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Cuando los náufragos son migrantes
Treinta años después del primer naufragio de una patera, somos testigos de cómo sigue sin recibirse a estas personas como a seres humanos.
Texto: Patricia Simón Fotos: Javier Bauluz (Málaga, España)
El 1 de noviembre se cumplían 30 años desde que apareciese el primer migrante muerto en las playas andaluzas resultado del primer naufragio de una patera del que tenemos constancia, en el que murieron 18 personas. Pese a ello, pareciera que seguimos siendo incapaces de recibir a estas personas como a seres humanos, como a náufragos, una categoría que aparentemente sigue limitada a las personas blancas y de países ricos. Las personas negras y magrebíes son inmigrantes, son números, son ‘estos’ que ya ni siquiera saben dónde colocar. ¿Serían recibidos así si fuesen europeos, si fuesen blancos?
Un grupo de náufragos llega al puerto de Motril (Granada) después de siete horas a la deriva en el mar, dos horas aferrados con la punta de los dedos a la vida –que en este caso tiene forma de zódiac de plástico semihundida–, y otras ocho horas empapados, descalzos, ateridos, en la cubierta de la salvamar. Un par de policías, otro de guardias civiles, cuatro voluntarios con chalecos de la Cruz Roja, se arremolinan, se cruzan y retornan al pantalán. Primero bajan los cinco niños y niñas y las 22 mujeres. Vienen descalzos, cubiertos con la manta de la Cruz Roja que les han entregado los rescatadores de Salvamento Marítimo, porque ni mantas propias tienen. Les colocan en fila, en una estampa que paraliza por su semejanza con escenas de la serie distópica El cuento de la criada, que retrata un Estados Unidos gobernado por una dictadura teocrática que impone un sistema de castas, en el que las pocas mujeres fértiles que quedan son violadas por la clase dirigente para reproducirse y en la que los disidentes y desechados son explotados en campos de trabajo.
Aquí, en el puerto, envueltos como las protagonistas de la serie en mantos rojos, estos hombres y mujeres quedan uniformizados, borrada su identidad individual, que hay que escudriñar, con la dificultad añadida de la oscuridad de la noche, en sus gestos, en su mayoría, contenidos, inexpresivos, aliviados por la inminencia de tocar la tierra prometida, y tensados por el temor a lo que está por venir.
Es probable que muchas de estas mujeres terminen prostituidas por redes de trata o explotadas, como también muchos de estos hombres, en las áreas más precarias y desprestigiadas de nuestra economía, como la agricultura o el trabajo doméstico.
Los guardias civiles los escoltan en una especie de marcha marcial hasta unas mesas de playa, donde miembros de la Cruz Roja les toman la temperatura, les preguntan sus nombres, edad, si tienen alguna enfermedad, sus tallas de calzado. De pie, a las espaldas de los trabajadores humanitarios, policías procedentes de varios países europeos que trabajan para el Frontex, la agencia europea de control de fronteras, toman nota de las respuestas que dan a la Cruz Roja, una clara violación del derecho internacional de los derechos humanos que obliga a las ONG a amparar la privacidad de estas personas, además de que podría suponer una coacción hacia su libertad de expresión, como explica el jurista David Bondía, profesor de Derecho Internacional Público de la Universidad de Barcelona y presidente del Instituto de Derechos Humanos de Cataluña.
En la mayoría de los casos no parece haber tiempo para más intercambio de humanidad que el “Bonsoir, madame”, “Bonsoir, monsieur”. Hay premura, aunque no se sabe por qué, para qué; hay mecanización de la recepción, aunque esos seres humanos que están ahora mismo ahí vengan de superar meses o años de agresiones, explotación, violaciones: la guerra que los gobiernos libran contra los pobres. Salvo honrosas excepciones, no parece haber tiempo para un “Bienvenido”, un “¿Cómo está?”, un “No se preocupe, ya está seguro”; alguna palabra dirigida, aunque sea de manera retórica, a reconfortar; alguna mirada que les diga “Hola, le he visto, esté tranquila, nos alegra que por fin haya llegado sana y salva”… Pero está bien así, porque aún no pasó, porque aún les quedan por delante años de clandestinidad y a algunos, la deportación. Así que les entregan una bolsa con un chándal y unas zapatillas. Les dicen que se sienten en el único sitio disponible: el sucio suelo del pantalán, cubierto de charcos. El edificio en el que, supuestamente, deberían poder quitarse sus ropas empapadas, ir al baño, ser registrados por la policía y pasar la noche, está lleno de los otros náufragos que han llegado una hora antes. Y aquí nadie parece saber dónde van a ser trasladados, ni siquiera el responsable policial al mando de la recepción. Con sus chalecos reflectantes azules, los policías del Frontex siguen pululando de un lado a otro, tomando fotografías, preguntando si son todos “subsaharianos”. Y mientras, nadie se dirige a estas personas, ni les explican dónde están, qué va a pasar con ellos. “Espérense ahí, sentados en el suelo”, les dicen. Y se sientan, y esperan.
Al final de este primer grupo hay dos críos, en fila; la cabeza del mayor asoma por encima de la del menor. Les preguntan sus nombres, balbucean algo. Un traductor voluntario hace ver que son dos niñas, de ocho y diez años. La menor lleva el pelo muy corto y trenzado; la mayor, rapado. Las mujeres y niñas suelen llevarlo así para evitar violaciones durante el éxodo. A menudo se aplastan con vendas los pechos para pasar más desapercibidas. “¿Con quién venís?”, les vuelven a preguntar en francés. No responden, están en shock. “Da igual, que pasen, ya luego veremos”, concluye alguien de la Cruz Roja. Mujeres embarazadas o enfermas, y niños y niñas –no así los adolescentes–, tienen el privilegio de pasar prioritariamente a una estancia donde hay un baño y atención médica para los que la requieran de manera evidente. No es hasta más de una hora y media después cuando alguien saca a las niñas para buscar a sus hermanos. Ya pueden hablar y han dicho que estaban con el resto del grupo de rescatados. Se reúnen. Se toman de la mano. No cruzan una palabra.
Igual que la pobreza, las guerras o las hambrunas no son fenómenos naturales, tampoco lo son las rutas y los métodos que son forzadas a adoptar las personas que legítimamente aspiran a mejorar sus vidas y las de los suyos. Igual que a estos niños y adultos no les dejaron otra alternativa que jugarse la vida para llegar a Europa, a falta de poder coger un avión como los blancos y blancas que viajan al sur, la manera en que son recibidas estas personas náufragas, estos supervivientes, solo se puede explicar desde el racismo y la aporofobia que atraviesan todas las políticas de extranjería. Y no se trata de los profesionales y el voluntariado que les reciben diariamente y lo mejor que pueden con los escasos recursos que tienen a su alcance, a horas intempestivas y sin descanso desde hace meses… Y en realidad, años: treinta para ser exactos, cuando se encontró en las costas gaditanas el cadáver de la primera víctima del cierre de fronteras, del primer naufragio del que se tenga constancia de una patera en el que murieron 18 personas. Se trata de todo un sistema, en este caso el protocolo de recepción, que está diseñado para despojar a estas personas de su dimensión humana y convertirlos en sacos de carne, en números que contabilizar, cribar, identificar, trasladar, encerrar. “¿Los has contados?”, “¿Los cuentas tú?”, “¿Cuántos te salen?”, escuchamos esos días en los pantalanes una y otra vez. “Cuidado que tienen sarna”, advierte alguien, pese a que la afección de estos ácaros es excepcional y, sobre todo, de que solo se contagian mediante el contacto prolongado –como las relaciones sexuales o el intercambio de ropas, toallas o sábanas–, y no por tocamientos puntuales como dar la mano o abrazar a alguien.
La Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía, reconocida en toda España por la excelencia jurídica de sus informes anuales sobre esta frontera sur europea, lleva desde el año 2000 exigiendo que el Estado cumpla con su obligación y se haga cargo de la recepción de las personas rescatadas, y no una entidad no gubernamental como Cruz Roja, con lo que pareciera que se trata de una cuestión de caridad. Además, exigen que se diseñe de una vez un sistema de acogida, en lugar del protocolo de detención, expulsión y derivación vigente en la actualidad.
Quizás, de hacerse, los hombres y adolescentes varones que han sido desembarcados cuarenta minutos después, no terminarían, como las mujeres, sentados en el suelo, mientras voluntarios de la Cruz Roja reparten un tetra brik pequeño de zumo, una botella de agua –también pequeña– y un par de magdalenas por persona. La mayoría llevan más de veinticuatro horas sin meter nada en el estómago. Se las tiran al vuelo, ante la dificultad para andar entre los náufragos, concentrados en un punto del pantalán, mientras algunos de los que ya han acabado la frugal cena se apresuran a recoger en las cajas que contenían los alimentos, los envases vacíos de sus compañeros de viaje.
Abu Baker Solí, un joven de Guinea Conakry de 17 años, nos cuenta que salieron a las siete de la mañana de la costa marroquí de Nador. “Siete horas de navegación después, estábamos totalmente perdidos y con la patera hundiéndose. Llamamos a Salvamento Marítimo porque ya habíamos perdido totalmente la esperanza; todos rezábamos, incluidos las mujeres y los niños. Entonces nos sobrevoló un helicóptero español, que nos tiró una balsa”, explica con voz queda y tiritando, casi dos horas después de llegar a puerto. Y entonces ocurrió una de las tantas historias heroicas que demuestran cómo por encima de gobiernos y políticas siempre quedarán las personas. El rescatador del aparato decidió quedarse en la mar con los náufragos, mientras el resto del equipo volvían a tierra para repostar. Allí permaneció solo durante más de una hora, hasta que llegó una embarcación de Salvamento Marítimo, organismo que solo ese día, 11 de octubre, rescató en las costas del sur de España a 763 personas. Y así se unieron, un día más, los destinos de las personas a las que las políticas de los gobiernos de España y la Unión Europea obligaron a embarcarse en estas precarias balsas a falta de vías seguras, y el de los rescatadores que llevan meses durmiendo una media de cuatro horas diarias y jugándose también la vida para llevarles a tierra sanas y salvas.
Abu Baker es huérfano, no tiene “papá ni mamá”, como dice varias veces. Fue su hermana y su cuñado quienes le dejaron el dinero para emprender un viaje que atravesaría Malí y Argelia, donde trabajó cinco meses para conseguir el dinero necesario para proseguir hasta Marruecos, según cuenta. “Allí hasta hay niños que se juntan para pegarnos, hay mucho racismo. Dormíamos en el bosque, tenía que salir de allí. Gracias a España por darnos de comer y tenernos aquí”, dice sentado en el suelo, sin saber qué le esperará a partir de entonces. “¿Dónde estamos?”, me pregunta un hombre que está sentado a su lado, que salió hace un año de Malí y que venía en otra de las pateras. “En Motril”, le respondo. “En el sur de España, en el sur de Europa”, añado. “Un noventa por ciento de los que llegan se van a Francia y a otros países del norte de Europa. Casi ninguno se queda, salvo que tenga algún familiar o muy conocido aquí”, me explica poco después un policía con años de experiencia en recepción de pateras. “Las mujeres, muchas de ellas, vienen con las redes de trata y terminarán en algún prostíbulo”, añade. “Pero es muy difícil convencerlas de que lo cuenten y soliciten asilo. Temen mucho a las redes, a las represalias contra los familiares que dejaron atrás”, añade. Las redes tampoco son un fenómeno natural: son el resultado de esa Europa Fortaleza que no les permite viajar de manera normalizada a estas mujeres que no se resignan a repetir las vidas paupérrimas y sin horizonte de mejora de sus padres y madres –la mínima aspiración con la que todos los seres humanos tienen a sus hijos–.
“Hay quienes les recomiendan a estas mujeres que den un nombre falso cuando llegan, antes de seguir su viaje al norte. Y eso, si tienen hijos que han llegado antes o después, dificulta mucho la tarea de reunificación”, explica un voluntario que de manera particular lleva meses tomando los datos que les dan las mujeres cuyos hijos llegaron antes a la Península y fotografiando las imágenes que las madres tienen de sus hijos en los casos en los que conservan sus móviles, para cruzar datos después con Servicios Sociales. Todo desde la voluntariedad. Es la red de apoyo de la que nunca llegaremos a conocer su verdadera dimensión, dispersa por todo el territorio del país, que nunca se vanagloria de nada y que siempre huye del protagonismo.
Es la una y pico de la mañana, una hora después de que atracara la guardamar, y poco pueden hacer ya los miembros de la Cruz Roja, que se van marchando, hasta solo quedar con más del centenar de supervivientes, una de sus voluntarias –maliense– y su marido español. Ni rastro de policías, ni de guardias civiles, ni de qué va a pasar en las próximas horas con estas almas. Algunos de ellos se tienden en el suelo, envueltos en la fina manta roja, para dormir al raso. Salieron hace casi veinticuatro horas de las costas marroquíes. Ante la inoperatividad, a las tres de la mañana los dos voluntarios les invitan a que, por turnos, vayan tras unos contenedores para que se puedan quitar, por fin, las ropas empapadas, y ponerse la muda que les entregaron horas atrás. Los hombres tienen que hacer sus necesidades en las aguas del puerto, las mujeres piden permiso para ir a los baños del edificio de la Cruz Roja. Esto es todo lo que tiene que ofrecerles España en sus primeras horas en tierra firme a hombres, mujeres y menores que no solo acaban de vivir una de las experiencias más aterradoras para cualquier ser humano –un naufragio–, sino para los que esta situación traumática es solo la última de un continuum de ignominias. Si fuesen europeos, si fuesen blancos, ¿no se pondrían inmediatamente a su disposición psicólogos y estancias adecuadas? ¿No tendríamos claro que esas miradas perdidas es más que probable que estén nubladas por el síndrome de estrés postraumático? ¿Ser víctimas de un éxodo causado por el expolio, la desigualdad, el cambio climático o las guerras les hace menos dignos que si lo fuesen de un tsunami u otro fenómeno climático? ¿Que este éxodo siga recibiendo casi la misma desatención desde hace treinta años no hace más grave e injustificable aún este maltrato institucional?
“Hace poco una madre que se rompió la pierna justo cuando corría para subirse a la patera, metió a su hija en la embarcación en el último momento. Era su manera de ponerla a salvo. Nos lo contó el hombre que se hizo cargo de ella cuando les rescatamos. ¿Se reunirán madre e hija algún día? Hace poco, una mujer estuvo a punto de dar a luz en la salvamar. Esto es horrible”, nos explica un rescatador. “Los tenemos que llevar a puerto en peores condiciones que si fueran ganado, hacinados, sin sitio apenas para sentarse durante las muchas horas que permanecen en la borda, empapados, tiritando por la brisa que les atraviesa con la navegación”, añade este hombre con más de una década de experiencia en el salvamento marítimo.
Encerrados en celdas, durmiendo en el suelo
A apenas unos metros del grupo de supervivientes que permanece sentado en el pantalán, se encuentra el decadente edificio del Centro de primera asistencia y detención de extranjeros de Motril. Allí se encuentran encerradas las 57 personas que horas antes fueron rescatadas en su primera y única misión, por el momento, en aguas españolas de la ONG Proactiva Open Arms. El Defensor del Pueblo ya exigió la clausura de estas instalaciones en febrero de este año, después de que tres trabajadores del organismo realizaran una visita por sorpresa. El informe resultante confirmó los datos que habíamos recapitulado los periodistas, para quienes el acceso está vetado. El Defensor exigía su cierre por sus condiciones “insalubres e inadecuadas”, más si cabe para “menores y madres con bebés” que, de hecho, encontraron encerrados en las celdas durante su visita.
Todas las deficiencias que fueron denunciadas en el informe publicado en febrero siguen dándose ocho meses después, según nos confirman testigos que han tenido acceso al inmueble: las personas que pueden estar detenidas aquí hasta setenta y dos horas después de haber sobrevivido al viaje en patera son encarceladas en celdas donde las camas son insuficientes, por lo que muchos hombres tienen que dormir en el suelo, sobre colchonetas y cartones. Estos no tienen derecho a ducharse en los tres días de reclusión, salvo en casos excepcionales como que hayan sufrido heridas. Las mujeres y los menores sí pueden trasladarse al edificio contiguo de la Cruz Roja para asearse. La estancia no cuenta con luz natural, por lo que durante ese periodo solo reciben iluminación artificial. En breve, la falta de calefacción agravará aún más las condiciones de un edificio situado a pie de mar y, consecuentemente, con un alto grado de humedad.
A estas circunstancias hay que sumar otras recogidas en el informe, como que “el personal de custodia no cuenta con una preparación específica en materia de atención a personas migrantes (rudimento de idiomas, conocimientos de legislación de extranjería, etcétera) y permanecen en el interior de las instalaciones y en el pasillo de celdas portando sus armas reglamentarias con cargador». El Defensor del Pueblo también denunció que la lectura colectiva de derechos que se realizaba “debe rechazarse y proporcionar una información individualizada y comprensible a cada persona”, así como que no se informaba sobre el derecho a solicitar asilo o protección internacional. El gobierno de Mariano Rajoy rechazó en abril cerrar estas instalaciones e, incluso, acoger en otras a las mujeres y menores hasta que las actuales se acondicionan más adecuadamente. El Sindicato Unificado de Policía ya había pedido en julio de 2017 el cierre de este centro, cuando según su comunicado, se alcanzaron hasta 47 grados de temperatura en su interior. Fuentes del Ministerio de Interior nos confirman que el nuevo Ejecutivo de Pedro Sánchez lo va a cerrar temporalmente para realizar obras de mejora.
Pero hoy, a sus puertas, un contenedor se ha ido llenando a lo largo del día con los chalecos que los propios migrantes adquieren para el viaje. Fuentes vinculadas con Salvamento Marítimo nos confirman que ellos no suelen entregar chalecos salvavidas a los ocupantes de una patera, que no cuentan con lanchas auxiliares –más rápidas que las guardacostas– para agilizar el auxilio, y que el ritmo es inaguantable. “En estas dos semanas hemos rescatado a 1.200 personas, y el único día que hemos librado ha sido para repostar y poner la embarcación a punto. Eso es lo de menos. Lo grave es que cómo tenemos que tratar a estas personas. Apenas tenemos para darles una botella de agua y una manta a personas que pueden pasar siete, ocho, nueve horas en la eslora una vez que les rescatamos, y que suelen llevar muchas más antes en el mar. Lloras mucho, sobre todo al principio, pero tampoco eso es lo importante. Lo son ellos”.
El tetris de la vergüenza
Una noche más tarde, la del viernes 13 de octubre, la situación solo ha empeorado. La embarcación Calíope de Salvamento Marítimo ha atracado a las nueve y cuarto de la noche en el Puerto de Málaga. Son las doce y aún no han desembarcado a los ocupantes de las cuatro pateras rescatadas a lo largo del día: 187 seres humanos en total, 28 de ellos mujeres, cinco niños y niñas. Esperan pausados, de pie, mirando a los que les observamos desde tierra. No podemos acercarnos a hablar con ellos y, según pasan las horas, los dos metros que nos separan se hacen más anchos, más injustificables, más vergonzosos.
En un principio estaba previsto que desembarcara en el puerto de Motril, pero allí no quedaba sitio para alojar a más personas. Aquí en Málaga tampoco. Desde las seis de la mañana, otro buque de Salvamento, el Mastelero, de cuarenta metros de eslora, permanecía atracado en el puerto de la ciudad andaluza, convertido ahora en centro de estancia temporal de los 361 inmigrantes rescatados. A lo largo del día habían ido trasladando a distintos campos, e, incluso, a un antiguo centro náutico, a más de doscientos de ellos. Pero a medianoche, más de dieciocho horas después de haber llegado a puerto, y muchas más desde que fueran rescatados, más de un centenar permanecía en la nave, dormitando en el suelo de la fría cubierta metálica; algunos, los afortunados, sobre los cartones de las cajas que antes habían contenido las mantas que la Cruz Roja entrega a los migrantes.
Y esta parecía la situación a la que estaban abocadas las 170 personas que habían llegado ahora en otra salvamar. Los 17 hombres identificados como de origen magrebí fueron los primeros en ser trasladados, eso sí, a comisaría. Esa parecía ser la prioridad entre las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Son los rápidamente deportables, gracias al acuerdo bilateral de España con Marruecos. Los argelinos suelen tener reservado el mismo destino, pero tras pasar por algún Centro de Internamiento de Extranjeros, los tristemente famosos CIE, en los que estas personas –que no han cometido ningún delito– son aprisionadas en peores condiciones que si estuviesen en cárceles, según reconocidos jueces y ONG como el Servicio Jesuita de Migraciones. De hecho, los casi 180 internos que se encuentran en estos momentos en el CIE de Murcia son argelinos, donde podrán pasar hasta sesenta días mientras son enviados de vuelta a su país. Es la gymkana que han diseñado las políticas migratorias de la Unión Europea. En cambio, a las personas de países subsaharianos, una vez que pasen como máximo 72 horas retenidas, se les entregará una orden de expulsión y serán derivados a centros de ONG como Cruz Roja, ACCEM o CEPAIM. Ahí empezará otro viacrucis, el de la la supervivencia en la clandestinidad.
Entretanto, esta noche, como ayer en Motril, estos hombres y mujeres negros evitan cualquier gesto que les pueda diferenciar de la masa, que les pueda acarrear problemas, que les pueda convertir en una persona más allá de un número dentro de la colectividad. Cuando son dispuestos en filas para ser trasladados, muchos de ellos cruzarán sus manos delante, como si ya hubiesen vivido otras situaciones en las que les hubiesen ordenado que debían ponerlas a la vista. Sus miradas, clavadas en el suelo, esforzándose por mostrar un total estado de sumisión como estrategia de protección. Al fin y al cabo, a los cinco siglos de colonialismo, de los que el trato que están recibiendo no es sino un continuum, ellos suman meses o años de violencia y agresiones a lo largo del éxodo por distintos países africanos. Pero no se engañen, estos seres humanos son el vivo ejemplo de la valentía, de lo que ahora llaman emprendimiento, de la tenacidad para cumplir sus sueños. Mientras, la responsable policial intenta coordinar una operación de la que a estas alturas seguía sin conocerse su destino; pero que, eso sí, sabían y repetían que “iba para largo”. Porque, ¿adónde llevarlos?
Los gobiernos de España y de la Unión Europea deberían plantearse qué derecho tienen a obligar a sus trabajadores –así sean rescatadores, miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado o de entidades como la Cruz Roja– a lidiar con una crisis humanitaria como si se tratase de una rutina burocrática, y a envenenar así a su ciudadanía con unas prácticas que convierten a estas personas en mercancías desechables. No hay discurso cargado de buenas intenciones que resista el ejercicio cotidiano de la banalización del mal: llevan tres décadas normalizando y volviendo cómplice a su ciudadanía de la deshumanización y criminalización de los extranjeros pobres, personas que llegan sin nada a las que presentan como una amenaza. Arrasado el horizonte de la Ética Pública, no cabe sorpresa ante el siguiente paso natural: el abrazo del fascismo.
2018 ha sido el año con mayor número de personas migrantes llegadas por la vía marítima: 43.467 personas en 1.636 pateras a 15 de octubre. Catorce mil más que en 2017. Pero si tenemos en cuenta que la mayoría de ellas siguen su camino a otros países de Europa, y que los lugares donde han de ser trasladados cuando son desembarcados s0lo puede albergarles durante tres días, ¿cómo es posible que en un país con 46,5 de habitantes darles comida y techo a, por ejemplo, las 3.200 personas que han llegado en las dos últimas semanas pueda plantearse como un problema? ¿Se admitiría si fuesen europeos, si fuesen blancos? Las 400 personas que murieron este año intentándolo ya no serán un problema.
Seguimos en el puerto de Málaga, donde mientras se decide dónde llevarles, se empieza con el desembarco de mujeres y menores. Tras registrarlos y hacerles las preguntas protocolarias, vuelven a subirlos a la embarcación, de nuevo, sin explicarles con qué fin. Es el tetris de la vergüenza. Finalmente, dos horas después, se les comienza a trasladar a la otra guardamar, donde se les insta a los migrantes que ya duermen en la borda sobre cartones a que se junten para que quepan sus nuevos vecinos que ya ni a cartones tendrán derecho.
Sacad a veinte para llevarlos a la Casa del Bote (un antiguo club náutico), dice un policía. Así cabrán aquí más. Que sean los de las pulseras blancas, que son los de la primera patera. ¡Los de las pulseras blancas, eh!».
Los dividen en dos furgonetas para su traslado. Los hombres –procedentes en su mayoría de Malí y de Guinea Conakry– tocan por primera vez suelo europeo, dieciocho horas después de arribar al puerto malagueño. Muchos de ellos sonríen nerviosos, pese a que nadie les ha comunicado a dónde les llevan. Frente al discurso alarmista que algunos partidos políticos y ciertos medios de comunicación divulgan, no deben resultarles muy peligrosos al par de policías que se marchan con ellos en la furgoneta sin esposarlos ni aplicarles ningún método de contención. O a los cuatro policías que al día siguiente se quedarían con los 170 migrantes que fueron encerrados en un polideportivo de Almería.
El agotamiento resulta patente entre los trabajadores que se quedan en la guardamar, donde pasarán la noche con los aún más exhaustos supervivientes. Ha sido otro día largo. Esta misma madrugada, sus compañeros han recuperado los cadáveres de tres personas y recogido a 35 hombres de una barcaza semihundida. Diecisiete ocupantes de la misma patera permanecen desaparecidos desde entonces. Pocas horas más tarde, a las nueve de la mañana, una fragata francesa recibiría el aviso de que se encontraba en las inmediaciones de una patera a la deriva cerca de la Isla Alborán. Según nos contaron fuentes cercanas al suceso, en lugar de socorrerla, permaneció durante ocho horas pegada a la zódiac, hasta que una nave de Salvamento Marítimo acudió en su auxilio tras rescatar a los pasajeros de otras tres pateras.
Y así seguirían transcurriendo las siguientes noches y días en las costas del Mar de Alborán. Una semana más tarde, el 19 de octubre, un centenar de náufragos arribados al Puerto de Málaga terminaron siendo trasladados en un destartalado autobús municipal a la Casa del Bote, de nuevo, el centro náutico reconvertido en campo de reclusión de migrantes. Mujeres, hombres y niños ni siquiera fueron autorizados a cambiarse las ropas empapadas que les entregan cuando tocan puerto, por lo que muchas de ellas decidieron realizar la muda dentro del autobús, cansadas de no saber a qué esperaban, por qué debían seguir tiritando. En medio del hastío, el cansancio y la preocupación, son los niños los que, de repente, inyectan la alegría y resucitan el ambiente en el autocar: un crío baila rotando sobre sí mismo en el suelo, una madre amamanta a su bebé; otra, de origen subsahariano, atiende a la niña de una mujer aparentemente rifeña mientras ésta amamanta también a su bebé… El autobús se vuelve guardería, se vuelve tribu, se vuelve matriarcado, se vuelve sororidad. Sonríen, se relajan y algunas, por fin, cierran los ojos para descansar sin saber a dónde se dirigen.
El 25 de octubre, el Puerto de Málaga vuelve a ser un ejemplo de inoperatividad y descoordinación. La salvamar Polimnia atraca a las nueve y media de la noche y, tras desembarcar a las mujeres, críos y magrebíes, más de un centenar de hombres de origen subsahariano pasarán casi seis horas en su cubierta –ateridos por sus ropas empapadas y el viento helado que se clava como púas en la noche–, a las que habría que sumar las nueve que habían pasado desde que fueron rescatados, las muchas otras que llevaban ya en altamar en las pateras… En determinado momento, la Policía abandona el lugar, quedándose solo los rescatadores y los voluntarios de la Cruz Roja con ellos, claramente molestos con el abandono al que eran sometidas estas personas. Fue entonces cuando llegó un sargento de la Guardia Civil que, ante la situación humanitaria a la que habían sido expuestos estos náufragos, tomó la decisión de trasladarlos a la carpa de la Cruz Roja dispuesta en el puerto para que pasaran la noche en tierra firme y, al menos, secos y protegidos por una lona.
El frío empieza a clavarse en los huesos cada vez que nos retiramos del puerto, mientras en alta mar cáscaras de nueces cargadas de personas buscan el norte. Lejos de allí, en los Parlamentos europeos la necropolítica sigue batiéndose con lo que constituían los pilares de la Modernidad: las libertades y los derechos humanos. Lo definió a la perfección el filósofo camerunés Achille Mbembe: la necroeconomía de la que se alimenta el neoliberalismo ha convertido en superflua a una parte importante de la población mundial, para la cual diseña políticas que la exponga a peligros –incluida la muerte–, y si los superan, a la encarcelación, uno de los negocios más lucrativos en la actualidad. Para ello, la necropolítica, sustentada en que unas vidas tienen mayor valor que otras, y en la que se inspiran las políticas de cierre de fronteras de la Unión Europea, diseña leyes y normas para que esta población sobrante se muera. En concreto, más de 1.800 personas han cumplido este destino intentando alcanzar las costas europeas en lo que llevamos de 2018. No lo han conseguido con estas otras que dejamos durmiendo a la intemperie en el puerto de Málaga. Por ahora. Seguirán intentando sobrevivir pese a las redadas policiales –consideradas ilegales por la ONU por su componente racista al basarse en perfiles étnicos–, los encarcelamientos en los Centros de Internamiento de Emigrantes, la condena a la indocumentación para que sean fácilmente explotables laboralmente y desechables a través de las deportaciones. Y luego, los responsables de la construcción de la Europa Fortaleza se harán los sorprendidos ante el auge del fascismo en sus países, al que tildarán de antieuropeo. No, es el hijo natural de treinta años de discursos políticos y mediáticos dirigidos a la creación de un enemigo exterior personalizado en el inmigrante, con el fin de desviar la atención ante la incapacidad de la clase dirigente de dar respuesta a los verdaderos problemas de sus sociedades, como esclareció el filósofo Zygmunt Bauman en su teoría de la “manipulación de la incertidumbre”. Este avance del fascismo es la consecuencia también de obligar a estas personas a lanzarse al mar, para luego, a veces, rescatarles y llamar a esto acoger o salvar.
Porque como explicaba José Saramago en el año 2000 en el documental de Javier Bauluz, España, frontera sur, “Europa y España deberían enfrentarse seriamente al problema de la inmigración, no encerrándose como una fortaleza, no rodeándolo todo de ametralladoras para que no entre nadie (…) Espero que estas fotos despierten la conciencia de los ciudadanos para que exijan al gobierno de España condiciones de recepción, llamémoslo de recepción auténticamente: recibirlos para cuidarlos (…) En el marco de la humanidad exigible a toda relación, esa gente tiene que llegar y ser atendida, cuidada, tratada y alimentada”.
Soberbio y trabajado artículo que sobrecoge con la evidencia que narra
El Tribunal Supremo húngaro absuelve a la periodista que le puso la zancadilla a varias personas refugiadas.
La reportera que pateó y le puso la zancadilla a varios refugiados en la frontera con Serbia no cometió delito alguno, sino una infracción que ya ha prescrito. Esta es la resolución del Tribunal Supremo de Hungría que ha absuelto a Petra László después de que en 2015 cuando colaboraba con la televisión local N1, cercana a la extrema derecha, fue filmada mientras agredía a personas refugiadas en el momento en el que intentaban escapar de la zona donde habían sido confinadas por la policía.
En las grabaciones se observa como primero golpea a una niña y después impide el paso a Osama Abdul y al hijo que llevaba en brazos. Para este tribunal estas imágenes no demuestran en ningún caso que la actuación de la reportera sea antisocial o contrario a la comunidad, en otras palabras, que sea considerado de vandalismo.