Opinión | Sociedad

Tres periodistas a las que admiro

"Admiro a estas mujeres periodistas, como admiro a muchas más, porque han sido capaces de sacrificar situaciones laborales cómodas para perseguir el periodismo en el que creen", sostiene el autor.

Yo no hubiera aguantado siete años y medio como corresponsal en Afganistán como hizo Mònica Bernabé entre 2007 y 2014. No hubiera tenido la fuerza mental para enfrentarme cada día a un maratón de violencia, presión y estrés como hizo ella. No me hubiera atrevido a ir a los lugares peligrosos donde fue ella. No hubiera aceptado sacrificar una vida cómoda durante tantos años como ella. No hubiera resistido ni un año.

Yo no hubiera aguantado seis meses de lucha permanente por liberar a mi pareja como hizo Mónica García Prieto entre el 16 de setiembre de 2013 y el 30 de marzo de 2014. No hubiera tenido la fuerza mental para enfrentarme a la angustia de recibir la peor noticia ni hubiera podido hacerme cargo de dos hijos pequeños que preguntaban todos los días por su padre. No me hubiera atrevido a buscar una solución entrevistándome con personas que me podían hacer daño. No hubiera resistido ni un mes.

Yo no hubiera aguantado más de dos años al frente de un medio como La Marea como hace Magda Bandera. No hubiera tenido la fuerza mental de levantarme cada día y luchar por encontrar hasta el último euro que me permitiese hacer un medio independiente (de los de verdad). No me hubiera atrevido a sacar especiales sobre hombres poderosos como Florentino Pérez o Felipe González, tan eficaces que suelen detener investigaciones desde hace décadas. No hubiera resistido ni un día.

A Mònica Bernabé la conocí en julio de 2006 en Afganistán. Había pedido seis meses de licencia sin sueldo y estaba trabajando en uno de los países más duros y peligrosos del mundo. Meses después ya buscaba la forma de regresar como corresponsal permanente al país asiático. En los años que pasó en Kabul entrecruzamos centenares (podría decir miles sin temor a equivocarme) de mensajes y pude asistir a su transformación: acabó convirtiéndose en una de las mejores corresponsales de guerra de todo el mundo.

Se atrevió a ir a lugares extremadamente peligrosos. Disfrazada con un burka utilizó carreteras controladas por los talibanes para llegar a bases militares españolas después de haber sido ninguneada por colegas (hombres y mujeres) responsables de comunicación en el Ministerio de Defensa. Vivió y durmió en bases militares avanzadas de Estados Unidos donde era la única mujer. Como anécdota contaré que solía llevarse el trípode de su cámara cada vez que iba al baño de noche para utilizarlo como arma defensiva si era atacada por algún soldado de las fuerzas especiales estadounidenses. La he visto trabajar con una capacidad ilimitada durante años, durmiendo tan pocas horas que aprovechaba cualquier traslado terrestre por las colapsadas calles afganas para recuperarse. Es una de las periodistas que más se merece la etiqueta de corresponsal de guerra y, en cambio, es una de la que menos la utiliza.

Fue capaz de escribir grandes crónicas para su medio y publicar en 2012 Afganistán, crónica de una ficción, el gran de libro de referencia que mejor recoge la situación desde la época talibán y, muy especialmente, durante los años de presencia de la comunidad internacional tras la caída del régimen fundamentalista en noviembre de 2001. Indentificó y documentó historias de mujeres y niñas forzosamente casadas, se enfrentó a la burocracia afgana y consiguió los permisos necesarios para acceder a prisiones, correccionales, centros de desintoxicación, hospitales de quemados, casas de acogida. La obra resultante, Mujeres de Afganistán, se publicó en forma de libro en 2014 y se convirtió en una exposición itinerante.

A Mónica García Prieto la conocí el 4 de abril de 2001 en Pedraza (Segovia) durante la boda de Emma Daily y Santi Lyon, amigos comunes. Meses después me pidió participar junto a un grupo reducido de compañeros y compañeras en la ceremonia del adiós de los restos de su pareja Julio Fuentes, asesinado en Afganistán.

En su ya casi un cuarto de siglo como profesional ha ejercido como corresponsal en Roma, Moscú, Jerusalén, Beirut, Bangkok, Shanghái y ha recorrido el mundo como reportera centrando sus coberturas en la denuncia de los abusos a los derechos humanos en tiempos de guerra, y en la defensa de los civiles, víctimas de todas las partes en conflicto.

Trabajó en la segunda guerra de Chechenia, el conflicto de Georgia, la guerra civil de Macedonia y, tras los atentados del 11 de setiembre de 2001, se centró en Oriente Próximo y Asia Central: cubrió la invasión de Afganistán en 2002, los disturbios en Pakistán (noviembre de 2002) y levantamientos en Líbano (marzo de 2002) y Jordania (abril de 2002). A partir de 2005 se instaló en Oriente Próximo trabajando a menudo en Irak, Afganistán, Gaza y Cisjordania.

Con el advenimiento de la llamada Primavera Árabe en 2011, Mónica García Prieto comenzó a desplazarse a la Siria rebelde para informar de un alzamiento que las autoridades de Damasco pretendían ocultar restringiendo la concesión de visados. En 2014 se trasladó con su familia a Bangkok y posteriormente a Shanghái y desde allí sigue informando sobre temáticas sociales y vinculadas a la defensa de los derechos humanos y documentando historias de dolor en el sureste asiático.

Aunque su currículo es impecable, mi admiración por Mónica García Prieto se multipicó durante el secuestro de su pareja en 2013. Por petición expresa de los familiares de dos de los periodistas secuestrados por el ISIS, ejercí durante meses de portavoz oficial ante los medios de comunicación, posiblemente la etapa más dura de mi etapa profesional. Tuve que hablar muchas veces por Skype con Mónica, que vivía en Beirut, sentir su angustia cuando las semanas pasaban sin que se adivinase una rápida solución. En los periodos más duros mantuvo la compostura y soportó la presión agotadora con gran fortaleza vital y psicológica. “No me puedo derrumbar. Tengo que mantenerme firme por mis hijos”, me solía decir, dejándome sin palabras.

A Magda Bandera, directora de La Marea, la conocí en octubre de 2016. Fue entonces cuando le ofrecí hacer este blog, El oficio de contar. Tenía ganas de trasladar al lenguaje literario una experiencia muy ilusionante que había empezado en la radio y que había durado tres años. Me había impresionado que La Marea publicase en papel un dossier especial sobre Florentino Pérez, El puto amo, en septiembre de 2015, y sobre Felipe González, El conseguidor, un año más tarde, en octubre de 2016.

Me apetecía compartir el mismo barco periodístico con personas que no se amoldan al guión preestablecido y que se niegan a aceptar las trampas de la censura o autocensura. Con personas valientes que se atrevían a enturbiar el camino de rosas que El puto amo y El conseguidor han logrado establecer en la prensa española a cambio de lo que vulgarmente se llama tráfico de influencias pero que, en realidad, podríamos llamar corrupción encubierta.

En los últimos catorce meses hemos colaborado quincenalmente. Nunca se ha opuesto a la publicación de ninguno de mis textos ni ha rastreado entre sus líneas algo que no le gustase para ejercer de vulgar censora. En las conversaciones que hemos tenido siempre ha sido muy sincera conmigo, me ha puesto al día de la situación económica interna y no se ha ido por las ramas al hablarme sobre las dificultades de un pequeño medio que vive de sus suscriptores a los que hay que convencer y retener con buenas historias que se harían más cómodamente con algo más de presupuesto. Algunas decisiones valientes que ha tomado han aumentado mi confianza en ella.

Mònica Bernabé, Mónica García Prieto y Magda Bandera forman parte de las páginas gloriosas del periodismo español. Sus carreras están basadas en la promoción del periodismo honesto y comprometido (valga la redundancia porque el periodismo, ¡milagro!, debería ser siempre compromiso). Las tres han asumido grandes riesgos personales en zonas de conflicto o actuando contra las fuerzas que desean oscurecer el mundo del periodismo y hacerlo más proclive a los chanchullos. Ellas representan lo mejor de este oficio. La fuerza, la determinación y la profundidad con la que trabajan dignifican el periodismo y proporcionan a los ciudadanos unos instrumentos útiles para defenderse de la manipulación y la mentira.

Admiro a estas mujeres periodistas, como admiro a muchas más, porque han sido capaces de sacrificar situaciones laborales cómodas para perseguir el periodismo en el que creen: el periodismo sin falsos aditivos, el que se hace en las zonas más oscuras de un mundo muy injusto, el periodismo que no se atraganta cuando se producen las presiones, las llamadas al redil. Han aguantado lo que yo no hubiera podido aguantar.

Felicidades, queridas compañeras.

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