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La derecha y la tormenta, sustitución política entre la incertidumbre
"Cualquier constipado en lo económico, cualquier nuevo caso de corrupción insalvable, cualquier suceso traumático inesperado, puede derrumbar el refugio que estos meses se ha creado como ensoñación ante el indefinido presente".
Toda película de zombies sigue un desarrollo argumental más o menos canónico. En el principio se nos presenta la apacible vida de los protagonistas que pronto será amenazada por un peligro indefinido que se percibe de lejos, quizá a través de un televisor, quizá viendo un comportamiento extraño de pasada, a través de la ventanilla del coche. A los pocos minutos, lo que era el desarrollo normal de una jornada común se ve interrumpido por la ola del caos. A partir de ahí nada es lo mismo.
Comienza entonces la huida a ninguna parte esquivando dentelladas en un mundo que se desmorona. No importa hacia dónde se va porque la única intención es sobrevivir. Surgen alianzas inesperadas con el primer desconocido que se cruza en nuestro camino. Están ellos, los no muertos, y nosotros, los que aún conservamos algo de nuestra cualidad humana. Y entonces se llega al refugio, un lugar a salvo aún del desastre que conserva la estructura de la civilización.
A esas alturas de la película, posiblemente, ya se ha propuesto algún objetivo, algún fin para el viaje –un centro de vacunación, un hangar que guarda un arma poderosísima– por lo que sabemos que el refugio solo tiene una naturaleza eventual. A pesar de eso los protagonistas, ya grupo, se acomodan olvidando por qué están allí. De la absoluta desesperación pasan a una sostenible precariedad representada en unos víveres imperecederos, electricidad, quizá incluso algún divertimento abandonado. A pesar de que su vida está amenazada, a pesar de que saben que en cualquier momento los endebles muros cederán al peligro exterior, no pueden más que conformarse, conservar lo que tienen en contraposición a la nada que es el futuro.
La situación política española, a mitad del año 2018, no deja de recordarme a uno de estos refugios.
Todos, desde los que ocupan las altas instituciones hasta el ciudadano más distanciado, saben que la situación del país está un paso más allá de la anormalidad, pero les sale más a cuenta zumbar como insectos alucinados en torno a la luz de la actualidad que plantearse qué es lo que va a venir después. Aunque el orden intente dar apariencia de estabilidad, su condición es paupérrima, haciendo de la necesidad virtud y escarbando, cada vez más profundo, para encontrar nuevos figurantes que se encuentran de la noche a la mañana desempeñando el papel de protagonistas.
Madrid, que además de una ciudad es corte, organismo y corporación, fue no hace tanto la principal plaza de representación de la zarzuela de lo convencional. Quien ganaba Madrid tenía la joya de la corona, además de un pequeño imperio presupuestario. Hoy este gobierno autonómico quema, mancha y avergüenza: los más de veinte años de administración popular y los diversos casos de corrupción asociados tienen mucho que ver.
Que hoy este epicentro de poder tenga un presidente en funciones debería preocupar a los que se sientan en butacones de cuero. Que además este presidente transitorio sea encarnado por un apparatchik de cuarta fila debería ya decirnos que el ciclista anda con las fuerzas muy justas. Es, perdonen la comparación televisiva, como si el programa más visto del país hubiera ido quemando a sus presentadores hasta el punto de tener que colocar frente a los focos a un regidor que dormitaba en el cuarto de las escobas.
El capitalismo, que confraternizó y promocionó fielmente la creencia posmoderna, nunca se la llegó a creer del todo, en ese nivel real que está por debajo de lo declarativo y lo publicitario. Siguió manteniendo su universalismo, del rojo de la casaca del granadero británico al camuflaje marpat del marine, pero supo jugar siempre con las adaptaciones, las especificidades y las singularidades. Así, cada régimen político que se asienta sobre el económico ha sido una forma de dotar de legitimidad democrática a su maquinaria, a la cual, en el fondo, le da igual quien ponga la cara mientras que esté dispuesto a que se la partan.
El régimen del 78 es la expresión española del capitalismo ibérico mezclando en estos cuarenta años imaginerías estadounidenses y germano-europeas con nuestro sainete particular. Las crisis económicas siempre suponen crisis de régimen político, salvo que aquí y ahora, superada la primera, continúa la segunda. La razón es sencilla: la política nunca jugó un papel organizador sino más bien mediador, entre la riqueza pública y la codicia privada. Si por cada hombre-de-Estado tienes a tres conseguidores es fácil que cuando la casa tiembla y los muros se caen te pillen en alguna actividad sonrojante.
Ciudadanos, que es ese partido a medias entre el jefe de ventas de una inmobiliaria y el entusiasmo imbécil del que acaba de recibir el dinero de una hipoteca, va dándose golpes de pecho con esto de las encuestas. Más allá de la cocina yo me las creo, porque parece lógico que ese gran grupo de la clase media aspiracional vea en los naranjas algo así como la oportunidad para lograr su huequito en este mundo de baratijas premium. Lo que no implica que Ciudadanos sea muy parecido al señor que el PP ha colocado para que aguante un año en Madrid al timón de su barco descascarillado.
A poco que se rasque en el partido de Rivera, a poco que se le coloque el conflicto por delante –feminismo, pensionistas, laboral–, empiezan a tartamudear frases del que no acaba de saber bien por dónde salir. A lo peor, más allá de esos cuatro o cinco líderes televisivos que van de gira diaria por las cadenas, te sale un secundario que parece estar ahí no precisamente por la regeneración, sino por la restauración –si no se quieren asustar no pregunten de qué–. Incluso entre las cabezas más visibles hay ya una tendencia hacia formas que juguetean, peligrosamente, con lo peor del populismo ultra europeo. Girauta y Rivera no han tenido, con el asunto del independentismo, su mejor semana. Es lo que tiene exprimir desesperadamente la teta del problema catalán.
Si el PP se distinguió siempre por algo, más allá de los típicos doberman de pasillo del Congreso, fue por mantener las formas, por saber que la estabilidad del sistema –eso por lo que trabajan, eso por lo que les pagan– consistía sobre todo en representarla, en dar sensación de continuidad, incluso de beatífico aburrimiento institucional. Más vale crear adeptos por costumbre que por histeria. El atrapatodismo naranja está pasando, en muy poco tiempo, a ser martillo de herejes, y a los herejes, en estos tiempos, es mejor dejarles a lo suyo, para que no se crezcan, para que no se vuelvan mártires.
Anden atentos. Cualquier constipado en lo económico, cualquier nuevo caso de corrupción insalvable, cualquier suceso traumático inesperado, puede derrumbar el refugio que estos meses se ha creado como ensoñación ante el indefinido presente. Entonces se verá cuál es la capacidad de sustento del orden que tiene la derecha en España, la nueva y la vieja, la naranja y la azul. No es igual gobernar un barco en aguas mansas que en medio de la tormenta, sobre todo cuando eres tú quien la ha convocado, cuando eres tú quien no sabe vivir sin ella.
Creo que Daniel ha hecho un magnífico, fiel y original retrato de la situación de este cutre país.
¿Quieres decir que se ha superado la crisis económica?
Mucho mantram de que sí; pero no cuela.
Más que papel mediador yo diría que en este país la política siempre ha estado sometida al capital. Ahora más que nunca.
Mientras yo vea este nivel de conciencia que hoy tienen la mayoría de los súbditos de Españistán, no me hago ninguna ilusión de un futuro mejor.
Verdad es que un pueblo de ovejas engendra un gobierno de lobos.