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El feminismo: desde abajo, con respeto y cariño
"Si se enfocase el problema de los feminismos desde una perspectiva de los afectos, creo que sería mucho más fácil llegar a puntos de encuentro", reflexiona Celia Pérez.
Si se enfocase el problema de los feminismos desde una perspectiva de los afectos, creo que sería mucho más fácil llegar a puntos de encuentro.
Me duele la palabra feminismo. Creo que no abarca ni la profundidad, ni la intensidad, a la par que sencillez, de los problemas. La RAE identifica el feminismo como:
Principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre.
Movimiento que lucha por la realización efectiva en todos los órdenes del feminismo.
Estas definiciones encorsetan y reprimen la cruda realidad de la carencia de afecto y de reconocimiento como seres humanos que sufrimos las mujeres. El uso excesivo de palabras como igualdad, derechos, movimientos, lucha y otros conceptos de orden social y político de la historia reciente de la humanidad, hace que esta jerga se vaya desvirtuando y se aleje cada vez más de lo que a las mujeres nos hace daño todos los días, y es que no nos sentimos queridas, ni reconocidas, ni valoradas, ni en el lugar que cada una de nosotras haya de tener o desee tener en la sociedad. Y si hablamos de empoderamiento, me pregunto si no se utiliza ese término con demasiada frecuencia, para tratar de apoderarse de un tipo de poder que imita a los comportamientos machistas. Solo hemos de mirar a las lideresas políticas o empresarias que consiguen medrar.
Me gustaría hacer un inciso para hablar de femenino y masculino como algo más amplio que la mera repartición biológica de los sexos. Presuponemos que la mujer es femenina por tener vagina y el hombre es masculino porque tiene pene y a eso tan sencillo, le atribuimos una serie de aptitudes y capacidades culturales preestablecidas. Pues se me queda muy corto.
El psicólogo Carl Gustav Jung (1875-1961), sin llegar a ser, a mi entender, un modelo de pensamiento en todas sus teorías, fue, sin embargo, muy sabio y un adelantado a su tiempo cuando dijo que la vivencia de lo dual y, dentro de ella, la percepción de lo femenino y lo masculino como esferas psicológicas separables e irreconciliables, no representan una ley psicológica inmutable. Jung consideraba que las sociedades occidentales de su tiempo (y eso puede extrapolarse al 2018) se encontraban muy desequilibradas al exagerar la importancia del pensamiento y la sensación –funciones psíquicas asociadas culturalmente con el hombre– y desconocer las funciones no racionales consideradas femeninas: la intuición y el sentimiento. Este desequilibrio se manifiesta en una fe ciega en la ciencia para resolver los problemas fundamentales de la humanidad, un materialismo desbordado y una subestimación y subordinación de los elementos considerados femeninos de la psiquis individual y colectiva.
Lo femenino también puede ir asociado al sentido conservador de la vida, a la capacidad para amar incondicionalmente, a la aptitud para escuchar al otro, al sentido de los pies sobre la tierra, minuto a minuto, a la humildad. Lo masculino puede asociarse a una actitud de potencia física y de competencia y al deseo de resolverlo todo mediante el pensamiento y la razón. Puede que todo eso nos venga propiciado a mujeres y hombres, respectivamente, por nuestra predisposición biológica, pero nada de ello es una realidad psicológica inmutable, como he dicho más arriba citando a Jung. ¿Qué hombre no sería capaz de escuchar al otro con humildad? Seguro que descubriría que incluso puede ser agradable. ¿Y qué mujer, si se lo permiten, no podría utilizar su pensamiento para encontrar soluciones razonables? Nada de malo si se compatibiliza, si se equilibra y sin embargo puede ser atroz si se utiliza de forma sesgada, como instrumento para separar a ambos sexos y sobre todo, para la explotación y humillación de las mujeres por parte de los hombres.
Me gustaría encontrar otra palabra que definiese la liberación de las mujeres en un sentido mucho más amplio, aunque primero habría que demostrar que el compartir las tareas domésticas o los permisos de paternidad o los cuidados o las paridades en las listas, incluso la brecha salarial, etc. no son sino puntitas del iceberg que está sumergido, bien cómodo y poco dispuesto a abandonar su asentamiento. Porque es muy raro que cualquier conversación sobre feminismo en nuestros días, no termine debatiendo sobre el reparto de los horarios, el cuidado de los niños y los mayores, las decisiones domésticas u otras peleas habituales, que ocultan y solapan el fondo de la cuestión, la auténtica llave del reino que es la que los hombres no están dispuestos a soltar.
El otro día asistí a una jornada sobre Perspectivas Feministas de Participación Ciudadana. Tuve la sensación de que se están moviendo muchos mimbres de reivindicación desde ámbitos nucleares y sentí mucha ternura al comprobar que arrancan desde muy abajo, desde las entrañas de una supervivencia emocional más básica del ser humano. A la vez resoplé por dentro con cierta pereza, porque comprendí que aún queda mucho camino por recorrer. En la jornada, se dio voz a algunas mujeres que participan en los denominados “espacios de igualdad”, cada vez más prolíficos en los barrios de las grandes ciudades. En realidad, se trata de fórmulas muy loables para ofrecer a las mujeres la oportunidad de salir de las prisiones que, para algunas, constituyen sus propios entornos familiares y vecinales, mediante la organización y participación en actividades culturales, artísticas y creativas.
Pues la mayoría de las mujeres que intervinieron, según mi interpretación, habían descubierto su autoestima gracias al espacio de igualdad. Lo que yo percibía era que, entre mujeres, habían perdido el miedo a expresarse y mostrarse tal como eran sin temores ni complejos. Yo interpreto que en realidad lo que habían encontrado al reunirse en esos espacios, algunas sin expectativas previas, era cariño y apreciación por parte de sus iguales, o sea, de otras mujeres. Otras mujeres no las humillaban, no las juzgaban, no les exigían que fueran más allá de sus posibilidades ni que tuvieran que justificar lo que hacían o decían con el temor de ser rechazadas o anuladas o ninguneadas, en resumen: las respetaban. Y el respeto es un buen punto de partida. Eso ya es un cambio respecto a las actitudes machistas.
Cuando nuestros referentes femeninos son mujeres notables, públicas, ya sean políticas, ideólogas, escritoras o artistas, que han sido capaces de contravenir las reglas, que no se han sometido a las autoridades convencionales y que han tenido la suerte de, con todo ello, ser conocidas y trascender a lo largo de los siglos de patriarcado machista, estamos fijándonos en modelos excepcionales, que normalmente han dejado su huella por haberse ocupado de temas mayores, no accesibles a todas las mortales. Y, sin por supuesto quitarles el valor, el mérito, el reconocimiento y la gratitud, estoy segura de que han tenido que sucumbir a actitudes similares a las que utilizan los hombres, porque seguramente, de no ser así, no hubiesen podido abrirse camino y subsistir en sociedades tan arcaicamente machistas. Sin citar nombres de féminas ilustres, muchas veces me pregunto si las defensoras del sufragio universal, por poner un simple ejemplo de medida reivindicativa igualitaria, eran en sus hogares y en sus entornos más cercanos, tan reivindicativas como lo eran en su labor pública. Y en caso de que lo fueran, y suponiéndolas heterosexuales, tenían que haber tenido uno o varios hombres al lado que correspondiesen a sus formas de vida.
Sin embargo si nos fijamos en lo pequeño, en lo cotidiano, en lo cercano, todas nosotras, personas, mujeres u hombres, todas somos sensibles al cariño, a la generosidad, al respeto. Y no solo somos sensibles, sino que lo buscamos y lo demandamos para supervivir. Está implícito en la naturaleza humana. Y no se respeta ni se quiere a quien se domina o se intenta dominar mediante actitudes competitivas, patriarcales y machistas.
Por desgracia el chiringuito está muy bien montado. Durante siglos se le ha otorgado a la mujer un territorio de poder en el hogar, en lo cercano, para hacerla creer que pintaba algo en la sociedad y que se mantuviera calladita y tranquila. Y los hombres han confundido el cariño con la posesión, mientras que las mujeres lo han aceptado como si estuvieran bajo una anestesia de lo inevitable. Ahora ha llegado el momento de demostrarles que querer y dejarse querer es muy agradable y además funciona. Pero primero hay que tomar conciencia de donde está el problema.
La revolución será feminista o no será. Y yo añado: la revolución ha de partir de los estratos más humildes de la sociedad o no será.