Opinión | Sociedad
El puente que enlaza el pasado y el futuro
"El silencio está poco valorado por estas latitudes, pero eso fue lo que sentí cuando el ginecólogo me dijo que tenía un cáncer localmente avanzado".
Este artículo está incluido en el dossier Devuélveme la vida
«Tienes que vivir el presente. Es lo único que cuenta, lo único que tenemos». Pronunciaban ese tipo de frases sin mucho convencimiento, algo hay que decir, siempre hay que decir algo. El silencio está poco valorado por estas latitudes, pero eso fue lo que sentí cuando el ginecólogo me dijo que tenía un cáncer localmente avanzado, mucho silencio a mi alrededor, como si me hubiesen envasado al vacío y me hubieran metido en la nevera.
La mañana de aquel 13 de octubre fui a recoger el diagnóstico sin albergar dudas sobre el contenido del sobre. Lo había leído en la cara de los médicos de Urgencias que encargaron las pruebas días atrás. Poco antes de salir hacia el hospital, encendí el ordenador. Creo que logré completar un párrafo, pero solo recuerdo una línea: “Aún es ahora. Cuando vuelva, ya siempre será después de«.
Luego surgió la pregunta que nadie puede responder: ¿cuánto durará ese después?
En aquella sala tampoco nadie se atrevió a formularla en voz alta, pero sé que quienes me quieren se la hicieron tantas veces como yo.
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Durante algún tiempo, me resultó imposible concentrarme en el presente, no me interesaba un carajo. Solo quería que alguien me garantizase que aún tenía futuro. Era la mejor palabra del mundo. Pero a la vez no podía dejar de darle vueltas al pasado. Aquellos primeros días, cuando me veía en algún viejo retrato, pensaba “ahí aún no lo tenía” o “entonces ya lo tenía, pero no lo sabía”. Miraba fotos de niña y se me escapaba una sonrisa agridulce. Intentaba localizar en qué momento me despisté, qué hice mal, qué capítulo me perdí para que el guion cambiase de ese modo abrupto cuando yo estaba convencida de que la película iba a ser larguísima y lo mejor estaba por llegar.
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Leí la entrevista de la contra de La Vanguardia en la plaza de la Vila de mi ciudad tomando un té verde. Solía saborearlos apretando la taza con las dos manos, como si fuera una estufa mágica. «Quienes tenéis una enfermedad así lo vivís todo con mucha más intensidad». Sí, también te sueltan eso, el cancersplaining está a la orden del día. Era 19 de octubre, día de los lacitos rosas, y ahí estaba aquella chica que acababa de terminar el tratamiento. Se veía tan guapa, tan contenta, tan viva. «Qué bien estás, nadie diría que tienes lo que tienes. Si no dices nada, no se lo imaginan», tuve que oír también demasiadas veces de personas que lo decían con buena intención pero pocas luces.
Alguna vez releeré la entrevista, ahora solo quiero recordar lo que mi mente necesitó entender entonces. La chica explicaba que, tras el impacto inicial, decidió hacerse una foto cada día durante el año que duró su tratamiento. Aprovechó aquel periodo para llevar a cabo un proyecto personal, logró que cada día fuese importante. Y lo hizo desde la honestidad, nada que ver con el pensamiento positivo ni con ninguna de esas mierdas que te cuentan los libros de autoayuda de la meritocracia para hacerte creer que si sonríes todo el tiempo será muchísimo más fácil que te cures. Aquella fotógrafa hablaba un idioma distinto. Durante un año se enfrentó a un espejo muy íntimo. Retrató sus gestos ilusionados, las facciones cansadas, la mirada que aprendí a reconocer en otras compañeras, el pelo que se iba y que luego volvía…
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El pavimento de la plaza de Vilanova i la Geltrú tiene un mosaico original. Las baldosas, blancas y negras, se encajan como hojas de una planta. Son perfectas para inventar rutas, «si pisas una blanca, pierdes», «eh, te has colado en una negra…» De niña, podía pasar horas saltándolas a la pata coja cuando no sabía que las horas eran finitas. Al comprender que lo eran, sentí unas ganas inmensas de volver a hacerlo. Estaba a punto de iniciar la quimioterapia y estaba deseando que llegara el momento. Rápido, cuanto antes empiece, mejor. «Un año pasa muy pronto, ya verás». Esa frase, otro clásico, es la más absurda de todas.
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Como las familias, todas las salas de espera de Oncología se parecen, pero solo a primera vista. En algunas hay sillas para pacientes y también para sus acompañantes. En otras, hay que ir cediendo el asiento porque no se cabe. Hay baños en los que podrías dormir en el suelo tan a gusto y otros que te dan pavor cuando tienes las defensas bajas.
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Mi doctora de la Seguridad Social siempre me pone de buen humor. Sabe medir cada palabra: «Tienes un problema grave y ahora vamos a por su solución», dijo hace ya más de ocho años. Me maravilla su capacidad para atendernos a pesar de las malas noticias que debe dar a diario, las jornadas extenuantes y los malditos recortes.
La sensación en la consulta de la oncóloga privada que visité fue muy distinta. En la pared colgaba la foto de aquel puente, tan peligroso y fascinante a la vez. Daban ganas de atravesarlo y adentrarse en aquella niebla rebosante de oxígeno. La doctora preguntó qué sentía ante el tratamiento y las posibles cicatrices de la operación. Fue entonces cuando recordé las viejas lecciones de botánica. Al cortar un árbol, pueden contarse sus años a través de los anillos del tronco. Del mismo modo, mi futura cicatriz explicaría aquel año de mi vida.
Ahí acabé de asimilar la lección de la chica fotógrafa. Cada retrato, cada anillo de árbol, cada cicatriz y cada día cuentan. Todo es vida. No podía caer en la trampa que nos hace desear que pasen cuanto antes los años que faltan para finiquitar la hipoteca o para jubilarse, esas cosas que se pensaban antiguamente. Aquel año no volvería a vivirlo nunca. Y yo siempre quise ser una vividora, no una superviviente.
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El cuadro resultó ser un póster de Ikea que la multinacional titula Viaje por la jungla. No tenía más misterio. La oncóloga me dijo que hay miles iguales repartidos por habitaciones de todo el mundo. De vez en cuando, tropiezo con alguno, como el que hasta hace poco lucía en el restaurante vietnamita de la calle Huertas de Madrid. Cuando sucede, algo me sacude por dentro y me obliga a pararme unos segundos.
Luego el tiempo vuelve a correr.
» yo siempre quise ser una vividora, no una superviviente».
Valiente y sabia mujer la Magda.
Una experiencia fuerte en un sencillo, poético y profundo relato.