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Hacer un pan como unas hostias: sobre ‘rednecks’, replicantes y diversidad

"Lo más peligroso, y en lo que nunca se insiste, es el mecanismo que ha transformado la diversidad en un producto aspiracional que compite en un mercado", avanza el autor sobre su nuevo libro.

Existe un debate recurrente en los últimos tiempos que parte de una preocupación cierta: mientras que la derecha parece pujante, la izquierda se ve atrapada en conflictos inacabables alrededor de batallas culturales que no alteran lo más mínimo ninguna estructura. Desde hace un par de semanas esta discusión ha vuelto a la actualidad animada por artículos como los de Víctor Lenore y Esteban Hernández y la cita del libro Manifiesto Redneck. Sin embargo, esta vez la discusión está adoptando la peor forma posible: existe una izquierda elitista y ensimismada con las políticas identitarias (feminismo, LGTB, racialidad…) que no da soluciones a los problemas cotidianos y materiales de la mayoría de la población, mientras que la derecha, con un discurso más realista, le está comiendo el terreno entre sus votantes potenciales, la clase trabajadora.

Esta preocupación no es nueva, a poco que se profundice en la cuestión se encuentran figuras como la de la feminista Nancy Fraser, que lleva tratándola desde mediados de los noventa. Por aquí ya hablamos de lo políticamente incorrecto, de la identidad y sus peligros, o sobre aquello que llamamos la trampa de la diversidad. Hace cinco años, cuando plantear una crítica en esta línea era un anatema, me pregunté cuáles eran las razones por las que la gente votaba a la derecha.

En todo caso, lo que no parece la mejor idea, es echarnos en brazos de Jim Goad, el autor del libro sobre los rednecks. Goad no es un “escritor punk pasado de vueltas”, es un ultraderechista y un maltratador, para más señas lean este artículo en El Salto o esta entrevista en la que Kiko Amat le saca, sin mucho esfuerzo, su lado más ultra. Distanciar al autor de su obra es una manía posmoderna que parece no entender que lo escrito no surge en el vacío, sino de un contexto. En este caso el de un autor mimado por la alt-right de un país, Estados Unidos, en permanente guerra interna contra su clase trabajadora, con graves problemas raciales y con una izquierda hasta hace nada residual. Lo fundamental es entender que el discurso propuesto no habla por los trabajadores, sino que los quiebra en líneas identitarias con intención de dañar a los movimientos emergentes de protesta.

La alt-right maneja con soltura un discurso que habla de problemas sociales, utilizando retórica populista anti-Wall Street pero dejando a buen recaudo el capitalismo. Mientras que el marxismo caracteriza a la clase trabajadora como una categoría de la producción para encontrar un sujeto histórico de cambio, el populismo ultra la trata como una identidad excluyente. La intención es enfrentar al blanco y decente obrero norteamericano que lucha por su familia contra el latino que viene a robarle el trabajo, contra el gay que quiere pervertir a sus hijos o la feminista que busca volver loca a su mujer, todos ellos protegidos por la elitista izquierda de Washington. Esta confusa ensaladilla tóxica puede calificarse de alternativa pero huele a fascismo del de siempre, del que enfrenta al penúltimo contra el último, llama izquierda a la derecha liberal y dice detestar a las élites mientras que recibe generosas subvenciones de las mismas.

No parece una gran idea echarnos en brazos de la alt-right y de los mismos enterradores que hace muy poquito daban por finiquitada a la izquierda. Pero esto no resuelve nuestro problema: ¿por qué la izquierda parece distanciarse de la gente menos politizada?

Redistribución y representación

Desde finales de los sesenta se desarrollaron las llamadas políticas de representación de la diversidad, es decir, aquellas que se centraban en luchar contra el aparato cultural del capitalismo destinado a estigmatizar a grupos minoritarios raciales, al colectivo LGTB o a las mujeres. Si las políticas de redistribución tenían un carácter laboral, económico o fiscal, se articulaban por el eje de clase y utilizaban herramientas como la huelga; las de representación tenían un carácter cultural, se articulaban en los ejes de género, orientación sexual, etnia o raza y sus herramientas eran lo simbólico, lo educativo o lo performativo.

Estas políticas de redistribución y representación podían presentar soluciones afirmativas y de transformación. Mientras que las primeras eran de fácil aplicación por ser reformistas e inmediatas (un subsidio de desempleo, la utilización del lenguaje de género), las segundas buscaban un cambio estructural pero eran difíciles de poner en marcha inmediatamente (una nacionalización, quebrar las diferencias de género por completo).

La socialdemocracia devenida en socioliberalismo (una categoría donde, para entendernos, podríamos meter a Blair, Zapatero, Hillary Clinton…) con su total aceptación del paradigma neoliberal redujo considerablemente sus políticas de redistribución afirmativa. Como coartada, para seguir dando un aspecto progresista, aumentaron exponencialmente las políticas de representación afirmativa de la diversidad. Así el ministros y ministras, el matrimonio homosexual o la memoria histórica se convirtieron en una simulación de identidad de la izquierda.

Evidentemente el lenguaje de género es necesario, los derechos civiles no pueden depender de la orientación sexual y el recuerdo digno del republicanismo y los represaliados es condición para construir un país más justo. Lo que no implica que su utilización como coartada al tener poco que ofrecer en aspectos como legislación laboral o fiscal, al haber aceptado que solo hay un tipo de política económica, la neoliberal, se tradujo en una sobrerrepresentación de estas medidas, tanto por sus defensores como por sus detractores. Así, lo pensado para favorecer a las mujeres o al colectivo LGTB empezó a jugar en su contra, a dar sensación de hipocresía, de corrección política, de que estos grupos eran beneficiados en exceso por encima del ciudadano normal.

Por otro lado cabe hacer un par de consideraciones. Distinguir entre luchas redistributivas y representativas nos vale como principio de análisis, para aclararnos, pero para nada más. En el terreno de lo real ambas luchas suelen aparecer unidas. Por ejemplo, el colectivo LGTB puede plantear tal acción simbólica contra los estereotipos homófobos, lo que no implica que las consecuencias de esos estereotipos sean bien materiales, tanto como los puñetazos que un gay recibe por pasear con su pareja de la mano. Las políticas de representación son algo más que una cuestión de buenas maneras o respeto. Por otro lado, una lucha redistributiva, material, como las de las plataformas antidesahucios, necesita de herramientas culturales para que el problema se represente, así recurren al Sí se puede, pero no quieren o a la idea de que la especulación del suelo es negativa para la sociedad.

La otra consideración es que nadie pertenece a un solo eje. Nadie es tan solo clase trabajadora, mujer, negro o transexual. Estos ejes se cruzan en los individuos y, al menos hace unas décadas, trazaban su identidad política. Hoy la cosa funciona de manera diferente, tanto que la izquierda transformadora (eufemismo de revolucionaria sin revolución) en su vertiente académica, partidista y activista, parece olvidar esta realidad.

Los replicantes

Les hago conocedores del universo narrativo de Blade Runner. En una escena de la primera película se explica al espectador que a los replicantes, obreros y esclavas sexuales construidos con ingeniería genética, se les insertaban recuerdos artificiales de seres humanos para que fueran mentalmente estables, se les proporcionaba una identidad. Algo muy parecido nos ha ocurrido a todos.

La reacción neoconservadora de los ochenta nos trajo el neoliberalismo como algo más que un proyecto económico, también como un sistema global de dominación cultural. La clase media fue su guardia pretoriana para conseguirlo. La clase media no es realmente una clase social sino más bien una identidad definida por unos ingresos altos, una serie de profesiones liberales y autónomas y unos estilos de vida aspiracionales en los que el consumo no está guiado por la utilidad o pertinencia de los bienes adquiridos, sino por su capacidad para proporcionar estatus.

La clase media tiene una relación muy similar entre política y consumo. No vota de acuerdo a una ideología de clase, esto es, surgida de sus verdaderas condiciones materiales, sino que participa en las elecciones de forma aspiracional, comprando propuestas políticas que creen se adecuan a su situación. Este electoralismo aspiracional puede jugar incluso en su contra. Una bajada de impuestos puede repercutir en unos peores servicios públicos, algo que la capacidad adquisitiva de la clase media no podrá remediar individualmente. Sin embargo, la culpa no la tendrá la bajada de impuestos que han votado, sino esa clase baja ociosa que quiere vivir del cuento y sus impuestos y la izquierda, que no deja suficientemente libre al mercado.

El progresivo abstencionismo de los trabajadores hizo de esta sub-clase un elemento imprescindible para ganar elecciones, su forma de votar, aspiracional, convirtió a la política en un producto de consumo (especialmente tras la época Clinton y Blair) dándose inicio al mito interesado de la importancia del centro político y el discurso electoral seductor.

Esta clase media empezó a colonizar al resto de clases, no de una forma material, sino cultural. Así, el ser clase media sirvió a los más ricos para pasar desapercibidos y a grandes capas de trabajadores no solo para pensar que tenían que escapar de su condición, sino para creer que podían lograrlo mediante su esfuerzo individual.

Lo fundamental es entender que esta nueva identidad replicante trajo consigo el unequal thatcheriano, que significa diferente pero también desigual. Así la diversidad se hizo aliada del neoliberalismo. Ya no importaba ser desigualmente materiales porque eso no era consecuencia estructural de ningún sistema económico, sino del diferente mérito y espíritu emprendedor de los individuos. Todos competimos ya en el mercado de la diversidad.

La trampa de la diversidad

Las políticas de representación de la diversidad resultan problemáticas, especialmente para los colectivos a las que van enfocadas, por tres factores. El primero, como ya vimos, por su uso cosmético por parte de los socioliberales para fingir progresismo. El segundo, porque la izquierda olvidó que políticas redistributivas y de representación debían funcionar unidas, en parte por los cambios materiales en la estructura productiva que han atomizado a la clase trabajadora y en parte por el fracaso del proyecto de la modernidad y su teorización posmoderna, llena de dobles sentidos, relativismo, deconstrucciones, juegos de lenguaje y dudas, para todo menos para machacar el proyecto universal del marxismo.

Pero lo más peligroso, y en lo que nunca se insiste, es el mecanismo que ha transformado la diversidad en un producto aspiracional que compite en un mercado. Si las luchas de redistribución fueron atacadas frontalmente mediante la idea de la falsa meritocracia, ya que era muy difícil que el neoliberalismo se apropiara de ellas, las luchas de representación fueron desviadas hacia lo identitario, lo individualista y lo aspiracional por su componente cultural.

Como ven, no se trata tan solo de un problema electivo, de que la izquierda tenga que adoptar tal o cual discurso o que los activistas se hayan vuelto gilipollas de la noche a la mañana, sino de un proceso más complejo en el que algo tiene que ver el origen de clase de los dirigentes, formales e informales, pero sobre todo el que la izquierda se centre en la defensa de la diversidad sin tener en cuenta su devenida condición de producto que compite en un mercado.

Así la acción política se centra en lo identitario, tanto que la propia reivindicación de clase trabajadora no se plantea ya desde un punto de vista material, sino que ha entrado en este mercado de la representación. Chavs, quizá sin pretenderlo, iba de esto, como los continuos debates con regusto paternalista que reducen a los jóvenes trabajadores al estereotipo de trapero. La clase ha pasado así de ser un eje transversal que atravesaba género, raza, nacionalidad y orientación sexual a un ente escindido al que se pone a competir con estas categorías desde el lado del activismo de la representación como desde el lado de sus detractores. Los conflictos han pasado de articularse en el terreno de la acción colectiva a ser solventados en lo individual, mediante la ofensa y la revisión por un lado y lo políticamente incorrecto por el otro. La izquierda ha pasado de buscar qué era lo que unía a grupos diferentes y desiguales a resaltar la diferencia entre individuos desiguales para poder seducirles. Aquello llamado gente, personas que construyen su ideología entre el sentido común dominante y sus experiencias directas, no reclaman la vuelta de la “política material”, sino que entran a competir en este mercado de la diversidad generalmente desde posturas reaccionarias.

Cuando hace algo menos de un año traté este debate en La trampa de la diversidad, dije, a modo de excusa por la dificultad de encajar todos los aspectos, que un artículo no era suficiente para desarrollar el tema, que haría falta un ensayo de al menos 300 páginas. Una editorial me tomó la palabra. En primavera ese libro verá la luz.

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Comentarios
  1. Brillante, certero, argumentos sólidos … Una esperanzadora excepción en el desierto intelectual de la izquierda. ¡Gracias!

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