Opinión

El mendrugo y la covacha, una historia de lo asalariado

"La democracia no es solo votar, es procurar equilibrar desigualdades, repartir la riqueza que generamos entre todos y, en último término, los medios para producirla".

Una mujer trabaja en una oficina.

Hay un relato de Allan Sillitoe sobre un partido de fútbol un sábado a mediodía, en un barrio de Inglaterra donde las casas son todas iguales, muro de ladrillo rojo sobre fondo gris. Tras cumplir en la fábrica los obreros van a ver el encuentro pero hay tanta niebla que apenas pueden distinguir los lances del juego. Les da igual. Porque de lo que iba esa jornada, ese rato, era de estar todos juntos, de ser alguien, de sortear el absurdo cotidiano. Los que están más cerca del campo tienen que ir contando a los que ocupan los espacios más altos del pequeño graderío lo que está sucediendo. Algunos al acabar van a al pub a hundirse en la ale, otros a pasar el resto del día con sus hijos, uno termina maltratando a su mujer. Otra obrera asumía abnegada su labor doméstica sin salario, imprescindible para que la fábrica siguiera humeando, para que en la mesa hubiera comida, para traer más fuerza de trabajo con la que alimentar a la insaciable maquinaria. Cuando los barrios eran así era fácil saber quién se era, incluso para lo malo. Pero eso fue hace mucho tiempo.

Mi barrio era parecido al del cuento de Sillitoe, salvo que se encontraba en la periferia del sur de Madrid veinte años después. Bloques iguales, como caídos del cielo al azar. Coches iguales aparcados en batería, conducidos por padres que eran, también, más o menos iguales. Madres que llevaban a los críos al colegio, carrito de la compra, pelo a lo Rocío Jurado, las más modernas como Julia Otero. Aquella ciudad era el fin del viaje a ninguna parte, el producto de esa migración interior que cambió pueblos por asfalto. Algunos de Segovia, otros de Galicia, sobre todo extremeños y andaluces. El 28 de febrero se ponía una corona de flores al busto de Blas Infante, en abril había un festival de sevillanas, acentos que iban y venían en Seat 124. Una primavera llegó una familia de refugiados políticos de Guinea. Nos dijeron que aunque fueran negritos nos teníamos que portar bien con ellos. Pobrecillos. No los guineanos, nosotros.

Tuve una infancia agradable, sin ningún tipo de privación. Había vacaciones en Cullera y juguetes en Reyes. Pero sobre todo tuve una infancia afortunada porque mi padre me leía cuentos, me contaba historias que iban más allá de aquel horizonte. A mis amigos sus padres también les ayudaban, pero algunos de ellos cuando llegaban de la Renault, de la papelera, de la Coca-Cola o de la fundición les quedaban pocas ganas de repasar los deberes, de hablar sobre cómo desaparecieron los dinosaurios. Yo tuve a alguien que me inició en la curiosidad, un mínimo capital cultural. La desigualdad empieza así, desde el detalle, el tiempo, la energía que sobra y que puedes dedicar a tus hijos. De hecho, la democracia no es solo votar, es procurar equilibrar desigualdades, repartir la riqueza que generamos entre todos y, en último término, los medios para producirla. Pero también es repartir el tiempo y el entusiasmo, la posibilidad de que la imaginación suceda.

Mi ciudad tiene hoy un ratio de jóvenes con estudios superiores inferior al resto de la región y una tasa de paro de las más altas de España. Puede que no lleguemos a la universidad porque somos más tontos o porque las condiciones materiales importan, ustedes eligen la explicación de igual forma que eligen mi hostilidad o mi simpatía. Puede, por otro lado, que el instinto nos diga que ir a la facultad no nos va a valer de mucho. Puede que nos encauzaran desde pequeños para que creyéramos saber dónde está nuestro sitio. Por eso ofenden tanto los llamamientos a la meritocracia y la excelencia por parte de los que no se han atado los cordones solos hasta los 14 años, porque se basan en una idea adulterada y tramposa. No todo el mundo parte desde la misma posición.

Yo he sido el único, de una familia bastante extensa, en haberme graduado. Mi padre hizo un curso en la facultad, pero lo dejó más o menos cuando yo llegué al mundo. Mi abuelo trabajó en el camión de la basura, había barrenado presas, pastoreado de joven en la estepa extremeña. Mi abuelas trabajaron teniendo, si no me fallan las cuentas, más de diez hijos. También sirvieron en casas, cuidando a los niños de otras, apellidos compuestos. Mis tíos y primas han trabajado de cajeras, mecánicos, peluqueras, limpiadoras, en la industria cárnica, de barrenderos y repartidores. Mi madre, desde hace unos años, trabaja con salario en un comedor escolar, fija discontinua. El abuelo que me falta por nombrar también tuvo relación con la vida académica, más o menos: primero paró a los fascistas en Ciudad Universitaria, luego la reconstruyó en un batallón de trabajadores esclavos. Es llamativo que en mi familia no haya diseñadores, arquitectos, médicos, abogados, publicistas, ni notarios. Tampoco hay ningún empresario. Según la forma de pensar de gente como el señor Rivera, debemos de ser una familia poco emprendedora y de escasas aspiraciones. La explicación quizá sea que somos los que trabajamos para que exista una sociedad donde el señor Rivera pueda negar nuestra existencia.

¿Y qué es eso llamado vida laboral, convertido al parecer en una carrera en la que todos deberíamos desfondarnos con satisfacción? En mi primer empleo, 21 años, vendía tarjetas de crédito por teléfono. En el entrenamiento para aquella patraña entendí que la economía era algo diseñado por estafadores, pero que también había una gran cantidad de cómplices gustosos en serlo. En mi segundo trabajo fui teleoperador de averías de una gran compañía telefónica. Recuerdo el día que nevó en el centro de Getafe, cómo las empleadas fueron levantándose poco a poco de los puestos para ver unos copos escuálidos por las ventanas, que estaban a dos metros de altura, casi a ras de techo, para que no nos despistáramos. Fue el mayor gesto de rebelión que presencié en aquella empresa, donde la vida se limitaba a apretar un icono cada vez que ibas al baño y a recibir insultos de los clientes. El tercer trabajo ya fue de lo mío. En un servicio de teleasistencia. Trabajábamos de noche, atendiendo emergencias de ancianos que habían sufrido algún percance. Aún tengo grabado el sonido de la alarma. También la voz de una mujer cuyo marido, supongo que harto de todo, se tiró por la ventana. Recuerdo también a los críos de una urbanización de chalets cercana, Arturo Soria, celebrando Halloween cuando aún no era muy popular.

Una noche en que no hacía ni viento ni luna llena y, por tanto, no había mucha tarea (sé que es acientífico, pero les prometo que tenía relación) unas compañeras y yo nos pusimos a hablar de temas sindicales en el cuarto de comidas. Entró un tercero en la sala, otro empleado, un hombre gordo que jugaba a juegos de estrategia militar sin coger demasiados avisos. Todos se callaron menos yo. A la semana estaba despedido. Fue la primera vez que vi tristeza en los ojos de unos extraños que habían dejado de serlo con el paso de los meses. Un hombre colombiano, exguerrillero, mientras que me daba la mano para despedirse me pasó un papel con su teléfono. Aprendí que entre los tuyos hay hermanos, pero también traidores.

Mi siguiente empleo me duró años, nunca hablé de política dentro de la oficina, acaso tomando un café, después de conocer muy bien al que tenía enfrente. La democracia liberal es eso que funciona mientras no le lleves la contraria mucho, la responsabilidad con las facturas hace el resto. Pasaron los años, no pasó nada. No sé si han leído la narración de Orwell en las trincheras de Aragón, el decepcionante hastío de la guerra, la repetición frustrante de los momentos. La vida asalariada es justo eso: dejarse llevar, evitar las balas, llegar a tiempo. No hay épica, no hay demasiada esperanza ni decepción. Te consumes entre nóminas, menús del día y besos tristes de buenas noches.

Salir de casa a las siete y media de la mañana y llegar a las ocho y media de la tarde. Hora y pico de cercanías y metro. Sábados comiendo con los padres, viendo cómo se hacen mayores. Visitas al súper, carrito lleno, cupones de descuento. Centros comerciales, velas perfumadas, playstation. Un coche nuevo, unos zapatos hechos a mano, un paquete de experiencias en un balneario. Unas bravas con los amigos, de esas que acaban en borrachera de cubatas en una mesa llena de migas. Informativos, editoriales de El País, libros recomendados por la Fnac. Como el partido de fútbol de Sillitoe, pero ya solos, cada uno en nuestra madriguera. Lo recuerdo a cámara rápida, al modo de aquella escena de Trainspotting en la que Renton bebe mirando al infinito mientras todos a su alrededor van a muchas más revoluciones.

Un día, después de seis años y un día me miré a un cristal espejado por Azca. Llevaba un traje ancho. El pelo corto. Tenía ojeras. Estaba triste. Y sobre todo no era yo. Y decidí, como en la canción de The Jam, que tenía que haber algo más en esta vida que tachar cosas de la lista. Por eso escribo, no por literatura o política, sino por el pánico que le tengo a lo asalariado, a todo lo que arrastra consigo.

Por eso me asquean tanto los que niegan nuestra realidad, los que se ponen como ejemplo de superación, la España que madruga de Casado, aquella foto de Rajoy frente a una oficina del paro. Casi tanto como los que hacen de una categoría en la producción épica moralista, que reducen nuestros deseos al mendrugo y la covacha, que hablan de la normalidad, de su normalidad impuesta, como todo horizonte deseado. No nos digan que no existimos, pero sobre todo no nos digan qué es lo que somos.

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Comentarios
  1. Cierto Daniel, viento y luna llena suelen coincidir y menos mal.
    El viento lo barre todo y las lunas llenas, según lxs entendidxs, potencian las energías y cómo actualmente no son muy buenas ni las energías humanas ni las atmosféricas, demos gracias al viento que las arrastra lejos.
    Te diste cuenta de que NO ERAS TU.
    Dichoso el que se da cuenta y lo puede remediar; ¡cuantxs no se dan cuenta y cuantxs de lxs que se dan cuenta ya no lo pueden remediar.

  2. Buenas,

    Aun estando de acuerdo con gran parte del artículo, no sé si la solución pasa por acusar a los asalariados de llevar una vida “impropia” en nombre de algún otro tipo de vida más “auténtica” o “esencial”. Tampoco creo que apoyar esta conclusión en el relato de esa vida que se hace en el artículo lleve muy lejos, primero, porque son cuatro trazos superficiales y poco inspirados, pero además y más importante, porque está por ver que la vida de cualquiera, también la de un oficinista, quepa en un relato, ya que cualquier historia, en cuanto que instancia que pronuncia que aquello fue, es decir, que está muerto, juzga que lo que murió merecía morir.

    Un saludo

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