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‘Sin amor’: cuando tu felicidad es lo único que importa

El ruso Andrey Zvyagintsev ha sido nominado al Oscar por esta desgarradora historia sobre las repercusiones del egoísmo.

Fotograma de 'Sin amor'.

¿Existe realmente el derecho a la felicidad? ¿Debemos considerarnos cada uno de nosotros lo más importante y preciado de este mundo? ¿De verdad debemos querernos tanto como oímos decir continuamente en la publicidad, en las revistas de estilo de vida y en los discursos de gurús, coaches y psicólogos? Llevamos al menos tres décadas escuchando eso de ‘solo hay una vida, quiérete, que no te importe lo que piensen los demás, tú eres lo más importante, te mereces ser feliz’.

La tragedia narrada por Andrey Zvyagintsev en su última película, Sin amor, tiene su punto de partida en esta arriesgada creencia. Los protagonistas son una pareja en proceso de separación. No pueden ni verse, no pueden estar en la misma habitación sin que salten chispas, el odio que se profesan mutuamente da auténtico miedo. «Yo también tengo derecho a rehacer mi vida», se dicen entre gritos, insultos y reproches. Cada uno tiene ya una pareja diferente pero hay dos problemas para decirse adiós definitivamente e iniciar su nuevo camino hacia la felicidad: no logran vender el piso que comparten y ninguno de los dos quiere hacerse cargo del hijo que tienen en común.

«Yo también tengo derecho a rehacer mi vida». El niño, de 12 años, lo oye todo. Ha oído sus discusiones durante largo tiempo, ha crecido en el ambiente envenenado de esa casa y sabe, se da cuenta perfectamente, de que sus padres no lo quieren. Está desamparado. Lo que Zvyagintsev hace a partir de ahí, su capacidad para mantener al espectador en vilo, lo confirma definitivamente como uno de los cineastas más grandes de la actualidad.

La cinta ha sido saludada por la crítica como una obra maestra, fue premiada en Cannes y ha sido nominada al Oscar, al Globo de Oro y al BAFTA a la mejor película de habla no inglesa. Y es lógico. Nadie puede contemplar la radiografía de estos dos adultos despreciables en busca de su anhelada «nueva vida» y quedar impertérrito.

No estamos solos en el mundo, por lo tanto la búsqueda de nuestra felicidad (hasta de nuestro confort), afecta frecuentemente a terceras personas. ¿Cuándo dejamos de tenerlas presentes? ¿Cuándo consideramos que no debíamos rendir cuentas a nadie? ¿De dónde ha surgido esta filosofía del «derecho a la felicidad» por encima de todo y de todos? El concepto tiene un gran éxito en nuestros días y hunde sus raíces en la doctrina liberal burguesa. Lo recoge la propia Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776): «Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».

A partir de estas inspiradas frases de Thomas Jefferson, varias constituciones incluyeron la idea en sus textos, pero la expresión concreta, tras la efervescencia romántica del siglo XIX, fue cayendo lógicamente en desuso. Visto con perspectiva, resulta bastante ridículo que se apele en las leyes al «derecho a la felicidad» ya que esta es un estado puramente neurológico. La capacidad para ser feliz la lleva uno de serie o no la lleva. En el mejor de los casos, se aprende. Pero prometerla es una quimera. Otra cosa es asegurar el bienestar material de la población. Eso sí es algo tangible. Se entiende, por tanto, que aquellos burgueses románticos, liberales y nacionalistas prefirieran la abstracción: se jugaban las perras.

Los juristas terminaron cabalmente por aparcar un concepto cuanto menos difuso, pero la idea ha seguido propalándose y adquiere en la actualidad tintes trágicos. La ética protestante («yo me entiendo a solas con Dios y no necesito a nadie más») ha tenido un éxito arrollador en todas las sociedades occidentales y el capitalismo ha logrado infantilizarnos hasta el punto de hacernos creer que los ‘deseos’ son ‘derechos’. Los sentimientos individuales se han sacralizado. La emoción lo es todo. Séneca, leído hoy, es un alienígena: «Puede llamarse feliz al que, gracias a la razón, ni desea ni teme».

La historia del cine es prolija a la hora de representar el hastío, el asco o la incompatibilidad de caracteres en el seno de la pareja. Con diferentes códigos, desde la fría intelectualidad a la comedia loca pasando por el drama desgarrado, las películas que tratan el tema siempre han mostrado a personas que alguna vez se quisieron. Así lo vemos en ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Mike Nichols, 1966), Escenas de un matrimonio (Ingmar Bergman, 1974), Kramer contra Kramer (Robert Benton, 1979) o La guerra de los Rose (Danny DeVito, 1989).

Zvyagintsev prescinde de esa parte y coloca al espectador en medio de la batalla. Sus protagonistas son un epítome de los nuevos tiempos: lo quieren todo y lo quieren ahora, nadie asume ninguna culpa ni pretende cargar con ninguna responsabilidad. Lo que hicieron en el pasado ya no es de su incumbencia, y eso incluye al niño. Y aquí es cuando el director despliega todo su magisterio: aunque el chico no aparezca en pantalla, está siempre presente, como la Rebeca de Hitchcock. Y a través de estos padres negligentes, Zvyagintsev vuelve a hacer un retrato inmisericorde de la Rusia actual, convertida poco menos que en el Salvaje Oeste desde la desaparición de la URSS.

La comparación con el Salvaje Oeste no es gratuita. Su anterior trabajo, Leviatán (2014), era en realidad un western en el que los cuatreros han ocupado el poder municipal y quieren echar al protagonista de su casa. Y nadie puede hacer nada contra los abusos de poder, la burocracia corrupta y una religión que vuelve a intoxicar todos los usos sociales (la protagonista de Sin amor se refiere a ella como «la sharía ortodoxa»). La Rusia de Putin, de la A a la Z. No es de extrañar que Zvyagintsev sea un cineasta incómodo para el régimen. Su crítica se extiende en Sin amor a la sociedad de consumo, la del individualismo, la inmediatez y el selfi idiota. Su parábola sobre el egoísmo incide de forma trágica sobre el personaje indefenso, el niño, una figura que aparece en su obra ya desde su primer título, El regreso (2003). Hay niños en todas sus películas, y siempre arrastran alguna desgracia por culpa de unos adultos irresponsables.

Por supuesto, todo el mundo merece una segunda oportunidad, y la historia de odio conyugal rodada por Zvyagintsev está llevada al extremo, pero funciona para explicar los peligros de desatender las obligaciones. No conviene vaciar completamente la mochila de una vida porque eso tiene consecuencias.

Sería precioso que las parejas que ya no quieren estar juntas se despidieran como lo hacen Peter Ustinov y Glynis Johns en Tres vidas errantes (1960). Él es un pastor de ovejas; ella, la tabernera de un polvoriento pueblo australiano. Están juntos varias semanas, pero cuando su trabajo allí ha terminado, él decide marcharse. El problema es que no sabe cómo expresarlo. Así que es ella, una mujer empoderada que no necesita a nadie, la que toma la iniciativa y le dice con una enorme sonrisa: «Lo hemos pasado bien y no nos hemos hecho daño. Lo único que le pido es que vuelva de vez en cuando a verme y que se acuerde de mí».

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Comentarios
  1. Buenísimo, que foto más exacta del rebaño consumista del sistema capitalista.
    Y sí, mucho falso «gurú» del sistema anda hoy difundiendo por los cuatro puntos cardinales que lo primero es tu felicidad; pero si aún no nos han alienado del todo deberíamos apercibirnos de que ir a lo «mío» no llena, o llena por poco tiempo. Es la forma más segura de acabar amargados y desequilibrados.
    Así deberían ser las relaciones, así, como las de los protagonistas de Tres Vidas Errantes.
    El niño de 12 años de «Sin Amor» se da cuenta de que sus padres no lo quieren.
    Traer criaturas al mundo para hacerlas sufrir. Cómo mínimo será en el futuro un ser sin confianza en sí mismo ni autoestima.

  2. Muy bien el artículo y muy real. Tenemos responsabilibidades que no podemos omitir. Somos comunidad o no somos nada.

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