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El compost de la extrema derecha
El sábado 13 de abril se vivieron simultáneamente dos escenas que conjugan el momento actual: una entrega de restos de la fosa común de Valdenoceda y una conversación en un autobús entre dos simpatizantes de Vox.
Mientras la sobrina-nieta y el nieto de Julián González González recogían sus restos, casi 80 años después de que muriese de frío y hambre en el campo de concentración franquista de Valdenoceda (Burgos), un joven se ganaba la simpatía de su vecino de asiento en el autobús en el que viajaba de Sevilla a Málaga afirmando que le gustaría ser guardia civil como él y “coger la porra para pegar a catalanes”. Ante la llamada de atención de esta periodista, respondió: “No, catalanes de esos, no. Me refiero a independentistas”.
Dos escenas que evidencian el mayor de los triunfos y de los fracasos de estos 40 años de democracia: que ya no se nos mate por decir lo que pensamos, pero también que, en estas cuatro décadas de paz y Estado de Derecho, no se ha conseguido instaurar una verdadera cultura democrática.
El silencio de Valdenoceda
Este sábado, casi trescientas personas llegadas de distintos puntos del Estado español se reunieron un año más en el antiguo penal burgalés de Valdenoceda para homenajear a los más de 3.000 hombres leales a la democracia que fueron allí encarcelados por el bando golpista. Entre 1938 y 1945, en esta antigua fábrica de seda construida sobre el paso del río Ebro, murieron, al menos, 154 presos por la humedad, el hambre y el frío, como recogen los registros locales: muerte por “colitis epidémica”. Pero, como escribía Álvaro Minguito en un amplio reportaje publicado en el número 66 de La Marea, se sabe por los testimonios de supervivientes y familiares que hubo “muchos otros penados sacados de madrugada y, probablemente, asesinados y arrojados a las cuevas cercanas, sin dejar rastro ni constancia escrita”.
Uno de estos familiares es José María González, nieto de uno de los desaparecidos, impulsor de la Asociación de Familiares y Amigos de Fallecidos en el Penal de Valdenoceda, que desde 2003 –en colaboración con la Sociedad de Ciencias Aranzadi y la Universidad Autónoma de Madrid– se organizaron para recuperar los restos. En la primera reunión apenas participaron una decena de familias de los represaliados. En 2007 exhumaron 114 cuerpos. Doce años después, y sin ningún tipo de apoyo del Gobierno central desde 2010, ya han sido identificados y entregados a sus familiares 67.
Como este año, los homenajes a los presos y las entregas de los restos, se hacen coincidiendo con los aniversarios de la proclamación de la II República, alrededor de los 14 de abril. “Cada año alquilamos un equipo de sonido para el acto y pagamos al propietario la voluntad. Cuando acaba el homenaje pedimos que los asistentes que hagan una aportación. Hay años que recaudamos 250 euros, otros 500”, nos cuenta José María González. Sin su empeño y entrega, esta fosa seguiría cerrada, y todos esos desconocidos que siguen llegando cada año buscando a sus seres queridos no tendrían nadie que les diese respuestas.
El antropólogo Luis Ríos, vinculado desde el inicio con la recuperación de los restos, es otra de las tantas personas que en este país llevan buena parte de su vida haciendo altruistamente el trabajo del Estado: recuperar las pruebas de unos crímenes de lesa humanidad que siguen impunes.
“Quedan 44 esqueletos por identificar, y si todo va bien, 24 lo serán próximamente”, nos explica Ríos sobre este enterramiento, que se diferencia de otros por la abundante información que tienen sobre los represaliados, recuperada de los archivos parroquiales, del registro penitenciario y de la Administración local.
En la mayoría de las fosas, solo se sabe lo que se rumoreaba en el pueblo, lo que dijo en sus últimos días la viuda, el hijo huérfano, la madre a la que mataron en vida cuando se llevaron a su hijo. El toque de queda impuesto contra la memoria sin el que sería impensable el actual estruendo.
El ruido en un autobús entre Sevilla y Málaga
También rozando el mediodía, al mismo tiempo que los restos del otro represaliado cuyos restos se entregaban este sábado, los de Abilio Luis Jábega, eran depositados en el panteón de Valdenoceda, un joven de 18 años se lamentaba ante su compañero de asiento en el autobús que nos llevaba a Málaga, después del reproche por sus comentarios de esta periodista, de que “ya no se puede decir nada, pero afortunadamente ha llegado Vox para solucionar esto porque el resto de los partidos son unos ‘cagaos’. Por fin vamos a poder dejar de ser una mayoría silenciosa”. El muchacho, enjuto, compartía su pesadumbre por el sometimiento a la autocensura a un volumen de voz que hacía imposible ignorar su mitin desde prácticamente todo el vehículo.
A sus 18 años pensaba que aunque le encantaría ser guardia civil como su compañero de viaje, lo mismo estudiaba Magisterio en Educación Física para trabajar en la pública –esa misma que su partido ha anunciado que desmantelará– y se preguntaba cómo es posible que España se avergüence de su historia y su bandera cuando en “países como Francia tienen en cada plaza una estatua dedicada a los que lucharon en la II Guerra Mundial”, ignorando que estos monumentos están dedicados a los que lucharon contra los nazis, los mismos a los que idolatran algunos destacados miembros de Vox, como ha desvelado La Marea en estas semanas. Se emocionaba pensando cómo en países como “Francia se llevan la mano al pecho cuando ven ondear su bandera, mientras que aquí se avergüenzan”, desconociendo que la gala data de la Revolución francesa y representa su subversivo lema (“Libertad, igualdad, fraternidad”) y la española sigue retrotrayéndonos al golpe de Estado contra el régimen democráticamente establecido de la II República y la sustitución por parte de Franco de su estandarte por la rojigualda. Le preocupaba que “en Venezuela ni una sola persona apoye a Maduro, aunque ha escuchado que en Cuba hay algunas a las que sí les gusta Castro”. Y se vanagloriaba de que en los últimos tiempos tenga que dedicar mucho tiempo a convencer a sus amigos “por Facebook y WhatsApp que dicen que no les interesa la política de que voten a Vox y que ya ha conseguido que lo vayan a hacer al menos tres”. Porque a él, continuaba, “le parecía bien que la gente sea facha o de Podemos, pero con argumentos, no por ignorancia”. Y terminó la conversación compartiendo su alivio por “que ya queda menos para que todo eso cambie”.
No podemos saber si lo que el joven, nacido y educado en democracia, espera que cambie pronto es que nadie le pueda reprender por hacer tal ejercicio de exhibicionismo de desconocimiento histórico porque su partido lo convertirá en la verdad oficial. Lo que está claro es que lo tendrá difícil porque la educación pública ha conseguido que este país haya pasado en medio siglo de tener una mayoría de la población analfabeta a un importante porcentaje altamente cualificada y con una capacidad de abstracción y análisis crítico asombrosa. Sin embargo, a su vez, esa misma educación pública, en la que él se plantea trabajar y educar a niños y niñas, no ha sido capaz, como el resto de nuestra sociedad, de inculcar que el respeto a los derechos humanos no es ni una utopía ética ni una aspiración jipi bienintencionada, sino una obligación legal recogida en el artículo 10.2 de nuestra Constitución: “Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”.
Ahora nos queda dilucidar al resto de la ciudadanía cómo actuar cuando esa minoría que se reivindica como “mayoría silenciosa” –un concepto acuñado por el expresidente Mariano Rajoy– ocupa con su discurso cargado de odio y fobias el espacio público y la mayoría guarda silencio. Durante un tiempo se consiguió que esas voces se autocensuraran porque ser antidemocrático, racista, machista, clasista y xenófobo no era políticamente correcto. Y fue un avance civilizatorio. Ahora, se ha normalizado un acallamiento que otorga y un silencio cómplice que aterra tanto o más que una respuesta violenta. Si nos dejamos robar la palabra en el espacio público, si el discurso más audible es el indigno o ‘políticamente incorrecto’, terminaremos enmudecidos y muertos de miedo; quién sabe si de hambre y frío, de colitis epidémica.
No debatamos las mentiras, alcemos la voz contra la ignominia y acuerpémonos para vencer el miedo y ser dignidad mediante la palabra. Porque dan miedo, pero más miedo darán si dejamos que sus palabras toquen tierra y se hagan compost.
Algunas votantes de la derecha neoliberales, trabajadores precarios, pensionistas, trabajadores en general, que votan a los partidos de derecha que pretenden adelgazar el estado, pero sin embargo están a favor de la sanidad, educación, vivienda pública, y demás políticas sociales. Quizá cuando empiecen a sufrir las políticas a las que ellos votan, como les pasó a los taxistas al ver que aquellos a los que tanto alaba an se ponían en su contra y apoyaban sin tapujos a las multinacionales que les usurpan sus trabajos. Quizá entonces se den cuenta de a quien apoyan y ojalá no sea ya demasiado tarde.