Cultura
Una belleza terrible
"A veces no deseamos consuelo, sino reconocimiento y, sobre todo, la sensación de no estar solos, de saber que muchos de nuestros duelos son compartidos".
Hemos coincidido en un encuentro de escritores en Perugia y durante la comida Manuel Vilas, a propósito de la última novela de Landero, dice algo que me llama la atención; con ese énfasis con el que suele hablar Vilas, afirma: “Es buenísima, cuando acabas de leerla estás destrozado”.
¿No es extraño ese entusiasmo por un libro que te deja destrozado?
Al día siguiente, aprovechando que ambos tenemos el día libre, E. y yo vamos a visitar Asís. Aunque los dos nos agobiamos con facilidad en las aglomeraciones, lo que nos ha llevado más de una vez a prescindir de visitar exposiciones y museos que normalmente nos interesarían, sorteamos la muchedumbre y entramos en la Basílica de San Francisco. Allí descubro un fresco de Pietro Lorenzetti que muestra a un Judas como no lo había visto nunca: rubio y de cabello largo, de aspecto juvenil, cuelga de la horca con las entrañas al aire. La imagen une la versión del evangelio de Mateo, según el cual Judas se ahorcó, y la de los Hechos de los apóstoles, donde se afirma que cayó y “se reventó por medio y todas sus entrañas se derramaron”. A pesar de su truculencia, la imagen me parece hermosa: los colores y el rostro del ahorcado transmiten armonía, paz. Se lo señalo a E., que aún no lo ha descubierto: es maravilloso, susurra conmovida.
¿Por qué, al menos en el arte, nos atrae lo oscuro, lo terrible, lo doloroso? La poeta canadiense Anne Carson, en una entrevista publicada en El País, dijo: “Hay una paradoja muy profunda en escribir un libro sobre algo trágico y que la experiencia sea gozosa”. Lo mismo sucede con la lectura.
Más de una vez he preguntado a un público: ¿Cuando estáis tristes, oís música alegre o triste? Y la respuesta generalizada es la segunda, lo que significa que quienes así responden no desean abandonar su tristeza, sino complementarla con una experiencia estética que la vuelve más intensa. Si buscamos la tristeza y lo terrible en el arte, probablemente se debe a que somos conscientes de que en él se encuentra una verdad que en la vida cotidiana se nos escapa. Por supuesto, también se puede caer en un énfasis morboso en el horror y la truculencia, pero no es ahí donde nos encontramos a nosotros mismos; en las catarsis de baratillo que nos ofrecen las películas de Tarantino y de Park Chan-Wook podemos liberar tensiones –las de nuestras violencias reprimidas, las de nuestros miedos silenciados– mientras tomamos cerveza o comemos palomitas. Pero hay obras que nos conmueven y afectan porque en ellas se rastrea una parte de nosotros que busca ser reconocida, comunicada, compartida. Precisamente esa parte que nos resulta casi imposible reconocer y compartir.
El filósofo alemán Friedrich Schelling escribió que toda personalidad reposa sobre un sustrato oscuro. Somos individuos, entonces, no solo por lo que hacemos o sentimos, sino sobre todo por ese sustrato oscuro que nos acompaña desde el inicio de nuestra vida, compuesto de traumas indefinibles, de miedos, de fragmentos incomunicables de soledad, desajustes, desconexiones. Hay algo de nosotros que está fuera de sitio, un fragmento esencial que no atinamos a palpar. Y la distancia que media entre quienes somos y el lugar que ocupamos, entre máscara y rostro, nos define y limita.
Podemos intentar escapar, olvidar, negar; dame Prozak o speed, déjame abismarme en mi trabajo, evitar un solo momento de silencio, dame fútbol o alcohol, pasemos horas rastreando Facebook, Twitter, Instagram, deslizándonos sobre informaciones banales y emociones someras; de lo que se trata es de llenar los días sin dejar cabida a la pausa ni al aburrimiento. Todos somos expertos en huidas, Houdinis de nuestros desasosiegos. Y quizá sea necesario no rumiar constantemente nuestras desdichas, practicar el escapismo y nuestros giros de derviches, ser tortugas siempre un paso por delante de la liebre de nuestros miedos, pero es agotador, nos vuelve simulacros inverosímiles, y el vacío sigue ahí, los metros de ventaja que nos llevamos a nosotros mismos son una ficción: porque la liebre, en la realidad, siempre alcanza a la tortuga.
Así que muchos agradecemos ese momento de reconocimiento de nosotros mismos, de ese miembro cercenado que, aunque lo dejemos de lado en el día a día porque es imposible vivir contemplando el muñón, se sigue manifestando con su dolor fantasma que no conoce remedio. Por eso, cuando vemos al ahorcado, cuando nos destroza la tristeza que nos muestra el escritor o el músico, nos detenemos y asentimos. Porque no queremos sufrir, pero defendemos la dignidad de nuestro sufrimiento, porque es una parte de lo que nos construye como individuos, y agradecemos que el arte, ese espacio protegido para nuestras emociones, nos permita por un momento ser lo que somos. Así que sí, a veces queremos que nos canten canciones tristes y que no nos arrebaten nuestro pesar. A veces no deseamos consuelo, sino reconocimiento y, sobre todo, la sensación de no estar solos, de saber que muchos de nuestros duelos son compartidos.
Ya lo decía Leonard Cohen, ese maestro de tristezas: Me muerdo el labio/y compro lo que me dicen/desde el último éxito/a la sabiduría antigua./ Pero estoy siempre solo/y mi corazón es como el hielo/y está abarrotado y hace frío/en mi vida secreta.
El arte, con su terrible belleza, nos ayuda a combatir esa soledad, ese frío.
Era secret el camí, fabulós de tristeses divines,
fins a les aigües vivents que em recordaren un nom,
oh inefable! i una callada manera senzilla
d’amorosí’ el pensament per una gràcia tenaç.
Lliures al cel, les tofes havien donat a la terra
llur primavera d’antany, flonja i daurada humilment;
el meu pas, bandejat de tants ahirs d’alegria
hi ha conhortat l’afany que de l’hivern abaltit
em llançava a un abril incert, ah! com si tinguessin
tots els homes la pau i només jo fos errant.
Somnis per a mi sol en averany i en figura!
L’ànima s’hi coneix, ja no és sola a esperar;
en el parc estremit on sembla estar per renéixer
jo no sé quin déu mort, fill de la font i del verd.
C. R.
Joia callada…
Així comença un poema de C.Riba.
Aquesta cita m’ha vingut al cap,havent sortit, és clar, del cor, en acabar de llegir l’article de José Ovejero.
És un molt bon escriptor i jo que ho celebro.
Una vez
Escuché
A la tibia música del viento decir
Que no me estresara
Con el estridente sonido de la tristeza.
Y le susurré
Que también sabía disfrutar
De la extensa partitura
De la naturaleza.