Sociedad
La viñeta o leer entre líneas
"En el reino de lo políticamente correcto, la viñeta es imposible: o, mejor dicho, carece de interés", escribe la autora.
Artículo publicado en #LaMarea71: ‘¿De quién es España?’ (julio-agosto de 2019). A la venta aquí
Vivimos una época de literalidad. En un mundo de mensajes fragmentados, todo está potencialmente fuera de contexto, y se lee como si solo pudiera significar una cosa. Los anuncios y la pornografía dibujan el deseo, ofrecen satisfacciones que dejan sin tarea a la imaginación. Exhibimos intimidades, explicamos los chistes, nos preocupamos por los spoilers como si el significado y el placer se agotasen en la trama.
Hay algunas herramientas, sin embargo, capaces de hacer de palanca para otras lecturas posibles de la realidad; entrenarnos el ojo para ir más allá de lo evidente. Están la ironía, la metáfora, la alegoría: viejos aliados de la buena costumbre de leer entre líneas. Resisten como animales amenazados en una cotidianidad de pocos matices.
Hace unas semanas, The New York Times –un periódico cuyo nombre solía evocar algo así como un universo de prestigio y buenas prácticas– decidió dejar de publicar viñetas satíricas en su edición internacional. Con esto completaba una decisión previa: las tiras de humor ya hacía tiempo que estaban ausentes en la tirada estadounidense. El detonante fue una viñeta del portugués António Moreira Antunes, uno de sus colaboradores habituales, en la que el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, aparecía representado como un perro lazarillo cuya correa sujetaba Donald Trump. Del cuello de Netanyahu colgaba una estrella de David, y Trump llevaba una kipá. Las redes ardieron con acusaciones de antisemitismo. La reacción del periódico no solo fue retractarse de esa publicación, sino retirar de manera definitiva las viñetas de sus páginas. Mosquitos a cañonazos para un medio que solo un año antes había ganado un premio Pulitzer precisamente por este tipo de contenido.
Para llegar de esa viñeta a esa decisión hace falta una lectura llena de trampas. Aceptar la acusación de antisemitismo valida la inercia extendida de no distinguir a los gobiernos de los pueblos, una forma de simplificación muy funcional a las interpretaciones polarizantes de los conflictos. Bajo el supuesto respeto a las culturas, la protección rara vez es para las personas comunes: de lo que no se puede hablar casi siempre es de lo que salvaguarda precisamente las estructuras de poder. El detonante suele ser solo una excusa para algo larvado que acecha: no resulta difícil ver que el problema aquí no era la ofensa a las personas judías, sino el ataque a las maquinarias que se legitiman usándolas de parapeto.
Cada vez son más frecuentes las polémicas sobre la libertad de expresión. El caso de los titiriteros, las supuestas críticas feministas al Lolita de Nabokov, o la enésima pregunta sobre los límites del humor se apuntalan en lo mismo: la literalidad de la lectura, la falta de voluntad de la opinión pública para distinguir entre lenguaje y metalenguaje. En un momento de fake news y cloacas, en que se hace más y más importante distinguir la verdad de la mentira, nos hacemos lectores cada vez más literales, y por tanto más incautos.
El viñetismo –el humor en general, y muy particularmente el humor político– es una forma de expresión que solo tiene sentido si no se condiciona. Su tarea es la de dar la vuelta a la convención, mirar por otro lado, cruzar un límite. En el reino de lo políticamente correcto, la viñeta es imposible: o, mejor dicho, carece de interés.
Pero la corrección política es lo contrario a hacerse cargo de la responsabilidad que implica el lenguaje. Lo realmente interesante es tratar de evaluar en cada caso qué fortalece o debilita lo que expresamos. Es obviamente distinto hacer bromas de abajo arriba que de arriba abajo: el humor que cuestiona al poder es una herramienta emancipadora, el que ahonda en el hundimiento de los débiles es un arma para perpetuar ese poder. Basta con imaginar un patio de colegio y dos situaciones posibles. Uno: alguien hace una pintada que caricaturiza a una niña tímida, empollona, gorda, rara; y todos ríen. Dos: alguien hace una pintada que caricaturiza a un niño matón, arrogante, violento, desagradable; y todos ríen. ¿No es evidente que no es lo mismo?
En un tiempo en que controlar la opinión por métodos tradicionales es realmente difícil porque prolifera en las redes, se instalan con falsa naturalidad dos fenómenos que le vienen muy bien al poder. Por un lado, un supuesto sentido moral que nos entra en la sangre y se metaboliza en miedo: miedo a decir, porque, leída literalmente y fuera de contexto, casi cualquier afirmación puede dar lugar a una lluvia de ataques. Y por otro lado, una disminución paralela de la audacia entre quienes tienen capacidad de dar o no legitimidad y espacio a esas expresiones, y que, contagiados del virus, desarrollan una prudencia extrema que les va llevando poco a poco a no decir tampoco nada.
Esa sensación no se puede legislar, pero sí educar: fomentar que se aprenda a leer, y a poder ser entre líneas. No presuponer la incapacidad de interpretación de quien recibe el mensaje, sino por el contrario su capacidad de debate y de respuesta. No se protege a nadie reduciendo el espacio de las posibilidades. Tampoco a la libertad de expresión, entendida no en abstracto, sino como algo que requiere que las personas le pongan voz y cuerpo.
Porque, mientras, las verdaderas amenazas se siguen diciendo a voz muy alta en los consejos de gobierno, o en susurros al oído en el recreo o en un dormitorio cualquiera. Y, para hacer oír la respuesta, muy probablemente el humor, la poesía o la ficción sean algunos de los mejores recursos que tenemos para abrir una grieta en los –tan literales– discursos dominantes.
Gracias por el artículo, expresas con palabras las difusas ideas que me acechan cada vez que me topo con alguno de estos adalides de la literalidad y que no soy capaz de verbalizar.