Internacional | OTRAS NOTICIAS
Río de Janeiro: ¿Seguridad para quién?
La militarización del Estado brasileño está demostrando ser un sistema de seguridad fallido que criminaliza a las personas pobres de las favelas.
Barrios escaparate en una ciudad laboratorio. Río de Janeiro es considerado por muchos analistas el centro de experimentación de la política de seguridad brasileña. Las favelas serían su escaparate desde que el gobierno de ese Estado brasileño comenzó, hace ya diez años, a destapar sus estrategias de seguridad pública, centradas en la ocupación militar de estos barrios como medida de control del narcotráfico. En los lugares donde el Estado estaba ausente, de un día para otro se hacía omnipresente.
Con la excusa del aumento de la violencia en Río de Janeiro en los últimos años, el gobierno de esa región dio un paso más el pasado febrero y anunció la militarización de este Estado –Brasil es un país federal–, una decisión orquestada y autorizada desde la capital, Brasilia, que desplegó al Ejército y puso al frente del mismo al coronel Walter Braga Netto. Con los barrios suburbanos como principales objetivos de la intervención, el presidente no electo de Brasil, Michel Temer, presentó lo que pretendía ser una medida para ganar popularidad entre la población más conservadora, al precio de 3.100 millones de reales (740 millones de euros), equivalentes a la mitad del presupuesto público para educación de Río de Janeiro en 2018. Dos meses después de que comenzara esta operación, que utiliza la favela Vila Kennedy como centro de sus intervenciones, aún no se aprecian resultados en términos de criminalidad. El número de tiroteos registrados por la aplicación Fuego Cruzado, que mapea este tipo de conflictos, aumentó en un 15% en los dos primeros meses con el Ejército al mando de la seguridad en Río de Janeiro (1.502 tiroteos en total).
Una voz procedente de la periferia pero con eco político y mediático denunció a principios de marzo la violación de derechos y el abuso de poder por parte de los militares desplegados. Se trataba de Marielle Franco, activista por los derechos humanos y una de las concejalas más votadas en Río de Janeiro, nombrada relatora de la comisión encargada de supervisar las intervenciones del Ejército. El 14 de marzo, Franco criticó abiertamente en redes sociales la desproporción de una operación militar en la favela de Acari. Cuatro días después, fue asesinada a tiros. “Marielle representaba la suma de varios temas incómodos. Una mujer, negra, favelada y bisexual ocupando un lugar donde las personas no quieren hablar de nuestros derechos”, afirma la investigadora, activista y bailarina Andreza Jorge, coordinadora de la Casa de Mujeres, de la organización Red de la Maré y del proyecto ProMundo de inclusión de actividades deportivas en la comunidad. En lo que fue un intento de silenciamiento forzado, los autores del crimen podrían no haber considerado la repercusión y capacidad de movilización de los indignados, según opina esta investigadora. Frente a la exclusión de la población negra y pobre “resistimos con nuestros cuerpos, que incomodan”, añade.
“Cuando anunciaron la actual intervención militar de la seguridad ya sabíamos que nos salpicaría. Aunque se trata supuestamente de una medida estatal, los más afectados en estas operaciones somos siempre los negros de la favela”, declara Jorge. La Maré, el mayor complejo periférico de favelas de la ciudad de Río de Janeiro (lo integran 16 favelas y 140.000 habitantes) aún recuerda la presencia de las Fuerzas Armadas que ocuparon sus estrechas calles durante más de un año, antes de que se celebrara la Copa Mundial de Fútbol de 2014. Pero este barrio, habituado a las operaciones militares y a la presencia de civiles armados (allí operan dos facciones de narcotráfico y una milicia), también destaca por su elevado número de estudiantes universitarios, resultado del programa comunitario de preparación preuniversitaria (la propia Franco se benefició de él), así como por el alto grado de organización comunitaria que ha dado lugar a varias ONG y proyectos socioculturales como forma de resistencia.
La militarización de un sistema fallido
Mainara, Marvin y Diego en su casa del complejo de favelas de La Maré. ANTONELLO VENERI
Primero fueron los Juegos Panamericanos (2007), después la Copa Confederaciones (2013), más tarde la Copa Mundial de Fútbol (2014) y finalmente los Juegos Olímpicos (2016). Desde el primer momento, el gobierno de Río de Janeiro planeó una política de seguridad basada en la ocupación militar de las favelas. El padre político e intelectual de esta estrategia es Sergio Cabral, exgobernador de Río, hoy preso por corrupción y lavado de dinero. La prioridad era dar a los espectadores e inversores de estos mega eventos una sensación de seguridad en la conocida como ‘ciudad maravillosa’, sostiene un estudio reciente la ONG Redes de la Maré.
En 2008, el Gobierno brasileño puso en marcha su “guerra al tráfico de drogas” a través de la instalación de las Unidades de Policía Pacificadoras (UPPs). El proceso de pacificación consistía en retomar territorios con presencia de narcotraficantes y rendirlos a los agentes de la Policía Militar (PM) y el temido Batallón de Operaciones Policiales Especiales (Bope) –se les reconoce por la calavera que lucen en su uniforme–. Su modus operandi era siempre el mismo: irrumpían en la favela e intentaban expulsar a los traficantes mediante intervenciones violentas, dejando en segundo plano las víctimas colaterales. Después, el Estado entregaba el control de la favela pacificada a un grupo de policías militares. En 2014 había 38 UPPs dotadas de 10.000 agentes en las favelas pacificadas, una cifra pequeña considerando el mar que forman las más de 1.000 favelas de Río de Janeiro que constan en el censo oficial. La PM y el Bope también trataron de controlar La Maré. Desde principios de 2014 hasta mediados de 2015, varios tanques de las Fuerzas Armadas y 2.500 soldados ocuparon este complejo de favelas, pero no lograron tomar el control.
“Las autoridades nunca nos informaron ni nos justificaron la entrada del Ejército”, explica Jorge, quien además destaca el despliegue de medios que, según ella, fueron a mostrar la entrada de los militares como la conquista de un territorio. Nuevas reglas de convivencia se impusieron. “Los militares reprimían las fiestas en la calle, que son comunes porque nuestras viviendas son pequeñas. La calle es una extensión de nuestras casas y perdimos las posibilidades de ocuparla”, señala.
El 70% de los habitantes de La Maré cree que la seguridad no mejoró con la llegada del Ejército, según una encuesta elaborada por Redes de la Maré, la Universidad Queen Mary de Londres y la Fundación Newton. Entre los conflictos registrados con los soldados, destacan los asaltos violentos, seguidos por las agresiones verbales y físicas, así como por los allanamientos de morada. Aunque tuvieron menos repercusión, Jorge destaca también las agresiones sexuales de militares a mujeres de la comunidad. “El sistema de seguridad pública, empeñado en actuar a través de la militarización, ya ha demostrado ser un programa fallido que solo ha conseguido aumentar el odio y el estigma hacia la población pobre de la favela”, explica la activista, que demás se muestra a favor de la legalización de las drogas como alternativa a la violencia. “Aquí no hay fábrica de drogas, ¿de dónde vienen y quién está implicado?”, cuestiona.
Los vecinos de La Maré critican que la única forma de presencia del Estado en la favela sea a través de la policía, en detrimento de servicios como la educación, la salud, el transporte o la cultura. «La estrategia hegemónica del Estado frente a los territorios populares es de total ausencia o de absoluta presencia», afirmaba Marielle Franco en su tesis final de máster, titulada UPP – La reducción de la favela en tres letras. De acuerdo con los resultados de su investigación académica, la militarización esconde una política de exclusión y castigo a los pobres, y el discurso de ‘guerra contra las drogas’ solo sirve para obtener apoyo de la población más acomodada.
“Con la ocupación de 2014 la sociedad perdió como un todo, pero nosotros aún más”, afirma Henrique Gomes, vecino de la Maré, músico e investigador del proyecto La Maré que queremos, de la organización Rede. “Fue un año y medio de violación de nuestros derechos en todos los sentidos, sin considerar la cantidad absurda de dinero que gastaron para reprimir de forma totalmente arbitraria en lugar de invertir en otros proyectos sociales”, opina Gomes.
Según datos de la organización Redes sobre seguridad pública en La Maré, en 2017 el barrio vivió 41 operaciones militares, una cada nueve días. Los enfrentamientos entre policías y grupos armados dejaron un saldo de 42 muertes, los puestos de salud tuvieron que cerrar 45 días y se anularon 35 jornadas lectivas en las escuelas. “Lógico que tengo miedo porque vivo aquí y trabajo con cuestiones que incomodan, pero tengo esperanza”, afirma Gomes, defensor de que los habitantes se movilicen para construir el barrio y la ciudad que ellos quieren. “Lo que la experiencia ha dejado claro es que la seguridad ciudadana no es una responsabilidad militar”, concluye.
Movimientos comunitarios como resistencia
Desde finales de 2017, la violación de derechos y los crímenes contra civiles cometidos por las Fuerzas Armadas son juzgados por un Tribunal Militar especial, y no por el sistema de justicia ordinario. Esta medida de blindaje, aprobada cuatro meses antes de que comenzara la militarización de Río de Janeiro, ha llevado a muchos habitantes de las favelas a la autoorganización comunitaria.
“Tanto en la ocupación del Ejército de 2014 como en las operaciones de la policía para buscar traficantes, los habitantes de la favela sufrimos el prejuicio de ser potenciales delincuentes. Para mí es incómodo ser registrado constantemente por los agentes incluso cuando voy camino a la escuela”, afirma Diego Reis, un joven investigador que trabaja con el Observatorio de las Favelas. Reis, creador del movimiento deportivo Maré Long Board –en el que defienden el uso de las tablas de patinar como una alternativa saludable que ofrece acceso a la ciudad– denuncia las barreras que la juventud de barrios empobrecidos encuentran para acceder a otros lugares de la ciudad que no son considerados como “lugares para los negros”. “De cualquier forma nuestra resistencia está en el movimiento, yo cojo mi long board, voy surcando barreras y llego a la zona sur de la ciudad”, explica.
Mainara Silva tiene 19 años y también pertenece al colectivo Maré Long Board. Ella sueña con poder estudiar para ser arquitecta, decoradora de interiores o bombera. No obstante, considera que tiene un “punto negativo”: el lugar de donde viene. “Tanta negación de derechos no nos permite avanzar, nos impide vernos capaces de conquistar sueños”, afirma Silva, que en este momento hace malabares para trabajar mientras termina la educación obligatoria.
Reis considera que la ciudad de Río está fragmentada. «Quien nunca entró en una favela la percibe como un lugar peligroso, incluso asqueroso, pero la realidad es que la gente aquí se deja la piel para salir adelante”, afirma este joven . Para él, la vida en la favela mejoraría con un acceso íntegro a la educación, visión que el gobierno brasileño parece no compartir, a tenor de su decisión de priorizar las inversiones y acciones militares.