capacidad de acción, de incidencia, de participación, no seremos sino estatuas de sal, testigos tan volátiles como la arena del desierto. En definitiva, ¿cómo combatir la impotencia desde el periodismo si las propias periodistas nos sabemos impotentes?
Sobre todas estas cuestiones, seguiremos reflexionando en la redacción La Marea.
Magnífico artículo, Patricia. Muchas gracias.
Que pedazo de articulazo.
Para nada os creais impotentes el periodismo comprometido.
Cómo vamos a tomar conciencia, porque espero que un día la tomaremos aunque sea porque ya no quede otro remedio, si alguien no nos informara de las injusticias, de los problemas, del dolor de gran parte de la humanidad.
En pocos años hemos cambiado mucho; incluso entre vecinos del barrio e incluso de la escalera. De mirarnos amigablemente y dialogar, ahora tratamos de no encontrarnos o nos miramos como extraños. Hay desconfianza.
El pueblo unido jamás será vencido. Divide y vencerás.
Hay una crisis de valores. Estas crisis son propias de las dictaduras capitalistas (la gente, que no somos nada dados a pensar creemos que vivimos en democracia) ya que su ideología es la codicia y el saqueo, crear el caos para pescar en río revuelto y sálvese quien pueda, ellos siempre salen a salvo y con el botín de los infortunados.
Periodistas, ecologistas, sindicalistas, defensorxs de los DDHH, activxs y sincerxs, el mundo os necesita más que nunca aunque mucha gente aún no se haya enterado.
Las noticias son pesimistas porque el mundo está pésimo. Lo peor que se podría hacer es ocultarlo.
Si fuéramos inteligentes al pesimismo de la razón le opondríamos el optimismo de la voluntad, (el optimismo de la acción) tal cual aconsejaba Gramsci.
El presente texto (aquí algunos extractos del mismo) fue escrito hace diez años, tras el terremoto del 12 de enero de 2010 que asoló a Haití.
Por su plena vigencia, hoy lo publicamos tal y como se escribió.
Para erradicar la pobreza sólo existe un camino: La erradicación de la riqueza privada socializándola, o lo que es lo mismo, sustituyendo el sistema capitalista por el socialista. Mientras los actuales ricos del mundo no acepten la evidencia o sean finalmente vencidos –como grandes beneficiarios del actual sistema, difícilmente van a renunciar voluntariamente a sus privilegios-, la pobreza seguirá golpeando contundentemente a la mayor parte de la población mundial que, como se sabe, lejos de ser reducida, sigue en vertiginoso aumento.
Ese mundo rico y derrochador posee los recursos técnicos y financieros para saldar su deuda con la humanidad…”
Pero no lo hacen. Ni siquiera son capaces de cumplir con el mísero 0,7% del Producto Interno Bruto prometido como ayuda al desarrollo de los países pobres, aportación insuficiente, sin embargo, puesto que desde el lejanísimo1972 –año en que los gobiernos primermundistas adquirieron el compromiso de entregar el 0,7% de sus PIB- a esta parte, la brecha económica entre los países ricos y pobres ha ido en rápido aumento.
“Los países desarrollados y sus sociedades de consumo, responsables en la actualidad de la destrucción acelerada y casi indetenible del medio ambiente, han sido los grandes beneficiados de la conquista y la colonización, de la esclavización, la explotación despiadada y el exterminio de cientos de millones de hijos de los pueblos que hoy constituyen el Tercer Mundo, del orden económico impuesto a la humanidad tras dos monstruosas y destructivas guerras por el reparto del mundo y sus mercados, de los privilegios concedidos a Estados Unidos y sus aliados en Bretton Woods, del FMI y las instituciones financieras internacionales creadas exclusivamente por ellos y para ellos.
Los actuales pobladores primermundistas —los gobernantes y sus gobernados— deberían ser menos soberbios, más humildes y comedidos. No se vayan a pensar que el nivel de vida que hoy en día poseen en sus respectivos “edenes” se debe a que son más inteligentes que los habitantes de los países subdesarrollados. A estas alturas no es conveniente ni saludable confundir la inteligencia con la rapiña.
https://insurgente.org/a-10-anos-del-terremoto-la-tragedia-de-haiti-y-del-tercer-mundo-mas-alla-de-los-fenomenos-naturales/
No podemos seguir haciendo la avestruz y enterrar la cabeza en la arena para no ver lo que pasa y que sino hacemos nada con el planeta que se va a la porra seremos pronto nosotros los refugiados climáticos en busca de agua y una vida mejor