Internacional

La encrucijada de Vancouver

A la vanguardia de nuevos tratamientos para tratar la adicción a las drogas, es a su vez la ciudad del Estado de la British Columbia con mayor número de muertes por sobredosis. 

El barrio de East Hastings.

De aspecto rudo y firme tono de voz, pocas personas creerían que Robert pasó por su última sobredosis hace tan solo nueve meses. Es la última de las ocho que ha tenido durante los veinte años que ha estado tomando drogas, de los 13 a los 33 años. Aborigen de Squamish, un pueblo al norte de Vancouver, llegó a la ciudad canadiense a los 16 años huyendo de su familia. Se estableció en East Hastings, en el Dowtown Eastside, un barrio de personas adictas a las drogas que se ha convertido en el reflejo de una ciudad socialmente dividida a la hora de afrontar este grave problema, para algunos, el mayor problema.

A mitad de camino de la peor crisis por sobredosis de drogas en América del Norte, Vancouver ha cultivado dos reputaciones, a priori, contradictorias. A la vanguardia de nuevos tratamientos para tratar la adicción, en 2003 fue la primera ciudad en abrir un Supervised Injection Site (Insite), una iniciativa pública del gobierno provincial de la British Columbia, donde un consumidor o consumidora de drogas puede inyectarse cualquier sustancia bajo supervisión médica. Pero es a su vez la ciudad del Estado de la British Columbia con mayor número de muertes por sobredosis

Hogar de la desesperanza y el olvido, Hastings se ha convertido en un reducto de supervivencia donde las personas sin techo –en su mayoría con adicción– tienen permiso para dormir tranquilas. Pero este barrio no siempre fue lo que es hoy. En la década de 1950, la creación de una red de viviendas de bajos ingresos para los trabajadores de temporada se fue convirtiendo en hogar de las personas con escasos recursos y con enfermedades mentales desinstitucionalizadas –personas que se quedaron en la calle cuando el gobierno conservador de John George Diefenbaker decidió cerrar los centros donde se hospedaban, como asegura Travis Lupick, autor del libro Fighting for space, que explica la historia de Vancouver y las drogas–. Con droga de por medio, la situación no podía más que empeorar. Esta concentración, en un barrio de cuatro manzanas, criminalizadas y perseguidas por la Policía, dio lugar a una especie de zona cero aislada del resto de la ciudad.

Durante doce años, Robert durmió en estas calles, que actualmente sigue recorriendo junto a miembros de su organización, Culture Saves Lives, enfocada a la recuperación de la cultura aborigen y ayuda a las personas adictas a las drogas, conceptos que a veces están estrechamente ligados. La situación de este colectivo empeoró gravemente a finales de los años noventa, cuando se declaró la primera emergencia de salud pública debido al alto número de infecciones de VIH y muertes por sobredosis –el número de muertes en 1998 fue de 400 personas–, provocadas en su mayoría por heroína y cocaína en polvo, que abrió las puertas al desarrollo de programas para frenar la epidemia. Con Insite a la cabeza, repartiendo jeringuillas limpias y aumentando el acceso a la metadona, se abrió un debate todavía presente en la sociedad: ¿Cómo acabar con las drogas propiciando su consumo?

En los quince años de existencia del Insite, más de 75.000 personas se han inyectado drogas ilegales más de 3,5 millones de veces, sin haber habido ni un solo muerto, según la Vancouver Coastal Health, que pertenece al Ministerio de Salud provincial, que explica lo siguiente: “Aquí tenemos la demostración científica de que, ofreciendo jeringuillas limpias y metadona, se mejora la salud y se reduce el sufrimiento y la muerte. Los detractores dicen que estas medidas no desalientan el consumo ni ayudan en la recuperación pero, en realidad, ese es el punto; la criminalización ha demostrado que la gente sigue consumiendo drogas, siendo demasiados los que mueren”.

En abril de 2016, Sarah Blyth, extrabajadora del Insite, al considerar que esta organización no era suficiente para frenar la epidemia, decidió montar una carpa de forma ilegal en un callejón de Hastings para que este colectivo se pudiera inyectar bajo su supervisión. Tres meses más tarde consiguió un permiso temporal del gobierno provincial para seguir trabajando. Y así fundó el Overdose Prevention Center (OPS), que tiene exactamente la misma función que el Insite y está financiado con dinero público. En Vancouver hay varias organizaciones como Vandu, Street Saviors o el mismo Overdose Prevention Center que, habiendo sido fundados por personas que no son funcionarias, han conseguido financiación pública permanente gracias a la labor social que realizan.

“La desobediencia civil nos ha servido para demostrar al gobierno que este tipo de proyectos son beneficiosos para la comunidad. Ofreciéndoles un espacio limpio y seguro es mucho mejor que hacerlo en un callejón solo y escondiéndote de la Policía. Es una forma de darles esperanza y dignidad. Sabemos que si existe una posible recuperación, pasa por mantener a las personas con vida”, explica Blyth.

Pero el estigma es fuerte y proviene desde diversos frentes: “Las leyes que se han implementado establecieron una cultura de ver el uso de drogas como un asunto criminal en lugar de un asunto de salud, y en este sentido hay que ser claros al respecto: la criminalización es una vía para institucionalizar el estigma. Miles de personas en Norteamérica se ven atrapadas en un ciclo desesperanzado de encarcelamiento, violencia y pobreza creado por nuestras leyes, que legislan sobre las drogas, no por las drogas en sí”, afirma Blyth. “Hay una narrativa totalmente equivocada sobre el consumo de drogas –añade–. Durante muchos años nos han hecho creer que los consumidores son personas irresponsables que solo quieren colocarse, y que por culpa de sus propios errores terminan en la delincuencia y la pobreza, pierden su trabajo, familia y, en muchos casos, la vida. En realidad, muchas personas adictas tienen un pasado de trauma infantil, abuso sexual o una tragedia personal. Y las drogas son su vía de escape para adormecer el dolor”, asegura Blyth.

La llegada del fentanil y carfentanil

En 2012 la situación se recrudeció con la aparición del fentanil, un opioide sintético cien veces más potente que la morfina y capaz de matar a alguien con tan solo una inyección. Los datos hablan por sí solos. De 270 muertes en 2012 a 1.489 muertes por sobredosis en 2018. Y las previsiones no son buenas. A mediados de 2017 se descubrió por primera vez que ciertas drogas también estaban mezcladas con carfentanil, otro opioide sintético pero diez mil veces más fuerte que la morfina.

La devastación que estas drogas han ido provocando en la comunidad no tienen parangón. Si bien las sobredosis no intencionadas no son nuevas, la escala de la crisis actual no tiene precedentes. En abril de 2016 el gobierno de la British Columbia declaró por segunda vez una emergencia de salud pública en el Downtown Eastside, y se aumentó los suministros de naloxona y metadona a los centros que ayudan a las personas con adicción. Pero para estas organizaciones solo hay un camino posible que revierta la situación: la despenalización de la posesión de las drogas duras, una propuesta que el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, ha rechazado.

“Por alguna maldita razón la sociedad cree que la abstinencia es el mejor tratamiento para un consumidor, pero eso es como pedirle a alguien con depresión que por qué no intenta ser un poco feliz. ¿Qué nos ha llevado a pensar que una estrategia como esta funciona en algo tan complejo como la adicción? ¿Por qué no ofrecemos a estas personas una receta segura para comprar opioides? Es lo único que desesperadamente necesitan para vivir”, reflexiona Robert, cuya situación actualmente es estable. Ahora mismo vive en un piso cerca de Hastings con su pareja y tiene la oficina de su organización, Culture Saves Lives, allí mismo.

Y es en este camino en el que instituciones como la British Columbia Center for Disease Control (BCCDC) trabajan. Su último proyecto que esperan poder poner en marcha, a finales de año, consiste en distribuir pastillas de hidromorfona que las personas consumidoras puedan recoger en centros como Insite, entre otros, y llevarse varias dosis. “El enfoque primordial de este proyecto es revertir el número de muertes por sobredosis e impedir que la gente compre drogas contaminadas en la calle”, explica por correo electrónico el director del BCCDC, Mark Tyndall.

En Estados Unidos, más de 63.000 personas fallecieron en 2016 por sobredosis de opioides. Pero a diferencia de Canadá, en Estados Unidos las políticas de reducción de daños son mínimas, criminalizando y persiguiendo el consumo y posesión de drogas con penas de hasta quince años de cárcel. 

Recientemente nombrado el tercer país con mejor calidad de vida en el mundo y alabado por el progresismo institucional caracterizado por Trudeau, Canadá se enfrenta a un dilema ético-social sobre las consecuencias de despenalizar la posesión de drogas como la heroína o la cocaína. “A la gente que duda hay que decirle que se fije en el modelo de Portugal, que, desde que despenalizó la posesión de drogas, los índices de criminalidad, las infecciones de VIH y las muertes por sobredosis han disminuido drásticamente”, explica el doctor Tyndall.

El país ibérico optó en 2001 por otra política de drogas. Con el cambio de patrón que supuso tratar el problema como una cuestión de salud pública en vez de como un asunto de criminalidad, los datos han demostrado que el modelo funciona. De casi un centenar de muertes en 2008, la cifra se redujo a 38 fallecimientos por sobredosis en 2017. Y en el caso de las personas infectadas con VIH, pasaron de 370 en 2008 a 18 en 2017. De esta forma, las personas adictas han dejado de ser consideradas delincuentes y el consumo ha pasado de ser un delito con penas de cárcel a una falta administrativa que puede ser solventada con un voluntariado. Todo ello, con un enfoque hacia la reducción de daños y a la reinserción social de la persona consumidora.

Ahora Canadá se enfrenta a un problema que seguirá creciendo aunque el gobierno mire hacia otro lado. “Lo que pedimos es de sentido común –explica Sarah Blyth– porque afectará positivamente tanto a quienes consumen drogas como a quienes no lo hacen; con calles limpias, sin gente durmiendo en el suelo… y, sobre todo, dando una oportunidad de reinserción a personas a pesar de que continúen consumiendo drogas, porque para muchas de ellas, la muerte no es disuasoria, siempre es el otro el que va a morir”.

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Comentarios
  1. …»muchas personas adictas tienen un pasado de trauma infantil, abuso sexual o una tragedia personal. Y las drogas son su vía de escape para adormecer el dolor”, asegura Blyth.

    No me cabe duda de ello. También conozco adolescentes y jóvenes hipersensibles e idealistas que la cruel realidad se les hace tan insoportable que necesitan evadirse de ella. En su inmadurez escogen el camino equivocado resultando mucho peor el remedio que la enfermedad.

  2. British Columbia es una provincia, no un estado. Y, ya que le pones el «la» delante, qué menos que decir la Columbia Británica.
    Por otra parte, mírate las «weasel words».

  3. Fruto de un sistema obsoleto, genocida, idiotizante, carente de valores que debiera estar superado. Y no lo está por el grado de idiotización que ha sabido inocular en la sociedad que, inmersa en profundo sopor borreguil, le permitimos que nos lleve al matadero.
    NANA PARA NO DORMIR ( Grupo ADEBÁN)
    https://www.youtube.com/watch?v=2SnABbwfgj4

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