Análisis
Caer en un nombre, tirarlo por tierra: formas de violencia contra el nombre propio
Tercera entrega de 'Disruptiva', serie de artículos de la filósofa Ana Carrasco-Conde: "La última violencia es aquella que se ejerce sobre el nombre propio".
En cierto sentido, nuestra vida comenzó antes de nuestro nacimiento. Nacemos ya comenzados y esa fecha que asociamos a nuestra venida al mundo no es nunca un punto de partida. Que lo tengamos todo por hacer no significa que no nazcamos arraigados en un contexto: nacemos con un color de piel y con un género, nacemos formando parte de una comunidad, nacemos en el seno de una familia o sin ella, nacemos con un parecido y así se nos dice que nos parecemos a alguien y se busca en nuestros rasgos al pariente. No, nacer no es un punto de partida, es un punto de conexión, un nudo trenzado de otras vidas y costumbres, en el que coinciden las diferentes relaciones que nos encontramos cuando nos dan a luz y que nos conforman al estar insertos en una comunidad específica. La nuestra. Nacemos orientados hacia una forma de estar, de vernos y de ver el mundo. Pero, sobre todo, nacemos con un nombre. Nuestro nombre. El nombre propio. Y ha de venir precisamente porque nacemos arraigados. Nacer no es comenzar a vivir: nacer es vivir relacionadamente. Por eso cuesta tanto empezar de nuevo: cortar las raíces de aquello dentro de lo cual nacimos y recomenzar, luchar por cambiarse el nombre o el género en el documento nacional de identidad sabiendo que los comienzos absolutos nunca han existido.
Que nos nombren significa que no sólo nos han dado a luz, sino que nos ven, que somos visibles, que somos parte de algo. De él, del nombre, si tenemos suerte, han hablado y discutido mucho los que nos esperan, o poco o nada si nadie nos deseaba, pero el nombre siempre acaba recayendo sobre nosotros o bien nosotros caemos ya en un nombre en torno al cual nos construimos. Hacerse un nombre no significa en realidad más que hacer grande, visible y reconocible el nombre que ya somos, que nos digan, que nos recuerden, como los grandes héroes de Troya, y que, una vez muertos sigamos viviendo en nuestro nombre. Pero, aunque no seamos héroes troyanos, necesitamos caer en un nombre, es decir, tener un lugar en la comunidad, que nos hagan sitio. Somos más que un nombre común que pueda adscribirse a un conjunto de seres similares o una etiqueta con cuyas características debamos coincidir. Somos esta persona concreta y singular. Somos lo propio que se condensa en nuestro nombre. Si los nombres nombran el mundo, por recordar a Anne Carson en Autobiografía de Rojo, el nombre propio me nombra a mi.
Nuestro nombre dice mucho de cada uno de nosotros, pero no por el nombre en sí mismo, sino por el hecho de que me llamen. Me llaman los otros y así me llamo yo. Me reconocen y me reconozco. Quien sabe mi nombre dice conocerme, lo que no quiere decir otra cosa que sabe contextualizarme, que sabe quién soy, pero sobre todo lo que dice es que soy reconocida como parte de una comunidad, que los demás me ven y saben que tengo una historia detrás. Hay un lugar para mí y en ese marco es reconocida mi pertenencia, mi vulnerabilidad, mis derechos, mis deberes, mi singularidad. Yo no soy un ser vivo más, sino que soy alguien trenzada socialmente con los otros al mismo tiempo que los otros están trenzados conmigo. Ser reconocido no significa otra cosa, parafraseando a Hegel, que ver al otro e integrarlo en un nosotros, aceptar la pertenencia y asumir la responsabilidad y el compromiso por parte de la comunidad de cuidar, de respetar y de comprometerse en el bienestar de sus miembros. Por eso, el nombre es lo visible por lo que se lucha cuando se abandera la dignidad. “¡Ahí está mi nombre y no tendré otro mientras viva! […] ¡déjeme al menos mi nombre!” exclama Proctor en El crisol de Arthur Miller. Porque del mismo modo que al nacer caemos en un nombre, al morir es lo único que nos queda.
Precisamente, por ello, la última violencia es aquella que se ejerce sobre el nombre propio, la que lo tira por tierra, la que lo pisa, la que lo sepulta, la que lo ensucia, la que se empeña en tacharlo. Hay formas de violencia reconocibles que son el último golpe, el golpe sobre golpe, que ataca más allá de la persona: ataca su vulnerabilidad, sus derechos, su singularidad, el hecho de que nunca jamás habrá alguien que caiga en el mismo nombre, en el mismo nudo de relaciones, en los mismos afectos, en la misma historia. Así hay violencias reconocibles y extremas: las fosas comunes, los cuerpos sin nombre e irreconocibles, anónimos como los arrastrados por el cauce del Cauca en Colombia. Se les desposee de la posibilidad de exequias, es decir, del último acto de reconocimiento como miembros de una comunidad. Borrar el nombre como si quien nació no lo hubiera hecho es también otro de estos modos. Que no quede nada. Hay otras cuyo grado de violencia, menor, no invisibiliza lo que estos actos se proponen, como por ejemplo injuriar el nombre o mancharlo para que sea motivo de vergüenza y rechazo en su comunidad. Pero hay otras formas banalizadas que no se tienen en cuenta, en las que no caemos porque les quitamos importancia y que, sin embargo, dicen mucho más de lo que parece. Se presentan como actos de vandalismo gratuito que carecen de una reflexión consciente, pero que no haya reflexión no elimina los nudos relacionales de sus perpetradores, las raíces de las que tal acto emerge, la ideología de fondo, los vacíos de protección de un sistema que hace de algunos armados y de otros inermes. Tapar con pintura el nombre de una placa conmemorativa, como ha sucedido en el caso de Sandra Palo. Difundir el nombre y romper el derecho al anonimato de quien ha sido víctima de una violación como en el caso de ‘La Manada’. En ellas, la violencia contra el nombre propio ataca el derecho a recibir justicia, el derecho a reconocer el daño, el derecho al nosotros y lo rebaja, casi, a un estadio entre el hombre y el animal. Tirar por tierra el nombre es, en el fondo, una forma de desposeerlo de su derecho a ser reconocido como persona y rebajar o negar su lugar en la comunidad. Es dejarle de ver. Es quitarle su derecho a tener un nombre y a respetarlo.
La tumba de Karl Marx en el cementerio de Highgate (Londres) es profanada con pintadas anticomunistas.
Es el segundo ataque al sepulcro del escritor en el mes de febrero, ya que fue dañado con un martillo.
Realizan pintadas nazis en un monumento a las víctimas de Mauthausen de Almería
«Es la respuesta de la ultraderecha. Creo que son grupúsculos minoritarios, exaltados y conducidos por la crispación política de este país», ha manifestado el líder del Partido Comunista en Almería.