Sociedad
Gaviotas, ruinas y un CIE en la Isla de Tarifa
"Nunca he estado en Robben Island, donde Nelson Mandela permaneció 18 de los 28 años que estuvo en prisión. Pero pienso en ese lugar, llamado también Isla de las Focas, cuando llego a este otro no lugar, llamado también Isla de las Palomas".
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Sonaba Ariel Rot con estribillo de Lou Reed: «Take a walk on the wild side». Ya había cruzado una frontera, un peaje. Son 7.45 euros. Sí, quiero copia, por favor. Una rutina burocrática –y sacacuartos– que arruina el lado salvaje de la canción. Ahora los molinos de viento de este siglo parecen abrazarme desde fuera del coche. Hola, hola, hola, hola, hola, hola… me dicen, a modo de bienvenida, con sus labios en forma de aspas. Inundan toda mi vista. Estoy llegando a Tarifa (Cádiz), donde me reciben dos grúas y un Mercadona, y se me viene a la cabeza, no sé por qué, el primer hombre que pisó la Luna. Las banderas y el territorio. Voy a hacerle una entrevista a Fran Fernández, un joven que sobrevivió a una explosión de un transformador mientras trabajaba en un hotel de la zona. Dos años después, acaba de ser elegido concejal en su pueblo. Como la cita no es hasta las dos de la tarde, planeé días atrás aprovechar la mañana en un lugar –un no lugar– del que hasta hace muy poco tiempo no conocía su existencia.
Aparco cerca de mi destino. El viento de levante me obliga a recogerme el pelo y me fumo una bocanada de sal del mar que tengo delante. Entro al bar del polideportivo municipal, justo al lado, y tomo un café ardiendo mientras ojeo un periódico en papel. Aquel día, Vox sale en portada: ha aprobado los presupuestos andaluces del Gobierno de PP y Ciudadanos. En el murmullo del bar se escucha que la noche anterior habían robado dos chivos. 1,20 euros. Pago y me voy.
«Perdonen, ¿la isla de Tarifa?», pregunto a dos hombres a la salida. “Sí, sí, ahí está. Pero ahí no se puede entrar, eh”, me indican mirando hacia ella, como si fuera una estatua, un cuadro, una obra de arte que no se puede tocar. “Tienes que llamar al telefonillo que hay junto a la verja y hablar con la Guardia Civil”, avisan. “Sí, sí, no se preocupen, vengo a hacer una visita guiada, ya he dado mis datos a la empresa con anterioridad. ¿Ustedes no han entrado nunca?”, les pregunto. “¿A dónde?”, insisten. “A la isla. ¿Han visitado la isla?”, les vuelvo a preguntar. “Qué va, nunca”. Los hombres, de unos 60 años, siguen sin más con la conversación que les había interrumpido, tal vez pensando en que me echarían para atrás. O tal vez no. Yo sigo mi camino fascinada por ese trozo de tierra al sur del sur de Europa, la punta más meridional de entrada al continente y que, paradójicamente, está cerrada con una señal de prohibido el paso sobre un portón de rejas. Dentro hay un CIE, un Centro de Internamiento de Extranjeros. Nunca he estado en Robben Island, donde Nelson Mandela permaneció 18 de los 28 años que estuvo en prisión. Pero pienso en ese lugar, llamado también Isla de las Focas, cuando llego a este otro no lugar, llamado también Isla de las Palomas.
De 227.380 metros cuadrados, un perímetro de casi dos kilómetros, una longitud máxima de 1,05 kilómetros y una cota máxima de 10 metros sobre el nivel del mar, a la Isla de Tarifa se llega caminando por un espigón de tierra de unos 150 metros, construido en 1808. A ambos lados, la gente se baña, toma el sol y bucea. La isla separa el mar del océano, el Mediterráneo del Atlántico, y divisa en primer plano las primeras líneas de África. “Venimos a hacer una visita”, avisa la guía a la Guardia Civil a través del telefonillo, en la entrada, junto a la verja, como habían indicado los dos parroquianos. Aquel día no se ve tierra del otro continente, no se ve más que agua y cielo. De Robben Island a la costa africana distan 12 kilómetros; de la Isla de Tarifa a la costa africana, solo hay dos más. 14 kilómetros entre un continente y otro, entre unas vidas y otras. Sur y norte. Norte y sur.
Una maraña de gaviotas vuelan casi a ras de las cabezas. El sonido atronador de su canto permite hablar por unos segundos de Los pájaros de Hitchcock. Es lo único que se escucha en mitad de aquellas tierras, que tuvieron durante años un uso militar, y que guardan ruinas fenicias, romanas y árabes. Dos aljibes, un molino, hipogeos funerarios… Y un faro que todo lo ve.
En 1988, la isla fue catalogada como bien de dominio público marítimo terrestre; en 2001 fue declarada Bien de Interés Cultural con la categoría de Sitio Histórico; y en 2003 fue incluida en el Parque Natural del Estrecho. Posteriormente, el CIE que estaba en el puerto, una extensión del de Algeciras, pasó a la isla, y su gestión pasó a manos del Ministerio del Interior. Los polluelos de gaviotas buscan refugio entre los viejos edificios militares, muchos caídos a pedazos, restos de uralita, piedras, palos. Bajo los techos, en uno de ellos, duerme un trozo de colchón de espuma y una manta de cuadros. Sobre los pastos y los limonium, una planta que resiste con flores lilas, yacen muertas varias gaviotas. Bocarriba, una tortuga del tamaño de un flotador aguarda sin vida junto a unas rocas pegadas al agua cristalina. Desperdigados, entre esas mismas piedras que conforman la costa, tropiezo con varios envases vacíos y tetrabriks con letras en árabe. El mar, la mar, el mar. Observo más edificios militares: un comedor, una escuela, una pizarra llena de nombres de esta parte… El mar, la mar, el mar. ¡Solo la mar!
Y el aislamiento, que en otro contexto hubiera sido paradisíaco, se convierte aquí, en esta Isla de las Palomas habitada por gaviotas y migrantes, en claustrofóbico. No se puede hacer fotos al CIE, un edificio blanco y amarillo de espaldas a Marruecos, con vistas a España. Unas alambradas altas clausuran un patio. No es una cárcel, pienso. Es una doble cárcel. En una visita a Tarifa el pasado abril, antes de las elecciones, el ministro en funciones, Fernando Grande-Marlaska, y diputado por Cádiz, dijo que en tres años la isla volvería a manos del municipio porque está previsto un nuevo CIE en Algeciras. Entre las dos dependencias, ese mes, había unos 58 migrantes de media, según los datos facilitados por Interior, que detalla las reformas que realizará en el «anexo» de la isla tras las denuncias del juzgado de instrucción número 1 de Algeciras y del Defensor del Pueblo: «Las obras, entre otros elementos, van a consistir en equipamiento necesario para las habitaciones de internos, salas de estar y patios de internos: colchones, almohadas, sillas, mesas, bancadas, estanterías, porterías de fútbol sala, etc…; y reforma de los aseos interiores de las habitaciones, instalación de extracción en los mismos. Pintado de las habitaciones, incluso, arreglo y pintado de literas». Es decir, los retretes en las habitaciones no tienen cisterna.
Además del cierre del CIE –de todos los CIE–, varias ONG y partidos llevan años reivindicando el uso público y medioambiental de la isla: «Tenemos derecho a conocer este lugar, que es parte del Parque Natural del Estrecho. A pasear por él, a ver pájaros, peces y cetáceos desde este lugar privilegiado. A poner los pies donde los fenicios y otras culturas anteriores pusieron también sus pies».
La visita dura más de hora y media. «¿Has estado alguna vez en la Isla de Tarifa?», le pregunto al concejal antes de comenzar la entrevista. Y el concejal de Tarifa, como los parroquianos del pueblo, responde: «Qué va, nunca».