Cultura
José Ovejero: “No recuerdo un solo cambio histórico trascendental en el que no haya habido una forma de violencia”
El escritor y colaborador de 'La Marea' publica 'Insurrección', una novela que radiografía la fractura social que han provocado el neoliberalismo y una década de crisis-estafa a través de la relación de un padre con su hija.
Al final de la entrevista, José Ovejero (1958) subraya que Insurrección «es una novela, no un ensayo ni un tratado político». Lo dice, con razón, porque a lo largo del encuentro resulta inevitable preguntarle por los paralelismos de las situaciones, angustias y propuestas de los personajes con el momento actual. Insurrección (Galaxia Gutenberg, 2019), efectivamente, es una novela, en la que destaca un magistral uso de distintas voces narrativas que se alternan para, como dice su autor, emular «una cámara que les enfoca desde distintos planos, subir y bajar el volumen, mostrar cómo se mueven… Una especie de caleidoscopio dinámico que permite contar muy bien lo que le pasa a la gente».
Y lo que le pasa a la gente lo muestra a través de Aitor, un periodista que sobrevive adaptándose al derrumbamiento de los medios de comunicación por su proceso de transformación en empresas que solo persiguen maximizar los beneficios; a través de Ana, su hija adolescente, que se marcha de casa para vivir en una casa okupa y poner en práctica su pensamiento anarquista. Y alrededor, un puñado de afilados personajes que nos muestran en qué nos ha convertido el neoliberalismo, la venta de las ciudades al turismo descontrolado, la ruptura de los lazos comunitarios, la vida en los centros sociales okupados… Y sobrevolando todo ello, el debate sobre qué violencias asimilamos como legítimas -o que ni siquiera concebimos como violencias– y cuáles serían las respuestas aceptables contra estas.
La novela refleja muy bien el ambiente generalizado de tristeza que se ha ido agudizando en la población con el paso de los años de esta década de crisis-estafa y que, en el caso de sus personajes, está tan normalizada que pareciera que se asume como un estado natural de las cosas. ¿Es lo que percibe en nuestra sociedad?
Es posible, a lo mejor es porque leo demasiadas noticias. No sé si es tristeza, pero sí una cierta apatía y falta de esperanza en todos los niveles y en casi todos los lugares, por supuesto no todo el tiempo. Hay momentos en los que Ana, la hija, sí siente un cierto entusiasmo porque, quizá, es la única que tiene un proyecto. El detective también lo tiene, pero es un poco oscuro incluso para sí mismo.
Y también de resignación, porque incluso cuando toman decisiones decisivas, como en el caso del padre, Aitor, de divorciarse, o Ana de irse de casa, las adoptan como consecuencias lógicas y casi, inevitables. ¿Tiene que ver con la falta de expectativas que ha provocado el neoliberalismo?
Sí, mucha gente se ha convencido de aquello del fin de la historia, de que no podemos esperar mucho más, de que podemos administrar un poco mejor o peor, pero que este es el sistema, este es el futuro y de que la crisis no es la crisis, sino lo que nos espera a partir de ahora: se acabó el Estado del Bienestar. He recibido ese mensaje desde distintos lugares. Recuerdo la directora de un suplemento de cultura diciendo “bueno, es que ya se ha acabado lo que había antes”. Y si ella lo asume, se lo va a transmitir a todos los empleados de su revista, a los autónomos que colaboran con la misma…
Hay focos de resistencia y Ana quiere participar en uno de ellos, es la única que no se resigna. Puede resignarse a perder la comunicación con su padre y a no seguir en esa familia porque tiene un proyecto, aunque sea a corto plazo, aunque esté poco claro, pero sí cree que se pueden cambiar algunas cosas: al menos, en lo que atañe a su vida y a quienes la rodean.
De hecho, Ana es el personaje que, pese a su juventud, dice más frases lógicas en la novela. Resulta aplastante, por ejemplo, cuando compara la violencia que puede emplear ella como herramienta de protesta con la que provocan con sus decisiones y acciones dirigentes políticos o empresarios. ¿Son esos y esas jóvenes que no se han creído el relato del fin de la historia los que pueden generar esperanza por el futuro?
Tengo la impresión de que son los jóvenes y los más mayores. Cuando estuve en la manifestación por la crisis climática, veía que la mayoría de los asistentes pasaban de los 60 años o no llegan a los 25. Pareciera que la capa intermedia, los cuarentones y cincuentones, se hubiese resignado, mientras que los más mayores, que no tienen tanto que perder, pueden ser más críticos, como los más jóvenes, que ven que el mundo que se les avecina es poco satisfactorio.
De hecho, son los votantes de esa franja de edad, de los 40 a los 60, los que más fieles se han mantenido en el sentido de su voto al PSOE. ¿Tiene que ver con la dificultad de admitir que el sistema resultante de la Transición no ha respondido a sus expectativas?
Sí y no, porque quien tiene ahora 40 años nació ya con la Transición casi hecha. En realidad, eran los hijos de la generación Kronen: son los hijos de los hijos de la Transición, que eran jóvenes en los años 90, que escucharon todo el discurso ideológico de sus padres mientras en la televisión veían la cultura de la corrupción, del pelotazo, de los GAL… Son ellos lo que ven que todos esos ideales, en cierto sentido, han fracasado.
Es esa generación desengañada la que no tiene mayores expectativas porque piensan que ‘si en el fondo son todo historias, voy a vivir lo mejor que pueda’. Y son sus hijos e hijas los que ahora dicen ‘pues tú habrás vivido lo mejor que has podido, pero lo que me dejas a mí es el deterioro absoluto del mundo laboral, del planeta…’.
La periodista turca Ece Temelkuran, en su último libro, Cómo perder un país (Anagrama, 2019), sostiene que una de las causas del auge de los populismos de extrema derecha y neofascistas es el borramiento que ha llevado a cabo el neoliberalismo del horizonte ético compartido, de la diferenciación clara entre el bien y el mal. En tu novela, el padre y la hija saben cuáles son los valores positivos y negativos, pero Aitor se ha resignado a creer que hay que saltárselos para sobrevivir y Ana, por el contrario, está determinada a seguir persiguiéndolos.
El padre sabe lo que es correcto, pero le parece que lo necesario pesa mucho más: que hay que adaptarse, competir, ser el mejor; que la universidad debe dirigirse al mundo del empleo… Aunque, como dice Alfon (un exprofesor universitario anarquista), nos dirigen al empleo pero no lo hay. En el padre hay una aceptación de que los valores morales están muy subordinados a lo práctico, lo que en algún momento puede ser necesario, pero que ha acabado imponiéndose como regla en la sociedad. Y la hija es la que le responde ‘sí, tenemos un horizonte moral compartido, pero tú no lo estás aplicando, y yo quiero aplicarlo’.
En la novela sobrevuela el deseo de todos los personajes por recuperar el control de sus vidas: el periodista por volver a serlo de verdad y tener un lugar en la redacción, la hija por llevar a la práctica sus ideales, el espía por montar una empresa más rentable, la madre por ser independiente económicamente de una manera ‘ética’… En estos años de empobrecimiento, se ha verbalizado la falta de expectativas, la desesperación, pero no ese deseo de recuperar el control sobre sus vidas, que parece estar ahí.
Es verdad y es resultado de esa dificultad que tenemos como sociedad para participar en la toma de decisiones, esa falta de autonomía… Cuando estoy escribiendo no pienso que voy a hablar sobre retomar el control o sobre la degradación de las condiciones del mundo laboral, sino que me centro en los personajes y en la historia, porque considero que si entro en ellos de verdad, me van a llevar a sitios interesantes.
Me interesa lo que ocurre en las casas okupadas y cómo vive alguien que asiste a la degradación de su profesión periodística. Y, según voy escribiendo, descubro que todos están intentando recuperar el control sobre sus vidas. Aitor llegando a la conclusión de que a su alrededor solo hay tiburones y que hay que sobrevivir a mordiscos. Isabel, la madre, buscando un nicho desde el que recuperar la ilusión y la sensación de que está trabajando con un sentido, aunque su hija, Ana, se ría del sentido de fabricar bolsos con materiales reciclados. Y ella, la adolescente, diciendo ‘en la sociedad que me ofrecéis no tengo ningún control, así que doy un paso atrás y empiezo desde cero en un mundo más pequeño en el que puedo ser autónoma». Y ahí es cuando se va a la casa okupada.
En el caso de Aitor vemos cómo la paternidad que ejerce hacia su hija desde la ternura y el contacto físico le lleva a temer que pueda ser malinterpreda. ¿Por qué ha incluido este aspecto en la novela?
Porque cuando la relación padre-hija es afectuosa hay un momento de transición incómodo: con la niña puedes tener todo tipo de familiaridades, pero con la mujer que está empezando a ser te das cuenta de que podría empezar a significar otras cosas, te da miedo a ti mismo, la chica empieza a sentir que quiere el afecto por una parte, pero también que ella misma está cambiando. Y eso se da con frecuencia. No tiene nada que ver con las paternidades modernas, ni con el #MeToo, sino con un proceso natural de separación que es necesario.
Además, yo quería que Aitor no fuese el típico padre autoritario, frío, que castiga a la chica, porque eso sería un argumento fácil. Me parecía que sería más interesante el conflicto entre ellos si, en el fondo, ambos estaban muy unidos.
Y ahí entra la forma de comunicar de Ana, que el padre describe como «palabras en pie de guerra. Frases como un alambre de púas». Pero esa vehemencia, ese hablar desde el reproche, es una actitud propia de la adolescencia, no tiene nada que ver con que sea anarquista u okupa.
Claro, y eso es lo que no puede entender Aitor, que se dice ‘pero por qué, si yo la trato bien, si soy afectuoso, ¿por qué es así de antipática conmigo?’. Es parte del proceso de madurez: para poder crecer tienes que separarte de tus padres y no puedes hacerlo sin ciertos conflictos. Y cuando no los tienes en la adolescencia, mala cosa o surgirán más tarde. En el fondo, Ana tiene una relación sana, de maduración, de intentar salir al mundo con sus propios medios.
De hecho, el retrato de Ana es el de una adolescente muy valiente, que se escapa con catorce años de una excursión del colegio y viaja hasta Almería donde duerme sola en una playa… Qué importante que se escriban este tipo de personajes femeninos, que nos recuerden que de crías podemos ser mucho más aguerridas de lo que nos suelen contar.
A mí me gusta Ana porque es una chica valiente, que hace aquello que cree que tiene que hacer, que está dispuesta a asumir riesgos y que reflexiona sobre lo que está haciendo.
Cuando miro y escribo sobre adolescentes intento meterme en ellos, en lo que pueden sentir y lo que son capaces de hacer, que es mucho más de lo que solemos pensar. Evito esa mirada de la generación anterior que, por definición, nunca les va a entender.
Ana tiene también esa curiosidad por todo lo que puede aprender, a la vez que la conciencia de que no puede establecer una relación de dependencia con Alfon, porque entonces estaría otra vez en las mismas. Tiene que mantener su autonomía a pesar de sus necesidades.
En Insurrección, el amor de pareja sólo aparece retratado desde los factores que lo degradan y extinguen. Parece que en este contexto de precariedad generalizada es difícil incluso conservar la idea de que se pueden mantener relaciones largas.
Mucha gente sigue creyendo que es posible, pero lo cree durante poco tiempo. Influyen dos factores. Uno, la situación cada vez más precaria en lo laboral, que ha sido analizada en obras de ficción como Feliz final, de Isaac Rosa. Cuando las condiciones de tu existencia son muy endebles es muy difícil planificar e, incluso, desear a largo plazo.
También condiciona que lo que se pide fundamentalmente desde el ámbito laboral es ser flexible, estar disponible y dispuesto a desplazarte. Es decir, no asumir ataduras que te impidan funcionar en un mercado laboral cambiante, exigente, que ya no te permite, en muchos casos, quedarte allá donde estás.
En un mundo en el que, afortunadamente, trabajan los hombres y las mujeres, es mucho más difícil que los dos puedan desplazarse en pareja. Así, que se generan mucho más esas relaciones cambiantes, fluidas, porque no puedes esperar mantenerte en el mismo sitio con el mismo trabajo.
El hermano de Ana, Luis, es el primero en establecer contacto con el mundo anarquista, pero después da un paso atrás, sigue estudiando una carrera universitaria y una vida normalizada. ¿Qué representa para usted Luis?
El hermano es como tanta gente que conozco y en la que, por desgracia, quizás tendría que incluirme, que pese a tener un montón de ideales, les da miedo vivirlos y prefiere irse engañando, creándose un discurso que le permite nadar y guardar la ropa. No es que hayamos perdido ese horizonte moral del que hablábamos: nos definimos de izquierdas, pero no llegamos a vivir como si de verdad fuésemos de izquierdas.
Otra relación interesante es la que mantienen Carles y Javier, que llevan muchos años siendo socios de una precaria agencia de detectives y que, sin embargo, apenas saben nada de sus vidas personales.
Intenté imaginarme el ambiente de una miniempresa en la que uno de los dos sabe que no puede quedarse ahí y que no quiere confiar en nadie porque se quiere salvar él. Porque Carles sí le cuenta cosas, pero Javier no le cree porque él le miente, porque no hay una base común de confianza. Pero no pretendía que fuese un modelo de nada.
Pero sí es cierto que hoy en día son muy infrecuente esos lazos de familiaridad y solidaridad obrera que se establecían antes en las fábricas, por ejemplo.
Porque ha cambiado la expectativa de duración. En un supermercado donde están echando a la gente cada seis meses y metiendo a otra nueva, ¿qué significado tendría intimar si sabes que vas a durar poco ahí?
Cuando vivía en Bruselas, comenté una vez que era raro que los belgas apenas se relacionasen con los extranjeros y alguien me contestó que era normal porque estos iban para tres años y se marchaban. Entonces, para qué asumir el esfuerzo de abrir tu casa, tu intimidad, adaptarte a alguien que sabes que se va a ir. Pues en el mundo laboral pasa un poco eso.
La novela aborda a través del personaje de Aitor, el periodista, el derrumbamiento de los medios de comunicación en tanto se han ido convirtiendo en empresas que solo buscan beneficios. ¿Cree que en un futuro se podrá recuperar un ecosistema de medios potentes, independientes, profesionalizados y con vocación de servicio público?
En general no creo que vaya a ser posible porque los grandes medios de comunicación están manejados por sociedades de accionistas que no buscan ya que sean rentables, sino maximizar los beneficios. De hecho, hemos visto cómo medios rentables despedían a periodistas, porque de lo que se trata es de ganar lo máximo y para ello tienes que pagar e invertir lo menos posible, con lo que la información no puede ser buena.
Pero, por ese desmoronamiento de los medios tradicionales, han surgido muchos otros creados por los periodistas que fueron despedidos y que tuvieron que buscarse la vida.
La violencia es otro de los aspectos fundamentales que atraviesa Insurrección y acabamos de vivir las protestas en Catalunya contra la sentencia del procés. ¿Cómo considera que se están contando en los medios estas manifestaciones, tanto las masivas y pacíficas, como las más confrontativas?
Como es habitual en estos casos, se está narrando de una manera absolutamente interesada y que deforma la realidad. La mayoría vimos el vídeo de la mujer que se estaba riendo de los independentistas cuando habían condenado a prisión a los líderes del procés y cuando, luego, alguien le arranca la bandera, ella intenta recuperarla y él le pega un golpe. Si uno ve esa secuencia, puede establecer una opinión sobre esta mujer que va a allí a provocar, sobre si la reacción correcta es golpearla, etcétera. Pero en el clip que retuitea ABC y la policía, sólo se ven los últimos siete segundos del golpe. Qué interesante, ¿por qué no quieren que veamos la otra parte? Porque así no voy a pensar, solo voy a condenar de inmediato.
Lo que está buscando buena parte de la prensa es una condena inmediata y sin paliativos. Eso es matar cualquier acercamiento a la verdad y, sobretodo, cualquier posibilidad de comprensión. Dos personas de dos lugares distintos podrían discutir sobre el vídeo completo, y sobre la necesidad o no de la violencia, sobre la violencia verbal de la mujer… Pero si solo ves un trozo, ya no puedes discutir: te posicionas de un lado automáticamente. Muchos medios de comunicación están buscando la polarización.
Resulta llamativo cómo desde la huelga de los mineros asturianos en 2013, y la aprobación de la llamada Ley Mordaza, ha aumentado entre parte de la población el rechazo a la confrontación en la calle, cuando hasta hace unos años formaba parte de las culturas obrera y de la protesta social. ¿Por qué?
Ha perdido parte del apoyo social porque ha sido muy estigmatizada, porque tenemos gobiernos débiles y corruptos que tienen que mostrar fuerza y decisión en algún lugar y que tienen que conseguir que la gente esté detrás de ellos. Y eso solo lo pueden conseguir falseando la realidad, ocultando parte de ella. No buscan ciudadanos, sino adeptos. Y lo están consiguiendo, están ganando. En el momento en el que un montón de individuos que jamás habrían sacado una bandera al balcón, la sacan, aquí está pasando algo. Se están creando bandos muy marcados que no pueden conversar entre ellos, lo que está marginando a cualquiera que se oponga radicalmente al sistema. Lo que se hizo con el 15M hoy sería mucho más difícil porque la policía actuaría aún con más violencia que la que ya empleó en algunas ocasiones entonces, porque tendría la aceptación de mayor parte de la población, que consideraría que sí, que eso es lo que hay que hacer, que la respuesta adecuada es la mano dura.
De hecho, lo hemos visto en las manifestaciones que han tenido lugar en Madrid en solidaridad con las protestas por la sentencia del procés en Catalunya. La represión policial fue más rápida y violenta que en ocasiones anteriores.
Efectivamente, y ya vemos cómo algunos están pidiendo prohibir cierto tipo de manifestaciones, es decir, criminalizando la protesta en la calle.
En una entrevista en The objetive recordaba que sin la Revolución Francesa, que fue violenta y sangrienta, no existirían las democracias occidentales, una parte del relato que se suele borrar.
Cuando me preguntan si estoy a favor de la violencia o si es la solución, respondo que yo no sé que va a pasar, si se va a necesitar la violencia para transformar la sociedad, qué va a pasar con la deriva autoritaria que estamos viviendo y cómo vamos a responder a ella. Lo que constato es que no ha habido ningún cambio histórico importante sin violencia. No solo la Revolución Francesa: la consecución de la reducción de jornada, la mejora de las condiciones de trabajo, el antisegregacionismo racial, los movimientos antidiscriminación contra los homosexuales… No recuerdo un solo cambio histórico trascendental en el que no haya habido una forma de violencia. Atención: a veces violencia del Estado. Cuando los homosexuales empiezan a reclamar sus derechos en San Francisco, la violencia vino sobre todo de la policía. Nos puede gustar más o menos, yo no justifico nada, solo constato que la historia ha avanzado así hasta ahora. ¿Vamos a ser capaces de que no sea así de aquí en adelante? Estaría bien, pero vamos a ver en qué se convierte la violencia del Estado.
De hecho, durante las protestas contra la sentencia del procés se compartió mucho un tuit de @Hibai_ que decía «Sin los disturbios de Stonewall hoy Grande-Marlaska no podría ser ministro».
Efectivamente, efectivamente.
En Insurrección retrata cómo las ciudades se están convirtiendo en parques temáticos en los que solo van a poder vivir los turistas y las clases más adineradas, por el encarecimiento del acceso a la vivienda. ¿Puede ser esta crisis de la vivienda la que desate la próxima movilización masiva?
Es posible, y de hecho ya es una de las movilizaciones más frecuentes: contra los desahucios, cuando se va a construir un hotel… Mucha gente se ha dado cuenta de que eso es lo que está destruyendo cualquier sensación de comunidad.
Leía hace poco un ensayo de Richard Sennett, Construir y habitar, una ética para las ciudades (Anagrama, 2019), en el que habla sobre la diferencia entre una ciudad en la que estás y aquella que habitas, en la que realmente tienes tu comunidad, relaciones… Eso es lo que se está rompiendo porque las ciudades llevan bastante años convirtiéndose en productos de consumo, en las que el barrio no es el sitio que habitas sino donde se ofrecen y reciben servicios.
El problema es que es muy difícil oponerse a ello porque quien está transformando el barrio no está en el barrio: son inversores que pueden residir en Suecia o en cualquier otro sitio. La respuesta, por tanto, es muy difícil, solo puedes enfrentarte a las leyes que lo permiten, que acortan la duración de los alquileres… Pero cuando ves que parte de la izquierda, o de la supuesta izquierda, sigue permitiendo ese tipo de legislación que va a transformar el barrio para mal para muchos de los que viven en él, te das cuenta de que son una minoría los que le están plantando cara y a los que les falta una cosa fundamental: la duración. El problema con la efervescencia es que dura poco, mientras que el capital es tremendamente paciente. Puedes ganar una batalla, pero a la larga es muy difícil vencerles.
Buena parte de la novela se desarrolla en Madrid durante el gobierno del cambio, pero no se percibe que se haya traducido en cambios significativos en las vidas de los protagonistas. ¿Fue esa la sensación que le dejó los cuatro años de Ahora Madrid?
Sí y no. Soy crítico con ese gobierno, pero no es lo mismo que lo que tenemos ahora. El gobierno del cambio no dio tanto como muchos esperábamos, pero tuvo una política de cerrar un poco los ojos, de permitir vivir en el margen aunque fuese sin aceptarlo. No es lo mismo que vivir con un gobierno que te está amenazando, despreciando, calumniando, preparando el terreno para que la opinión pública se ponga en tu contra.
A veces, desde una especie de pureza izquierdista somos tremendamente exigentes con los gobiernos que hacen algo más que otros.
¿Y qué papel cree que juegan en las ciudades espacios autogestionados okupados como La Ingobernable?
Ofrecer una forma alternativa de cultura y de debate político, y otra función muy importante: ofrecer un espacio seguro y tranquilo para gente que se siente incómoda o agredida en la sociedad por sus opciones sexuales, políticas, etcétera.
Estas burbujas son sitios fundamentales porque la sociedad es un lugar duro para quien no pertenece al mainstream. La madurez de una democracia se mide por su capacidad de soportar las tensiones en los márgenes y de aceptar que haya esos espacios.
Una importante parte de la novela está escrita desde el soliloquio de sus personajes, desde ese diálogo interno en el que se cuentan lo que les está pasando. ¿Por qué? ¿Nos engañamos un poco menos cuando nos hablamos a nosotros mismos?
Una parte considerable de nuestra vida ocurre en silencio, en silencio hacia fuera, porque estamos pensando continuamente. Es casi imposible romper el flujo de conciencia. ¿Cuánto tiempo del día hablamos, un 20%? Siempre me ha interesado que buena parte de lo que vivimos es hacia dentro y, por tanto, contar solo lo de fuera no basta para entender a un personaje.
El riesgo que corres es intentar ser demasiado explicativo, intentar que todo sea tremendamente significativo. Por eso voy pasando alternando, pasando de la tercera persona a la primera, a la segunda… Es como poner la cámara en distintos sitios y subir y bajar el volumen. Esa especie de caleidoscopio dinámico está muy bien para contar lo que le pasa a la gente.
Entrevista a ARNALDO OTEGI:
«La revolución se produce ahora en Catalunya»
Un juez español le condenó a prisión por «haber intentado convencer a los que todavía creían en la violencia», como explicaba recientemente en The Guardian.
Es al hacer política cuando le envían más años a la cárcel.
A.O.:
Alec Reid, sacerdote que inspiró en buena parte el proceso de paz en Irlanda, nos dijo «cuanto más razonable sea, más años de prisión pasará». Y se cumple. Si ante la comunidad internacional te muestras razonable, ellos no tienen ningún tipo de argumento para poner sobre la mesa. Por eso buscan, y buscarán, que el tema catalán sea de violencia y de orden público. Nosotros en prisión tuvimos muy claro que cuando tienes un conflicto con el Estado y este conflicto se convierte en mercancía electoral en el Estado que combates, no puede haber solución dialogada. Ponemos siempre el mismo ejemplo: si en Israel quien gana más votos es quien tiene una posición más fuerte contra el movimiento palestino, nunca habrá negociación con el movimiento palestino. Y eso pasa aquí ahora.
https://vientosur.info/spip.php?article15242
Yo era pacifista. Digo era, pues con la experiencia de los años y el cariz que veo está tomando el curso de un mundo manejado por un sistema exterminador, es posible que a no tardar se nos plantee el dilema de tu vida o la mía. Yo no voy a por ninguna, pero si vienen a por la mía, tengo claro que la voy a defender a muerte, por mí y por un mundo más justo pues yo apuesto y trato de cooperar con este mundo más justo mientras el sistema lo/nos está destruyendo.
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