Internacional
La historia del White Power
El nacionalismo blanco en Estados Unidos tiene una larga historia de violencia. El futuro se pinta todavía más oscuro, pronostica la historiadora Kathleen Belew.
Tres días después de que Dylann Roof, un joven de 21 años, asesinara a nueve personas afroamericanas en una iglesia en Charleston (South Carolina) en junio de 2015, el periódico Los Angeles Times reportó que se le consideraba un “clásico lobo solitario”. “Pareció vagar por este pequeño suburbio”, abría el artículo, “con una serie de opiniones racistas y poco más: sin escuela, sin amigos, sin pandilla con que asociarse”. En Estados Unidos es común que los llamados domestic terrorists se pinten como individuos excéntricos, antisociables, en algunos casos como enfermos mentales. Pero es una caracterización profundamente falaz, afirma la historiadora Kathleen Belew. Lo que los medios y las fuerzas de seguridad minimizan como incidentes puntuales, difíciles de explicar y motivados por factores personales o psicológicos, responden, en verdad, a un fenómeno político e ideológico de largo alcance.
Al perpetrar su crimen, Dylann Roof siguió al pie de la letra las enseñanzas del movimiento White Power (Poder Blanco), explica Belew. También se rodeó de símbolos derivados del movimiento, como una bandera de Rodesia, el número 88 (una cifra por Heil Hitler) y una bandera del bando confederado (sureño) en la Guerra Civil norteamericana. Roof, concluye Belew, “se consideraba un soldado raso del movimiento”.
Y como si esto fuera poco, la controversia generada por sus asesinatos en Charleston sirvió para “galvanizar y envalentonar a un segmento del electorado que se identifica estrechamente con la ideología del White Power … y el supremacismo blanco”: una ideología nutrida por “nociones revanchistas con respecto a los papeles de género, una creencia en la corrupción inherente del gobierno federal y una visión apocalíptica del futuro”. Un año y medio después de la tragedia de Charleston, Donald Trump ganó las elecciones presidenciales con una plataforma expresamente anti-inmigrante y un discurso abiertamente nativista (America First). Y cuando, en agosto del año siguiente, un mitin del movimiento Unite the Right (Unificad a la Derecha) en Charlottesville (Virigina) se tornó violenta, con la muerte de una manifestante antifascista, el presidente Trump demonizó a los antifascistas y declaró que había “buena gente en ambos bandos”.
Belew es autora del libro Bring the War Home (Trae la guerra a casa, 2018), un libro publicado por la Universidad de Harvard que rastrea de forma meticulosa la formación del movimiento White Power en los años posteriores a la Guerra de Vietnam y su afianzamiento y expansión en las décadas siguientes. Su estudio lleva a conclusiones sorprendentes y altamente preocupantes. Así, por ejemplo, Belew establece un vínculo directo entre las campañas militares extranjeras de Estados Unidos y el auge de la violencia racista en el propio país. Desde luego hay una larga historia de violencia contra las minorías étnicas, en particular los judíos y afroamericanos, promovida por organizaciones como el Ku Klux Klan (KKK). Pero fue la debacle militar de Vietnam la que hizo que lo que eran grupos e ideologías dispersos y mutuamente competidores cuajaran en un gran movimiento de carácter nacional: una especie de Frente Popular supremacista.
A finales de los años setenta, la derecha radical norteamericana se vio transformada por soldados veteranos que regresaron de Vietnam con experiencias de extrema violencia, cierta pericia militar y una profunda desconfianza en el gobierno de su propio país. Fue precisamente en los años de Ronald Reagan –es decir, del triunfo de la derecha establecida– cuando esta derecha radical se hizo revolucionaria, adoptando como fin explícito el derrocamiento del gobierno federal. Hasta ese momento, los racistas militantes, incluidos los miles de miembros del KKK, se habían considerado vigilantes que trabajaban para apoyar al Estado (un Estado, en efecto, profundamente racista).
Esto cambia con Vietnam. Muchos veían esta aventura fracasada no solo como una derrota militar sino como una profunda traición del Estado a su ciudadanía, en particular a los hombres blancos, que también veían amenazado su estatus por el feminismo y el movimiento que luchaba por los derechos civiles de afroamericanos, latinos y la comunidad LGTB. Louis Beam, uno de los líderes del movimiento, hizo un llamamiento a “traer la guerra a tierra americana”.
Las infraestructuras del Estado
En 1983, dos años después de que Reagan asumiera el poder, se celebró el Congreso Mundial de las Naciones Arias en el que se adoptó una declaración de guerra contra el Estado norteamericano. A partir de entonces, se veía como objetivo militar atacar las infraestructuras del Estado, asesinar a sus representantes y fabricar dinero falso para minar la confianza en la moneda estatal. Belew demuestra que el movimiento White Power fue pionero en el uso de redes electrónicas de comunicación. Ya en los años ochenta distribuía ordenadores personales a sus células, que se comunicaban entre sí en espacios virtuales, como tableros electrónicos solo accesibles por contraseña, y a los que el FBI tardó años en poder acceder.
Para los años noventa, escribe Belew, los activistas del movimiento White Power estaban organizados en miles de células que “operaban con disciplina y claridad, entrenándose en campamentos paramilitares y emprendiendo asesinatos, misiones militares mercenarias, robos armados, falsificaciones y tráfico de armas”. La descentralización respondía a una táctica expresa, con el fin de dificultar la vigilancia y la infiltración de parte del Buró Federal de Investigación (FBI). A pesar de ello, sin embargo, lo que unía a las células era una visión del mundo militarizada, nutrida por mitos antisemitas, anticomunistas y racistas como el ZOG (Zionist Occupational Government o gobierno ocupacional sionista), que sostiene que el gobierno estadounidense, las Naciones Unidas y los bancos están controlados por una élite judía que usa a las poblaciones de color, además de a comunistas, progresistas, periodistas y académicos con el fin de extinguir la raza blanca y arrasar todos sus logros económicos, sociales y culturales. Otro texto fundacional ha sido The Turner Diaries, una novela apocalíptica que escenifica el triunfo genocida de los blancos en Estados Unidos para fundar una nación nueva, étnicamente homogénea.
El marcado carácter masculino y militar del movimiento no ha impedido que las mujeres hayan cobrado un papel central. “Como paridoras de niños blancos”, escribe Belews, “las mujeres se consideran esenciales para la misión del White Power: salvar a la raza de la aniquilación”. Pero también en términos prácticos, las redes de mujeres han tenido un papel central en la expansión del movimiento. Desde los años setenta, el White Power ha motivado un sinfín de actos de violencia. En 1979, en Greensboro (North Carolina), un grupo de supremacistas blancos logró asesinar a cinco personas y herir a otras diez en una manifestación antirracista organizada por el Partido de Trabajadores Comunistas. (En el juicio, los asesinos alegaron haber actuado en defensa de sus mujeres y su país contra el comunismo. Ninguno acabó condenado.)
El mayor “éxito” del movimiento hasta la fecha fue el ataque de Timothy McVeigh, un veterano militar de la Guerra del Golfo, al edificio del gobierno federal en Oklahoma City en abril de 1995, que produjo 168 muertes y causó heridas a 680 personas. Así como Dylann Roof, McVeigh se identificaba profundamente con las premisas del White Power. Y así como en el caso de Roof, los medios de comunicación y las fuerzas de seguridad decidieron minimizar ese vínculo. La verdad, afirma Belew, fue distinta: “McVeigh fue un combatiente entrenado por el Estado. Perteneció al movimiento White Power. Aunque su actuación no respondió a órdenes directas de los líderes del movimiento, estuvo en sintonía con los objetivos del movimiento y fue apoyada por la organización de células de resistencia”.
La miopía que denuncia Belew no se extiende a todo Estados Unidos. De hecho, reconoce la labor pionera de ciertos medios y periodistas que llevan años rastreando las actividades de la derecha radical supremacista. También son cruciales organizaciones no gubernamentales como la Anti-Defamation League (Liga Anti-Defamación) y el Southern Poverty Law Center (Centro Legal de Pobreza Sureña, SPLC). El SPLC mantiene desde hace años un Mapa del Odio que identifica, Estado por Estado y pueblo por pueblo, la presencia de grupos racistas y antisemitas.
El futuro Belew lo ve oscuro. “Cabe esperar un aumento en la violencia de parte del nacionalismo blanco”, le dijo el año pasado a Wajahat Ali en New York Review of Books. La matanza reciente en El Paso (Tejas), el 3 de agosto, en la que Patrick Crusius, también de 21 años, mató a 22 personas, parece confirmar el augurio.
Que se puede esperar que crezca en el imperio del capitalismo, un sistema al que sólo le preocupa depredar y acumular para unos pocos. Un sistema que procura atontar, inculturizar y anular la lucidez de la sociedad para que no le moleste y le deje seguir robando y sometiendo.
En algo tiene razón el White Power: la economía judía dirige Wall Street y tiene poder para escoger y cambiar a su conveniencia a los presidentes USA.