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Ficciones de clase, espejismos de izquierda
"La nueva derecha, a partir de los años ochenta, hizo todo lo posible por identificar a la izquierda con las políticas redistributivas para, acto seguido, tratar de demostrar no solo que los gobiernos de derechas podían también redistribuir riqueza sino que, además, podían hacerlo más eficazmente que las izquierdas", escribe Xandru Fernández.
Estamos últimamente muy sensibles con la clase trabajadora, señalando a todas horas la necesidad de implicarla en política, discutiendo si será buena idea implantar una cuota obrera en los partidos de izquierda o, sencillamente, culpando a los trabajadores del ascenso electoral de la derecha, ya sea extrema o para todos los públicos. No es nada nuevo: cada vez que la izquierda pierde terreno, se reactiva este debate, con su dosis correspondiente de paternalismo, y parece que importa poco si los datos empíricos corroboran o no esa hipótesis del desplazamiento hacia la derecha del voto obrero: lo que está en juego es la competencia entre izquierdas y derechas por dos espacios electorales, las clases trabajadoras y las clases medias, que podrían ser mutuamente incompatibles si no se cuenta con algún tipo de pegamento simbólico que las cohesione (pegamento que sí poseen las derechas en forma de patriotismo y similares).
Comparto con Pablo Simón la apelación a la prudencia y constato, con Amador Fernández-Savater, que se trata de un debate “muy interno a Podemos” (de donde deduzco, esto ya por mi propia cuenta, que no habrá prudencia que valga). Reconozco, además, que (con alguna que otra sonora excepción) los términos de la discusión están siendo correctos y las ideas se suceden de manera ordenada y limpia. Mi modesta aportación a este debate se limitará, por tanto, a señalar dos supuestos que, a mi juicio, deberían abordarse por separado y en profundidad antes de meternos en faenas más complejas. Son los siguientes:
1) La clase trabajadora debe votar a partidos de izquierda. Es contrario a sus intereses votar a partidos de derecha.
2) La izquierda debe representar fundamentalmente a la clase trabajadora. Puede incluir en su agenda algunas demandas de otros colectivos, de las clases medias, por ejemplo, pero sus propuestas sustancialmente deben coincidir con los intereses objetivos de la clase trabajadora.
En ambas afirmaciones encontramos la misma referencia a los intereses de la clase trabajadora. No puede decirse que estos sean, ni ahora ni nunca, un conjunto homogéneo, del mismo modo que tampoco conviene que sigamos alimentando la ficción de una clase trabajadora configurada a imagen y semejanza de la iconografía soviética. Pero no parece haber ninguna razón para hacer como que no sabemos lo que es vivir de un salario, como tampoco hay razón para no reconocer que entre los que viven de las rentas del trabajo figuran los colectivos más vulnerables a las crisis económicas y a las convulsiones del capitalismo global. Digamos, pues, que puede parecernos verosímil y plausible que los trabajadores aspiren a no perder su empleo, a que este les proporcione un nivel de vida digno, unos ingresos y una estabilidad que les permitan confiar en el futuro, y no les merme ni la salud ni el tiempo de ocio necesario para disfrutar de los mismos placeres que las demás clases. Digamos, en el límite, que a un trabajador puede interesarle dejar de serlo, alcanzar una estabilidad económica que le permita desclasarse o, al menos, que lo hagan sus descendientes.
¿Por qué no? Después de todo, se supone que ese es uno de los logros de las políticas redistributivas típicas de la izquierda socialdemócrata: asegurar el bienestar de la clase trabajadora y propiciar su desclasamiento. Al menos los últimos decenios han dibujado un significado borroso del término “izquierda” que lo hace coincidir grosso modo con esas políticas redistributivas.
Esto no es así solamente porque la redistribución de la riqueza en mayor medida constituyese el núcleo de la alianza de los partidos de izquierda (socialistas y comunistas) con el movimiento sindical después de la Segunda Guerra Mundial, sino, sobre todo, porque la nueva derecha, a partir de los años ochenta, hizo todo lo posible por identificar a la izquierda con las políticas redistributivas para, acto seguido, tratar de demostrar no solo que los gobiernos de derechas podían también redistribuir riqueza sino que, además, podían hacerlo más eficazmente que las izquierdas, de suerte que, al vaciar a estas de utilidad, hacían posible su desmantelamiento político y discursivo.
La izquierda podría no haber caído en la trampa, pero no hagamos contrafácticos: cayó en ella con todo el equipo. En lugar de dirigir sus esfuerzos a apuntalar las estructuras de clase que las derechas trataban de minar, hizo todo lo contrario: trató de ganarse a aquellas capas sociales para las cuales la cultura obrera era un pasado del que querían librarse lo más rápidamente posible como de un estigma ofensivo. Como solución pasajera, en algunos momentos, no estuvo mal, y hay que reconocer que Tony Blair no hizo un mal diagnóstico al identificar al hombre del Mondeo como factor clave para un vuelco electoral en Gran Bretaña, ni trazó una mala estrategia al adecuar el mensaje del Partido Laborista a los intereses de aquellos trabajadores autónomos relativamente enriquecidos (en comparación con sus orígenes proletarios) que en los años noventa ya poseían vivienda y coche en propiedad y no eran por tanto muy proclives a aplaudir subidas de impuestos. Estas “aristocracias obreras” de nuevo cuño no son en principio muy leales a los viejos partidos de la izquierda, salvo que estos se mantengan en el poder y no legislen contra lo que ellas perciben como sus beneficios o sus derechos honradamente conquistados. Pueden fácilmente orientar su voto hacia los partidos de derecha si ven amenazado su status, y es lo que suele ocurrir cuando la amenaza más perceptible de todas (y más fácilmente instrumentalizable por parte de la derecha) se instala en sus barrios, a saber, la inmigración.
El trabajador inmigrante supone una amenaza para la clase trabajadora tradicional no porque compita con esta por el empleo sino porque compite con las capas más vulnerables de los barrios obreros: con los desempleados, con los trabajadores precarios, con los jornaleros de menor poder adquisitivo. La hostilidad hacia el trabajador inmigrante no es menor que la que se siente hacia el lumpen autóctono, pero desafía las estrategias tradicionales de la clase trabajadora para mantener su hegemonía. En cualquier caso, el resultado es que esas capas menos precarizadas de la clase trabajadora dejan de sentirse interpeladas por unos partidos de izquierda que anteponen la integración cultural y racial a la defensa de sus privilegios materiales. No tardan en sentir que sus propiedades, fruto de un esfuerzo continuado y sin duda excesivo, se devalúan a velocidades de vértigo por culpa de los invasores. Y no debería extrañarnos: exactamente lo mismo sentían, en los comienzos de la industrialización, los campesinos relativamente acomodados cuando en la vecindad de sus tierras comenzaban a instalarse las primeras fábricas o las primeras minas y, con ellas, aquellos trabajadores fabriles o mineros desarraigados que llevaban consigo una leyenda negra de delincuencia y barbarie.
Así pues, nos guste o no, el concepto de intereses de la clase trabajadora dista mucho de ser unívoco y, por lo demás, podría parecer que algunos de esos intereses se ajustan mejor al discurso político de la derecha. Desde luego, podemos hacer como que no es así. De hecho, la izquierda ha funcionado casi siempre como si no fuera así.
Tal vez haya que recordar que, en el discurso político de la izquierda, la clase trabajadora ha jugado siempre el papel protagonista en la medida en que ese discurso era deudor del marxismo y, con este, de la percepción del proletariado como sujeto de la historia, entendida esta como el relato de una emancipación. Es sorprendente que el abandono progresivo del marxismo en la mayor parte de los partidos de izquierda no se haya llevado por delante a la centralidad de la clase trabajadora en su discurso. Doblemente sorprendente por cuanto tampoco en la época en que el marxismo concitaba el acuerdo más o menos pacífico de socialistas y comunistas se problematizaba la existencia de ese proletariado al cual se dirigían los más delirantes responsos sin tener la completa seguridad de que había alguien escuchando.
En cierto modo, la clase trabajadora ha sido una construcción ideológica tremendamente exitosa (y, si quieren mi opinión, tremendamente útil y beneficiosa), pero nadie mínimamente interesado en las cuitas históricas de la izquierda debería perder de vista que las clases sociales no existen sino en el marco de la lucha de clases. Que Marx y los marxistas pudieran edificar sobre los cimientos de la clase trabajadora el futuro del socialismo era posible porque, simultáneamente, el movimiento obrero generaba y sustentaba una conciencia de clase: una identidad.
El apego de la izquierda a la clase trabajadora es comprensible, pero difícil de justificar si eliminamos la pieza metodológica central, a saber, la lucha de clases. Y ya es difícil averiguar en qué piensan los actuales dirigentes de la izquierda cuando se imaginan la sociedad perfecta y los medios para llegar a ella (a mí me resulta difícil porque ni me creo que piensen en esas cosas), pero no hay manera humana de entender por qué la clase trabajadora va a seguir siendo valiosa si eliminamos aquello que le daba sentido. Desde luego, cuando uno ha nacido en el seno de una familia trabajadora y ha crecido en un barrio obrero y se siente, por encima de todo, un miembro aventajado de la clase de los asalariados, puede resultar duro constatar que ya no hay lucha de clases, solo luchas por el reconocimiento en el marco de las llamadas “guerras culturales”. No obstante, por duro que fuese, sería un alivio si fuera verdad: habríamos eliminado un problema social y un problema epistemológico del mismo plumazo y por el mismo precio.
Lamentablemente, no es así, y sería una lástima dejarse arrastrar al optimismo tecnológico por no haber sabido identificar a tiempo a la clase trabajadora en los tiempos del precariado y del capitalismo global. Pero sería igual de trágico echarse en brazos de la nostalgia obrerista tan solo por creer, no se sabe muy bien por qué, que el mismo discurso que movilizaba a un obrero metalúrgico de los años setenta puede conmover hoy a un swagger cuyo lema es que “en la vida he madrugao si no es para ir al juzgao”.
Esa miopía sociológica trasciende lo puramente estético y conduce a (o se origina por) no saber diferenciar entre origen social y formación académica, como si en los últimos 25 años las universidades, al menos las españolas, no se hubiesen llenado de hijos e hijas de trabajadores. Por muy estrecha que sea la correlación entre clase social y nivel de estudios, nos equivocaríamos de medio a medio si atribuyésemos a los superricos de este país (o de cualquier otro) una formación académica hiperventilada. Lo que sí sabemos es que, a mayores oportunidades de codearse con los hijos de los superricos, mayores probabilidades de acabar formando parte de sus vidas: el nivel socioeconómico, el éxito empresarial, el ascenso social y la adquisición de un puesto de trabajo son variables que dependen fundamentalmente de los contactos personales.
No es descabellado pensar que los mecanismos de cooptación por los que se seleccionan los cuadros dirigentes de los partidos de izquierda replican a los que sirven en el mundo empresarial y en el universitario para seleccionar a las élites, y tal vez ahí, y en el desfase entre la desarticulación del viejo sindicalismo y la experimentación con nuevos tipos de conflicto laboral, debamos buscar las causas de la aparente invisibilidad de la clase trabajadora en los partidos de la nueva izquierda. Es posible que esos cuadros dirigentes se imaginen a sí mismos como líderes de masas al más puro estilo Novecento, la película que reponen constantemente en el cineclub de su imaginación, y es dudoso que así lleguen a entender gran cosa de cómo funciona la lucha de clases en el siglo XXI, pero tampoco es que los demás avancemos mucho si nos empeñamos en concebir la izquierda como el lobby de la clase trabajadora, plegándonos a todos los caprichos de esta, incluso a los que contradicen los principios más elementales del igualitarismo político. En todo caso, esto no lo arreglaremos con cuotas ni plegándonos al estereotipo clasista de que la izquierda llegará al poder cuando sus cuadros dirigentes sean incapaces de pronunciar sin trabarse una oración de más de seis palabras.
Las revoluciones se llevan a cabo cuando ya no hay nada que perder.
Trabajando en la linéa de producción de un fábrica entendí que una cosa es ser obrero y otra tener conciencia socialista o comunista, es decir, aspirar a un mundo más igualitario y justo.
Actualmente, sin formación en principios y en valores, manipulados por los 4 puntos cardinales, asistimos a un sin fín de incoherencias y desaciertos, como el tema de lxs pensiones públicas; fueron los pensionistas en su mayoría quines votaron en su día a este gobierno ladrón, heredero de genocidas y siervo del capital.