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Reflexiones tras los Goya de un actor (aún) “desconocido”
"Con un consentimiento explícito y un entendimiento y afecto previos trabajados entre profesionales con madurez suficiente, se puede llegar a la creación artística desde muchos lugares", escribe Aser García Rada.
Seguramente como actor no me conozca. Tranquilo, tranquila, sé que no es nada personal. Solo que estas líneas se resignificarían o modificarían si en vez de escribirlas como actor «desconocido», lo hiciera siendo «popular» porque mi perspectiva y la suya serían distintas. Ante la poco probable pero no descartable eventualidad de que lo segundo no ocurra nunca y porque creo que es más interesante que lo escriba como talento «por descubrir», me he tirado al monte. Mejor ahora, de hecho, que cuando esté nominado a los Goya, los Oscar o similar, porque entonces podría interpretarse como condescendiente y ahora, en el peor de los casos, solo podría considerarse desacertado, pedante, soberbio, oportunista… Y porque aquella inevitable resignificación va a resultarme el día menos pensado especialmente entretenida, qué diantres.
A lo que iba y hablando de los Goya, quería destacar tres momentos de su reciente entrega de galardones. El primero, aquel en el que Clara Simón, recogiendo el suyo a mejor dirección novel por Estiu 1993 —basada en su infancia como niña de padres fallecidos por el sida—, ha dicho que no entiende el estigma vinculado a la infección porque «no pasa nada por vivir con VIH». Esto tiene un valor incalculable y merece muchas reflexiones que guardo para otra ocasión.
Ahora quiero centrarme en lo suscitado por el segundo, Nathalie Poza sosteniendo su premio como mejor actriz protagonista por No sé decir adiós: «No sé si cambiaremos el mundo, pero a mí este oficio me ha salvado la vida». Íntimo, poderoso, emocionante… y que me ha llevado a algunas reflexiones en el contexto de reivindicaciones feministas como la abanicada en rojo durante la ceremonia, #MásMujeres.
Alguien me apuntaba que Poza puede decir eso ahora porque ha llegado hasta ahí. Y, efectivamente, sin saber lo que hubiera dicho antes ni desmerecerla, esa persona seguía. ¿Qué ocurre con los que también lo «merecen» [las comillas son mías], pero que ni siquiera tienen trabajo, o se quedan por el camino?
Aunque no necesariamente precariedad, ser artista apareja indisolublemente amplios niveles de incertidumbre —haber elegido muerte—. Pero aunque no todos los actores o actrices aspiren a ganar un premio, probablemente sí aspiramos legítimamente a vivir dignamente de ello, incluso aunque desarrollemos otras profesiones por exigencias del guion o porque también nos enriquezcan.
Paralelamente, muchos, muchas, nos hemos formado en un contexto en el que disfrutar de este camino apasionante y lleno de socavones se ha infravalorado en detrimento de llegar a una meta denominada «triunfo», a conseguir un tipo particular de «éxito» que es intrínsecamente excluyente —está destinado a una élite como la que recibía sus cabezones—, efímero —su logro no garantiza que el estatus alcanzado persista— y que en absoluto garantiza la «felicidad», pudiendo generar desajustes vitales de insondable alcance. Ese «éxito» —al que yo también aspiro— tiene indudablemente algo hermoso y gratificante, pero «la ambición te puede llevar a un lugar muy oscuro, muy desolador», en palabras de Ricardo Darín, con una perspectiva muy distinta a la mía.
Como actor o como parte del equipo técnico de varios rodajes, he trabajado con artistas muy reconocidos –como el propio Darín— que, siendo impresionantes profesionales, no tendrían por qué ser envidiados artísticamente hablando por mí ni por muchos otros compañeros y compañeras «desconocidos» que pudiéramos eventualmente nunca recibir una nominación a nada. Creo, dicho sea de paso, que la envidia entendida como la admiración constructiva por algo que uno también quiere hacer, así como una cierta competitividad, son estimulantes, pero déjenme seguir mi argumentación.
Yo me formé inicialmente en una conocida escuela más roja que las amapolas en cuyas clases se efectuaban —no sé si han cambiado— prácticas de enseñanza agresivas, machistas y abusivas que hedían a algunas de las que hoy hacen que muchas personas se indignen y que, tristemente, están bastante difundidas y normalizadas. Mis compañeros y compañeras de este metal saben perfectamente de qué hablo y apuesto a que más pronto que tarde veremos algunas en titulares.
Al hilo, hace poco la actriz Lupita Nyong’o relataba valientemente sus sucesivos encuentros con Harvey Weinstein. En el primero, el productor ahora acusado de abusos sistemáticos, la atrapó en su cuarto para ofrecerle un masaje, algo que ella salvó como pudo ofreciéndose a darle el masaje a él y reteniendo así parte del control. En nuestro contexto de capitalismo salvaje y cultura machista generalizada, las mujeres tienen que batallar mucho más que un hombre para lograr la mitad de cualquier objetivo al que ambos pudieran aspirar y yo, actor ambicioso, también hubiera acudido encantado a una reunión con un poderoso productor, ¿pero qué hace que alguien reincida pese a haber constatado que pone en riesgo su integridad?
Pues bien, creo que aquella pedagogía bastante extendida de la que hablaba contribuye decisivamente a que esto suceda. En su momento yo lo admití porque, aun con mi conflicto, suponía una vía para lograr determinados «objetivos artísticos». De hecho, yo pensé que la única. Más adelante descubrí felizmente que lo mismo se puede lograr desde el cuidado y el cariño, sin necesidad de humillar o ser humillado ni promover la competitividad salvaje, pero para eso tuve que explorar otros «métodos» y crecer como persona e intérprete.
Puntualizando, creo que con un consentimiento explícito y un entendimiento y afecto previos trabajados entre profesionales con madurez suficiente, se puede llegar a la creación artística desde muchos lugares, pero dudo que esto sea aplicable a los y las jóvenes que se empiezan a formar, sin una capacidad crítica suficientemente elaborada y mientras simultáneamente se les inculca esa semilla del ‘cueste lo que cueste y por encima de lo que sea o de quien sea’, incluido uno mismo o una misma.
Simultáneamente y retomando la reciente gala, el ámbito que premian los Goya o el de la ficción audiovisual en general, es inmensamente clasista. A ello contribuye esa orientación —no exclusiva de los intérpretes— enfocada a lograr un éxito con características de exclusividad y ello pese a que todo producto audiovisual es un logro colectivo de muchas personas, algunas de las cuales ni siquiera ejercen una categoría profesional que pueda optar a premio alguno porque no existen tales categorías entre los galardones.
Ese clasismo nos retroalimenta particularmente a actores y actrices, a los que se nos trata cuando llegamos a cierto lugar con privilegios, a veces estrafalarios, arraigados y perpetuados por nuestro interés en recibirlos, por el de nuestros representantes –»tú hazte valer»—, los productores, los equipos de dirección, los de estilismo, los y las figurinistas, etc… Y eso aunque hablando personalmente con casi cualquiera de ellos todo el mundo entiende que estas prácticas son como mínimo injustas o retrógradas. Pero, desde una cierta lógica, es esperable que toda la estructura alimente una industria fundamentada socialmente en parte por esa propia cualidad de inalcanzable.
Así, en los Goya como en otras entregas de premios –incluso en los de la Unión de Actores, ¡un sindicato de personas que se llaman compañeros/as!—, aunque se pueda promover cierta «diversidad» en el escenario, se perpetúa lo inverso con vías de acceso separadas para «populares» y «desconocidos», o en un patio de butacas en el que los primeros tienen reservados los asientos delanteros aunque no estén nominados/as, mientras los segundos estamos sistemáticamente al fondo… si es que estamos.
Y por todo esto y retomando #MásMujeres, me fascina cómo se reivindica la igualdad desde los asientos de lo que en nuestro país es el epítome máximo de esta cultura basada en ese éxito clasista donde los haya al que aspiramos actores, directores, productores y demás… La coherencia absoluta no es deseable, ¿pero cómo se lucha por la igualdad cuando el mero hecho de estar ahí –e incluso el de desear estar ahí—, vistiendo esas ropas ostentosamente caras y mayoritariamente prestadas, nos convierte simultáneamente en víctimas y cómplices de un show business esencialmente desigual, uno al que tampoco acceden con frecuencia los «feos» y «feas», los gordos y gordas, los y las diferentes, los «desconocidos» y las «desconocidas»?; ¿cómo se compaginan la reivindicación, el razonable deseo de promoción de la propia imagen, con los privilegios excluyentes de la purpurina?
Evidentemente todo esto se encuadra en una sociedad en la que una amiga gordita me recuerda que se ha sentido más discriminada por gorda que por mujer, o un estadounidense homosexual y obeso relata que había oído que Madrid era muy gayfriendly, hasta que constató que es especialmente gayfriendly para un determinado perfil de gay. Una en la que muchos que también somos muy de izquierdas ansiamos igualmente estar en esas primeras filas entre las que perseguía la inmensa Paquita Salas (Brays Efe) distribuir, como es natural, sus tarjetas de visita.
No es ni mucho menos descartable que algún día no tengan más remedio que invitarme a cualquiera de estos eventos y que yo mismo tenga que enfrentar estas emocionantes contradicciones, caso en que prometo una segunda parte. Hasta entonces les dejo con mi tercer momento a destacar del que guía este texto. Javier Gutiérrez, mejor actor protagonista por El autor, al que agradezco por alusiones: «Este oficio es muy hermoso, pero también es muy cruel. Quisiera dedicarle este Goya a todas aquellas compañeras y compañeros que no tienen el privilegio ni la suerte no solo de recoger premios, sino de que no suene el teléfono y no tengan la mínima oportunidad para demostrar su talento. Ánimo y paciencia, compañeros». Y en eso estamos, Javier. En eso estamos.
Aser García Rada (@AserGRada) es actor, pediatra, doctor en Medicina (UCM) y periodista freelance.
COBARDES E INDECENTES.
Es curioso que los intelectuales españoles, tan individualistas ellos y ellas, tan suyos y suyas (y de sus patrocinadores/patronos/padrinos), solo se junten y revuelvan en apretado rebaño para pedir que haya democracia en Cuba o en Catalunya. ¿Cuándo se juntarán para pedir que haya democracia en eso que algunos llaman España?”.
http://insurgente.org/carlo-frabetti-cobardes-e-indecentes/
Y a todo ésto, ¿qué fué de lxs artistas comprometidxs con las injusticias y con la defensa de libertad de hace poco más de una década?
Estxs artistas «no me dicen nada», tal vez será que no dicen nada.
Cuando más se les necesita no se oyen.
El efecto de la censura es el que Pablo Hasel refleja en uno de sus más hermosos versos:
“Sopla el viento fuerte
Y me devuelve todas las palabras que nunca dije
y debí gritar”
(Pobre del cantor de nuestros días
que no arriesgue su cuerda
por no arriesgar su vida…)
Pablo Hasel es un cantautor rap y un poeta. En mi opinión, un gran poeta. Muchos dicen de Pablo Hasel que es un estalinista, un pro soviético y un largo etcétera y que parece salido de otro tiempo; se equivocan: son de este tiempo sus canciones y, si las escuchan, verán que son muy contemporáneas. Los fiscales ahora le vuelven acusar, por unas canciones y unos tweets, de diversos delitos de enaltecimiento del terrorismo e injurias a la Corona. El problema de fondo es un cantautor y se expresa como un poeta. Todo es una expresión, una opinión, sea esta cual sea. Para la opinión y la expresión no debería haber ningún límite.
https://laicismo.org/2018/02/pablo-hasel-y-la-censura/